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Fracasos interesantes
Peter Brötzmann, Hamid Drake, William Parker en el Café Oto
Mal dispuestos, los instrumentos fingen un yacimiento prematuro en el barullo de la espera. Hiperrealismo a ras del suelo, qué diferencia del resto de recintos, predispuestos para subrayar el abismo entre espectadores y músicos, convirtiendo a todos en extraños en un lugar común. No hay idea predeterminada, ni siquiera hora de inicio o fin, la gente charla como si un individuo al que nadie pone cara nos hubiera congregado a todos en el salón de su casa. Podría resumir mis escasos conocimientos sobre Brötzmann, Drake y Parker en poco más de un párrafo. Sé que cualquier crónica seria debería fundamentarse en los trabajos descomunales y en las biografías de órdago de aquellos sobre los que el público murmura y encumbra como másters del free jazz, un relato a la altura de las circunstancias.
Uno no debería atender jamás un concierto sin saber de qué va la cosa. Miento. Quizás uno debiera atreverse a ir perdido alguna vez y deleitarse con las incomodidades de la sinrazón, preferiblemente en un sitio maravillosamente inteligible como éste. ¿Qué es el Café Oto? Ése ir a ciegas, o más bien a tientas, disfrutando del savoir faire de los que programan con esmero y riesgo a partes iguales, a media luz. Ése sitio que deseamos en el fondo que exista y que sin poder evitarlo tendemos a encasillar como fracaso anticipado si nos preguntan cómo crees que les irá. A pesar de que el director artístico de la National Gallery en el documental homónimo de Frederik Wiseman (2014) hable de la importancia de “tener fracasos interesantes antes que un éxito mediocre”. La necesidad de no sucumbir a lo que el público espera a la hora de programar, a los códigos que puedan resultar más asequibles con el fin de obtener la noción de éxito actual aparejada al precepto de los generadores de humo a golpe de click, en aras de buscar la incomodidad, que no la estupefacción generalizada o el impacto pasajero, dentro del propio individuo. Y el deber del asistente a obviar el “no entender” y el “no saber”, a pesar de ser habitantes de la era de la justificación, donde está penado el simple hecho del deleite, de ser un paseante aturdido que disfruta con la confusión de aquello que inesperadamente se cruza en su camino. Es la relación con uno mismo, determinando el interior como parte de la búsqueda, esa a la que Miquel Martí i Pol se refería en los versos de La ventana, desde la que podía estar horas y horas mirando para “encontrar lo que parecía que se había perdido para siempre”.
Así aparece este trío de jazz, en el epicentro de la multitud escasa, saludando con familiaridad y sin advertir apenas aquello que va a suceder: unas enredaderas creciendo dentro de la cabeza de cada uno como una ficción de todo aquello que vemos, lo visto y lo que queda por ver, mientras un accidente aéreo sin víctimas mortales va acercándose al mar. Peter Brötzmann no da tregua a nadie, ni tan solo cuando cambia el saxo por el clarinete, poniendo su respiración en una especie de límite que transforma en reversible a su antojo, marcando los fragmentos del discurso aleatorio que termina tanto en una improvisación abstracta como en una melodía pseudoreconocible. En una segunda parte de intensidad aumentada Hamid Drake recita a modo de chamán mientras William Parker rasga una especie de bajo africano, el N’goni. Capaces de generar una especie de limbo dentro de cada sujeto, una fricción entre las costuras de lo que escuchas y la sensación plácida del sonido envolvente que te permite una suerte de transmigración corpórea, de poder estar dentro y fuera en un mismo instante. Puedes ver un señor trajeado con la cabeza entre las manos mirando al suelo como si tratara de adentrarse todavía más en aquello que sucede o una señora con la mirada obsesiva hacia el pulso desorbitado de Brötzmann a punto de estallar. Con apenas tres instrumentos llegan a romper la intimidad entre desconocidos.
A pesar de esas dos horas y media lejos de la experiencia estética de la obra al servicio de la palabrería artsy, las ganas de más hacen que los discos, pósters y demás objetos en venta se agoten como si fueran provisiones del fin del mundo. En una suerte de pánico contundente por el temor a olvidar. La eterna necesidad de capturar ese instante que es un todo porque es el no espacio por definición, aquello que ya ha sucedido. Aferrarse a la posibilidad de regresar justo a ese momento exacto, o, mejor dicho, a esa sensación, y poder disponer libremente de la misma, dado que la memoria quizás no es eterna en su facultad de recrear, pero el recuerdo sí. La frustrante imposibilidad de reproducir lo vivido de forma exacta en fotogramas. Uno nunca sabe por dónde empezar a narrar un hecho tan simple como la capacidad oculta en una magdalena para devolverte a un momento de la infancia o como un concierto que unas semanas después todavía está creciendo en tu cabeza. Julio Cortázar hablaba en Historias de Cronopios y de Famas de las posibilidades de la abstracción, aquél individuo que consigue sólo ver los relojes suspendidos en unos cuerpos que desaparecen en un comedor y termina por decidir “abstraer sus lágrimas, y por un rato me deleité con esas diminutas fuentes cristalinas que nacían en el aire y se aplastaban en los biblioratos, el secante y el boletín oficial”. Ya lo advertía. En cualquier momento “la vida está llena de hermosuras así”. Pero es necesario, de vez en cuando, tratar de no entender nada.
Fracasos interesantes
Mal dispuestos, los instrumentos fingen un yacimiento prematuro en el barullo de la espera. Hiperrealismo a ras del suelo, qué diferencia del resto de recintos, predispuestos para subrayar el abismo entre espectadores y músicos, convirtiendo a todos en extraños en un lugar común. No hay idea predeterminada, ni siquiera hora de inicio o fin, la gente charla como si un individuo al que nadie pone cara nos hubiera congregado a todos en el salón de su casa. Podría resumir mis escasos conocimientos sobre Brötzmann, Drake y Parker en poco más de un párrafo. Sé que cualquier crónica seria debería fundamentarse en los trabajos descomunales y en las biografías de órdago de aquellos sobre los que el público murmura y encumbra como másters del free jazz, un relato a la altura de las circunstancias.
Uno no debería atender jamás un concierto sin saber de qué va la cosa. Miento. Quizás uno debiera atreverse a ir perdido alguna vez y deleitarse con las incomodidades de la sinrazón, preferiblemente en un sitio maravillosamente inteligible como éste. ¿Qué es el Café Oto? Ése ir a ciegas, o más bien a tientas, disfrutando del savoir faire de los que programan con esmero y riesgo a partes iguales, a media luz. Ése sitio que deseamos en el fondo que exista y que sin poder evitarlo tendemos a encasillar como fracaso anticipado si nos preguntan cómo crees que les irá. A pesar de que el director artístico de la National Gallery en el documental homónimo de Frederik Wiseman (2014) hable de la importancia de “tener fracasos interesantes antes que un éxito mediocre”. La necesidad de no sucumbir a lo que el público espera a la hora de programar, a los códigos que puedan resultar más asequibles con el fin de obtener la noción de éxito actual aparejada al precepto de los generadores de humo a golpe de click, en aras de buscar la incomodidad, que no la estupefacción generalizada o el impacto pasajero, dentro del propio individuo. Y el deber del asistente a obviar el “no entender” y el “no saber”, a pesar de ser habitantes de la era de la justificación, donde está penado el simple hecho del deleite, de ser un paseante aturdido que disfruta con la confusión de aquello que inesperadamente se cruza en su camino. Es la relación con uno mismo, determinando el interior como parte de la búsqueda, esa a la que Miquel Martí i Pol se refería en los versos de La ventana, desde la que podía estar horas y horas mirando para “encontrar lo que parecía que se había perdido para siempre”.
Así aparece este trío de jazz, en el epicentro de la multitud escasa, saludando con familiaridad y sin advertir apenas aquello que va a suceder: unas enredaderas creciendo dentro de la cabeza de cada uno como una ficción de todo aquello que vemos, lo visto y lo que queda por ver, mientras un accidente aéreo sin víctimas mortales va acercándose al mar. Peter Brötzmann no da tregua a nadie, ni tan solo cuando cambia el saxo por el clarinete, poniendo su respiración en una especie de límite que transforma en reversible a su antojo, marcando los fragmentos del discurso aleatorio que termina tanto en una improvisación abstracta como en una melodía pseudoreconocible. En una segunda parte de intensidad aumentada Hamid Drake recita a modo de chamán mientras William Parker rasga una especie de bajo africano, el N’goni. Capaces de generar una especie de limbo dentro de cada sujeto, una fricción entre las costuras de lo que escuchas y la sensación plácida del sonido envolvente que te permite una suerte de transmigración corpórea, de poder estar dentro y fuera en un mismo instante. Puedes ver un señor trajeado con la cabeza entre las manos mirando al suelo como si tratara de adentrarse todavía más en aquello que sucede o una señora con la mirada obsesiva hacia el pulso desorbitado de Brötzmann a punto de estallar. Con apenas tres instrumentos llegan a romper la intimidad entre desconocidos.
A pesar de esas dos horas y media lejos de la experiencia estética de la obra al servicio de la palabrería artsy, las ganas de más hacen que los discos, pósters y demás objetos en venta se agoten como si fueran provisiones del fin del mundo. En una suerte de pánico contundente por el temor a olvidar. La eterna necesidad de capturar ese instante que es un todo porque es el no espacio por definición, aquello que ya ha sucedido. Aferrarse a la posibilidad de regresar justo a ese momento exacto, o, mejor dicho, a esa sensación, y poder disponer libremente de la misma, dado que la memoria quizás no es eterna en su facultad de recrear, pero el recuerdo sí. La frustrante imposibilidad de reproducir lo vivido de forma exacta en fotogramas. Uno nunca sabe por dónde empezar a narrar un hecho tan simple como la capacidad oculta en una magdalena para devolverte a un momento de la infancia o como un concierto que unas semanas después todavía está creciendo en tu cabeza. Julio Cortázar hablaba en Historias de Cronopios y de Famas de las posibilidades de la abstracción, aquél individuo que consigue sólo ver los relojes suspendidos en unos cuerpos que desaparecen en un comedor y termina por decidir “abstraer sus lágrimas, y por un rato me deleité con esas diminutas fuentes cristalinas que nacían en el aire y se aplastaban en los biblioratos, el secante y el boletín oficial”. Ya lo advertía. En cualquier momento “la vida está llena de hermosuras así”. Pero es necesario, de vez en cuando, tratar de no entender nada.