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Londinenses solitarios

Querida Virginia:

 

Los barrios de Chelsea y Kensington donde creciste todavía conservan su estructura en casas de ladrillo rojo de estilo georgiano alrededor de jardines privados cuyo precio ahora, en plena burbuja londinense inmobiliaria, ronda como mínimo el millón de libras por 60 metros cuadrados. La mayoría de habitantes son familias de apellido con sello propio, personas mayores descendientes de las llamadas old victorian fortunes, o estudios de artistas consagrados como el sempiterno ilustrador de Roald Dahl, Quentin Blake, o David Hockney. 

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Lejos de los swinging sixties y los hijos de la aristocracia que se abocaban a la florescencia de locales, galerías y pisos compartidos por sujetos variados cuya máxima era la experimentación y la profusión de las artes; y más lejos todavía de los días en los que Oscar Wilde vivía en el 34 de Tite Street, regresan otros jóvenes con todo tipo de dispositivos móviles que comen ostras y champán a las seis de la tarde de hoy mismo en Hollywood Road después de pasar el fin de semana en otro país. Creando nada, en tránsito siempre. Retratados por la serie-reality Made in Chelsea, donde los personajes compran, tienen escarceos amorosos, viajan y se dedican a esas nuevas profesiones derivadas de la imagen o el puro hedonismo del “estar y ser”. Podría decirse que a primera vista poco queda del número 22 The Poets House, salvo la placa, en Earl’s Court Square y las largas noches de encendidas “batallas verbales” entre los poetas que miraban hacia la nueva ola de artistas del otro lado del Atlántico (Ginsberg, Dorn, Ashbery) versus los tradicionales anclados en la antología de Francis Palgrave. Pero algo perdura entre ese olor de jazmín que se crece con la lluvia, el continuo vaivén de sentimientos con el mismo significante que antaño: el amor, la avaricia, el desconsuelo que cruzan las aceras sin víctimas fijas, a merced de todos. Y así me he plantado en Bramham Gardens, donde la familia Bolton esperaba mi llegada.

Al entrar te das cuenta del microcosmos en el que has caído, las casas inglesas son como una oda a los recuerdos, como si todo perteneciera a otra época pasada con los fantasmas de cada uno dentro. Cortinas floreadas, jarrones de diferentes épocas y materiales, alfombras, libros y cuadros mezclados con fotografías colgantes entre las paredes donde no cabe ni un alfiler. En medio de esta tienda de antigüedades, Kate me da la mano y me pregunta por el viaje mientras avisa a su marido, Alistair. En el salón hay una chica de unos 30 y pico que adivino que no es la hija en común, Georgia, de 22. Claire Koonley, con una sonrisa al descubierto, me dice que ella era la nanny de Georgia hasta que ésta creció y entonces el matrimonio la animó a que estudiara la licenciatura de Literatura, pagándole el primer costoso año de toda universidad inglesa. Ha venido a pedirle consejo a Alistair, que es el editor del suplemento literario más vendido desde hace veinte años, cosa que explica que todos los pasillos estén inundados de ediciones antiguas de Penguin y sus respectivos lomos anaranjados.

Claire viene de Clovelly, un pueblecito del norte de Devon en el que los coches no están permitidos por sus adoquinadas calles. Venir a Londres cuando tenía 19 para cuidar a una niña “supuso la mejor manera de poder vivir otra experiencia sin morir de hambre en el intento”, aunque eso implique vivir como de prestado en otra familia durante más de quince años. Bebemos té, con un poco de leche y una cucharilla de azúcar. Y aparece en escena Craig Conrad, amigo de Kate desde la infancia y productor junto a ésta de casi todos los musicales del West End en los ochenta. En un estado de pesadumbre, que parece pertenecerle siempre, nos ha contado que un compañero de universidad de su hijastro ha sido detenido y expulsado de todos los colleges ingleses por vender estupefacientes para pagarse la licenciatura de Antropología, con la mala suerte de que era a un policía. Me han pedido que les acompañe en la cena, pero justo hoy es el concierto de Michael Gira en una iglesia de 1860 en Shepherd’s Bush.

La zona del concierto es conocida por ser la residencia de una comunidad joven anglicana, la mayoría de origen australiano, que se dedica a la industria musical. Los laterales son utilizados como barras para servir bebidas y la Biblia es sustituida por los flyers del concierto correspondiente después de la misa, mientras el pastor, con los brazos tatuados y dilatadores en las orejas, y su mujer hablan con una chica para acompañarla mañana a hacer la mudanza. Edificios públicos al servicio del misticismo del arte, fiel o no. Mientras te escribo las últimas líneas de hoy apaciguo una tos seca bastante molesta con la prescripción del GPS (médico de cabecera). La codeína como receta para todas las dolencias, pero el ibuprofeno se dispensa en 200 gramos.

Ya ha pasado el alba y las criaturas extrañas que aguardan cada primera noche en una cama que no es la propia se han diluido. A pesar de que el idioma continúa sonando impostado en mis palabras, sin ese dominio que permite la gama de grises oportuna para ser uno mismo en otro lugar. Georgia estaba con los libros abiertos, la tablet parpadeando, el ordenador encendido y el teléfono emitiendo pitidos. Le he insinuado que debe ser difícil terminar los ensayos a tiempo con tanto alboroto y nos reímos. La vida de un universitario tiende a ser tan interesante como parecida en muchas partes. Me dice que la presión es enorme, los costes de una licenciatura en Cambridge o en Oxford son desorbitantes, sumándoles los gastos obligatorios del college, que sería el equivalente originario de las fraternidades americanas. Y el estrepitoso miedo de “defraudar a su abuela, que fue una de las primeras mujeres en ir a Cambridge”. Los márgenes de error permitidos son ínfimos. Los profesores hacen sus lectures de dos horas y media sobre un tema que previamente los estudiantes tienen que haber leído y en las horas posteriores se abre un debate. Cada semana hay una lista de diez libros para leer. Cada college es conocido por las actividades culturales y deportivas que desarrolla. “Pertenecer a una de esas universidades es de por vida.” Titubea sobre si debería volver a tomar esas pastillas que toman todos en época de exámenes como ayuda para concentrarse en sólo una cosa. “Es lo mismo que les dan a los niños ahora cuando tienen hiperactividad.”

Mientras hablábamos de este futuro irreversible entre cápsulas ha aparecido C. J., que saluda dando dos golpecitos en la verja que rodea toda la casa a modo de jaula del siglo XXI. Apenas habla y se pasa toda la mañana pintando la escalera sin parar, ni siquiera para beber. Georgia me cuenta que convenció a su madre para que lo contratara, ya que su amiga Elizabeth lo había conocido por una de las charitable foundations en las que va como voluntaria dos veces a la semana. Claire y Georgia me ayudan con todos los papeles que pide la biblioteca de arte del Victoria & Albert Museum para registrarte, y C. J. nos ha confesado que le gustaría que su hijo se tomara en serio los estudios o algún hobby para “evitar estar en la calle con todo ese rollo gangsta. Pero sobre todo para evitar mis errores. No es fácil tratar de empezar de nuevo con 32 años, cuando eres afrocaribeño residente en Brixton y tienes que vivir con tu madre porque nadie contrata a alguien que ha estado en la cárcel, aunque eso fuera hace años, cuando era un chaval metido en drogas”. Y allí nos hemos quedado, de pie, incapaces de decir nada. Como cuando en clase de Derecho Penal el catedrático presentaba un supuesto en el que era necesario construir un nuevo centro penitenciario en el centro de la ciudad para facilitar la visita de los familiares y preguntaba quién permitiría que fuese en su barrio y nadie levantaba la mano. La misma cara que se le queda a Occidente cuando escucha las telenoticias.

¿Has leído el magistral retrato de Sam Selvon? Explica la llamada ‘Windrush Generation’ sobre la llegada de inmigrantes caribeños después de la Segunda Guerra Mundial en su obra de 1956, The Lonely Londoners, a través de dos personajes: Gallahad, que acaba de llegar de Trinidad a Londres con la idea romántica de la ciudad descrita por los grandes paisajistas y poetas ingleses, en clara contraposición con Moses, que ya lleva años y se ha vuelto escéptico en una ciudad que le aboca a la solitud con estas palabras: “Hay personas viviendo en Londres que ni siquiera saben qué está sucediendo en la habitación de al lado… la ciudad está dividida en pequeños mundos” que raras veces se encuentran.

En Londres siempre hay una zona en proceso de gentrificación. Los precios de las viviendas, completamente fuera del alcance de cualquier persona joven en la zona uno y dos, a pesar de ser el sitio donde la mayoría trabaja, han hecho que muchos se muden a otras áreas y conlleve a su vez un proceso especulativo promovido por entidades financieras y grandes inmobiliarias. Los artistas que no pueden permitirse tener un estudio se trasladan a locales compartidos más periféricos, de la misma manera que las galerías o negocios que empiezan. Pocos pueden comprar un piso. El primer paso de ver un piso, tanto para alquilar como para comprar, suele hacerse en grupos de varios interesados a la vez para competir en condiciones y precio. El mortgage (similar al derecho real de hipoteca, pero con eficacia distinta) es elevado y se suelen contratar los servicios de brókers para conseguir mejores condiciones. Las ayudas del Gobierno (help to buy) exigen muchos requisitos y suelen ser siempre para viviendas en la periferia, hecho que ha llevado a muchos jóvenes a adquirir una propiedad entre varios amigos.

Esta tarde he visto a Ursula. ¿Recuerdas la chica de Manchester que se encargaba de las traducciones del español al inglés de los libros de Roberto? Después de dos años y en su propio país, es extraño cómo contextualizamos a alguien en nuestra memoria y lo atamos a un lugar como si le perteneciera. Trabaja como asistente en una inmobiliaria, “esperando a ver si sale algo de lo suyo”, de lunes a viernes y algunos sábados extras al mes, que le permitan ir a ver a su novio y a su familia a Manchester. Así que hemos quedado para cenar a las siete cuando ha salido de trabajar en Shoreditch, que es donde comparte piso con tres chicas más. Al no tener salón —lo utilizan como una habitación más—, hemos decidido bajar a tomar algo en uno de estos bares donde hacen conciertos y puedes comer bajo la luz de las lámparas de metal, mesas de madera y sillas de colores, de personalidad calcada, que ahora abundan por este barrio lleno de wifi. Hora punta en todos los pubs, donde la gente está fumando y bebiendo cerveza en el mismo rincón que ya han convertido en parte de su rutina al salir de trabajar. Podríamos asegurar que aquí nadie pasa de los 40 y pico, todos tienen profesiones de última generación, de las que te piden muchos likes, o están en proyecto de ello.

Al bajar por Brick Lane puedes observar los grafitis, algunos anteriores a la época en la que pedían que se estudiara en las facultades de Arte. Éstos conviven con alguna placa que deja constancia del recorrido sangriento de Jack el Destripador en un área que también es conocida como Bangla Town. Una tercera generación de la comunidad bangladeshí que ha conseguido abrir sus propios comercios y restaurantes considera un triunfo respecto a sus abuelos que tenían diferentes trabajos mal pagados para subsistir en ese sitio donde todo es ajeno. Cerca queda el Iniva (Instituto de las Artes Visuales) donde se suelen exponer los artistas más radicales dentro de un institucionalismo que trata de alejarse de las históricas entidades burocráticas del lamento y la consagración de las estatuas, a veces con más éxito, otras con menos ímpetu. Ahora puedes ver la obra de Burak Delier Freedom Has No Script, que se encarga de cuestionar las relaciones entre el capitalismo y el arte de manera incisiva, curiosamente a siete paradas de la City, el mayor distrito financiero europeo.

Pero quizás una de las cosas más gratificantes es que en esta ciudad el arte es una profesión noble y no una forma encubierta de mendicidad, y por ello el Gobierno, a través del Arts Council England y la National Lottery, propulsa con un desembolso anual de 1.400 millones de libras el primero y mil millones el segundo a diferentes propuestas e instituciones culturales que van desde iniciativas de jóvenes que quieren abrir un bar con una programación cultural arriesgada hasta la restauración de la fachada del British Museum. Aunque toda esa predisposición por el arte se centra en la capital y descuida el resto de ciudades, que resulta que también están habitadas. Ursula se despide porque mañana tiene que trabajar, mirará un poco de tele, quizás algún programa de citas o Mock of the Week y, si no está muy dormida, una peli/serie en Netflix por nueve libras al mes.

Mientras esperaba el autobús enfrente de la Whitechapel Gallery han empezado a salir los trabajadores y los últimos visitantes, curiosamente jóvenes, y me han dado un tríptico de la retrospectiva de un cineasta multidisciplinar francés obsesionado con los gatos que estará estos meses en la galería. En la otra acera, una señora con un carro de la compra hecho pedazos pide a cada uno de los transeúntes con la mano alargada. Su paso es lento, como el que atraviesa un corredor infinito.

Al girar el papel encuentro una cita en cursiva: A nosotros, los europeos, nos gustan los pueblos en lucha, siempre que sean totalmente mártires o totalmente victoriosos. Pero cuando no se prestan a manifiestos encendidos o al teatro militante, cuando su lucha se libra en el terreno sin prestigio de la realidad cotidiana y las dificultades del día a día, con todo lo desagradables que son, les damos la espalda... (Chris Marker).

Hoy hemos quedado para comer con el goldson (aquí los ahijados/as llegan a tener cuatro o cinco padrinos/madrinas) de Alistair en Hampstead: se llama Edward y vamos a celebrar que acaba de conseguir con 27 años el trabajo que llevaba meses persiguiendo en una de las compañías de seguros más grandes de Europa. Así que antes Kate y yo hemos aprovechado para dar un paseo mientras Alistair terminaba unas llamadas de trabajo. Hampstead Heath es como mirar en la Costa Brava de Dalí al mar abriéndose de piernas. Constable resuena en esa intermitencia de la luz o su ausencia entre los árboles y la degradación de la tierra, clavándose en la retina, expandiéndola. Una inmensidad extraña, histórica, que parece ya no pertenecer ni inspirar a nadie.

Edward había trabajado durante varios años como periodista especializado en información económica, “pero era muy aburrido pasar horas delante de un ordenador y estaba muy mal pagado. Con este trabajo puedo viajar, cobro de entrada 30.000 libras al año y ya no tengo que vivir en casa de mis padres. Quiero tener un buen piso, buenas vacaciones, no tener que estar pensando todo el rato en el dinero y aquí es la única manera: la banca o los seguros”. Ahora sólo tiene que acompañar a los clientes y decirles que todo va bien. Y si dudan, todo va bien igual. Aunque nunca se lo había planteado, está pensando en formar parte de uno de los clubes de la gente de la banca. Me explica que desde hace décadas hay un club social relativo a cada una de las diferentes industrias; para entrar necesitas dos cartas de recomendación de miembros actuales y ser admitido por el comité de valoración; entonces ya puedes pagar una cuota que va de las mil libras anuales a las mil y pico mensuales. Suelen ocupar edificios ostentosos, con salas de cine para estrenos privados, restaurantes, spas, salas de reuniones y bajo ningún concepto se permite sacar fotos dentro. Algunos no admiten a mujeres como miembros. Los fines de semana suelen ir a las fiestas de esos clubs en los que sólo puedes entrar si eres miembro o eres el invitado de uno. Somos los creadores del plan de marketing y promoción más inteligente y agresivo que jamás hubiésemos podido imaginar. Hasta el público no objetivo forma parte del mercado. Los que están, quieren más, y los que no, quieren estar. Así nadie queda fuera de esta ruleta rusa de neón. Edward se despide porque ha quedado con alguna de las chicas que ha aceptado su foto en Tinder. Aunque el paso más allá de esta aplicación en la que se descarta a la persona por la foto resulta ser, según le ha contado a Alistair una joven editora de Nueva York, buscar un grupo de amigos desconocidos y quedar a la vez con los tuyos, todos juntos, para conocerse.

Después de comer he quedado con Marta para tomar algo por las calles de Portobello, en algún banco de una plaza para ahorrar dinero. Me lleva a una tienda que tiene marcas y productos que sólo puedes encontrar en España para coger una bolsa de pipas y una botella de vino “que sí nos suena”. Lleva dos años viviendo aquí; después de terminar el master de Industrias Culturales en el King’s College hizo prácticas en una gran promotora de conciertos durante tres meses y luego la contrataron. Viene con Lucía, que llegó el año pasado y todavía no habla bien inglés: “Vivir en un piso con tres españoles más no me ha ayudado mucho para practicar, y así es complicado encontrar un curro con futuro. Quizás al final me vuelva, no sé. Víctor no encontraba nada de ADE, y aquí no es que esté currando de eso, pero está en una empresa que le paga bien y quién sabe”. Nos quedamos hablando hasta que anochece, recogemos la bolsa con los residuos para tirarla en casa. Apenas hay papeleras por el centro de Londres por miedo a atentados terroristas.

¿Sabes cuántos mensajes me han llegado de personas que están pensando en venirse a vivir aquí?

¿Qué hacer frente a esta huida involuntaria? Desoladora, incontestable.

En mi última mañana he ido a ver la exposición de los cut-outs de Matisse con otros dos compañeros de la escuela de arte. Uno viene de un pueblecito de China de dos millones de habitantes, aquí se llama Vincent “porque así es más fácil que nos acordemos de su nombre”, y Kent viene de una ciudad cerca de Tokio. Son sus nombres para Occidente. Los estudiantes asiáticos suelen vivir en una misma zona, en Canary Wharf, y ven la oportunidad de venir a estudiar a Londres “como una apertura de paradigmas a gran escala, aunque muchas cadenas también estén allí; si te alejas de eso, la arquitectura, la historia cambia”. Murales gigantes de las ensoñaciones y recuerdos coloristas de un pintor reinventado alzándose enfrente de nosotros tras una enfermedad terminal. Y allí, en medio de la nada, nos hemos encogido los tres, delante del Blue Nude IV de Matisse, ese ser humano en azul, desnudo en pedazos, en una especie de segunda juventud, pidiendo a gritos una exaltación de la vida tras una cirugía de urgencia. Buscando nuevos méthodes, abriendo nuevas posibilidades.

He releído el manuscrito que me mandaste la semana pasada sobre la necesidad de “tener una habitación propia para poder escribir” y me ha llevado a pensar en cómo la obsesión/presión por la independencia económica de los jóvenes ha suplantado la identidad íntima de cada uno, que no es más que aquello menos tuiteado.

No sé cuándo vas a recibir esta carta ni tu disposición para ello, espero que no se te haya hecho larga, tiene más de 140 caracteres. He tratado de no caer en los prejuicios y los tópicos al mostrar las diferentes parcelas de la realidad, ¡pero es tan difícil y mi poca pericia tampoco ayuda nada! Este mes ha sido intenso, como esta ciudad que se escapa por todas sus costuras. Uno se siente desarraigado aquí, pero mentiría si no dijera que ahora también en cualquier parte, porque ahora todas las ciudades se han convertido en otra ciudad, en la que uno sólo puede sobrevivir por esos micromundos culturales si te tomas la molestia de llamar a la puerta y consigues que te abran. Puedo asegurarte que en este preciso instante están teniendo lugar cinco conciertos, cinco pases de películas, cinco conversaciones y cinco exposiciones alucinantes que podrían abrirte nuevas ventanas, y no me equivocaría. Y eso supongo que es lo que une tu época con la mía: jóvenes que continúan buscando cómo sobrevivir a una realidad a través de la imaginación, a veces, por desgracia, en ruinas.

Sinceramente,

Jessica Niñerola

Jessica Niñerola Tàpies (1986) es licenciada en Derecho y Periodismo, y máster en Gestión Cultural. Es crítica cinematográfica en Cahiers du Cinéma España (actual Caimán Cuadernos de Cine), ha trabajado en Universal Music y actualmente vive en Londres, donde estudia un curso de comisariado en la Central Saint Martins.