LO QUE EL CINE PUEDE
Pablo Llorca
Tiene vocación el cine que se hace en la actualidad por reflejar la realidad? Si uno se acuerda de las películas de autor que campan por las pantallas —lo que en el extranjero puede encarnar Lars Von Trier y en España Albert Serra, ambos entre otros muchos posibles— la conclusión es que el simbolismo sigue vivo, y es norma incluso más de cien años después de su fundación canónica. Y si se piensa en las películas más comerciales, las de los señores de los anillos, los harrypotter o los superhéroes, desde luego que también. ¿Hay espacio, entonces, para ese cine que trata de involucrarse con la realidad de una manera directa, lo cual no obligatoriamente quiere decir un cine militante? Si hubiera que juzgar por lo que llega a nuestras pantallas la conclusión sería que no, aferradas a ese simbolismo que se supone es lo que el público consume de manera mayoritaria, y aunque de vez en cuando se cuelen títulos como Oslo, 31 de julio (Joachim Trier), Mud (Jeff Nichols) o La caza (Thomas Vinterberg). Un ejemplo notable de eso es que El lobo de Wall Street, esperada como un fresco social, en realidad ofrece una distorsión grotesca que convierte en irreal un contexto que no debería serlo. Es más, el entorno alrededor de Jordan Belfort, que debía tener un rol fundamental, está completamente elidido, de manera que al final la película parece la rayadura de unos cuantos majaretas, camellos de marihuana que han desembarcado en Wall Street para esquilmar a clientes y empresas.
No obstante todo ello, existe una corriente que crece —lo cual no quiere decir que llegue a la mayoría de las pantallas— de películas que se involucran con la realidad, y que por extensión son un reflejo de sus sociedades, urbanas en un número abrumador. Para demostrarlo existe un lugar privilegiado que cada año ofrece un panorama indiscriminado y amplio de la producción cinematográfica mundial, el Festival de Cine de Róterdam (IFFR), cuya última edición acabó el pasado febrero. Aloja un abanico de producciones que tiene su mayor riqueza en la heterogeneidad y en la falta de prejuicios, pues no hay cortapisas por la duración ni por las apariencias, por los medios empleados (ricos o pobres) ni por las tendencias que representan, sean ficciones narrativas, películas artísticas o documentales contentos con su condición. Como el programa alberga alrededor de ochocientas producciones hay espacio para todo, aunque el espectador más devoto sólo podrá conocer una parte mínima de la oferta.
De lo que este año había conviene centrarse en un puñado de películas procedentes de lugares dispersos, que sometidas a un análisis comparativo demuestran cómo la procedencia nacional determina, además del contenido, también la forma. Y que no suele ser lo mismo una película hecha en Francia que otra egipcia del mismo año, aunque sus directores pertenezcan ambos a las clases medias de sus países respectivos. Y a pesar de esas diferencias hay un elemento común que une a estas obras y que las distingue de las películas urbanas de la década de 1920, consideradas por los ámbitos ilustrados el epítome de cine de la ciudad: éstas, ya lo hemos visto, tratan la ciudad como una reunión de fuerzas abstractas, mientras que el cine actual urbano, a no ser que sea en exceso formalista (al estilo de Ciudad de Dios, por ejemplo), tiene a sus habitantes como centro de interés. Habitantes individualizados o que forman un colectivo, pero las personas, en definitiva. En línea con eso, el frenesí de las calles de El Cairo tendrá su reflejo en películas como Electro Chaabi (Hind Meddeb) o Farsh wa ghata (Ahmad Abdalla). La primera, un documental sobre el surgimiento y fama del mahraganat, una variante local del hip-hop surgida en Ciudad Salam, una barriada pobre de la capital. La segunda, una crónica de un opositor al régimen huido de la cárcel, que vaga por El Cairo en los días de la caída de Mubarak. Aquélla es un documental sin especiales pretensiones formales; la segunda, una ficción que tampoco pretende ser otra cosa. Ambas, sin embargo, reflejan el caos de la ciudad, tanto en la periferia miserable como en el centro, que en la capital egipcia resulta ser un lugar nada apacible. El tráfico, el abigarramiento, lo caótico, las yuxtaposiciones y otras cosas similares están presentes en las dos. Pero todo ello no es sino reflejo de una realidad habitual —el caos cairota—, sumada a un momento de efervescencia que ellas muestran: los días de la revolución egipcia. Las energías de la ciudad no son elementos abstractos sino espejo de una actividad humana concreta, distinta según los momentos (al margen de que el ocaso de la revolución sea reflejado en Electro Chaabi de una manera melancólica).
El frenesí de la ciudad de los países en desarrollo se palpa en las películas rodadas en ellos. Dos de las películas brasileñas vistas (Até ver a luz, de Basil da Cunha, y O sangue è quente da Bahia, de Aurelio Grimaldi) lo atestiguan. Y no hace falta que transcurran en una megalópolis; la segunda tiene lugar en Salvador de Bahía, más pequeña que las grandes ciudades brasileñas. Lo mismo sucede con Grigris (Mahamat-Saleh Haroun), una magnífica película de Chad en torno a un poliomielítico que aprovecha la atrofia de su pierna para hacer un baile espectacular. La película funciona como reflejo preciso de las dos ciudades que conviven dentro de un mismo espacio, Yamena, la capital. Por la mañana, Grigris es fotógrafo de estudio, que atiende a clientes como tantos profesionales lo hacían antes en todo el mundo, en su local con ciclorama —lugares que al parecer en África resisten—. Su padrastro necesita dinero para una operación quirúrgica complicada, y ahí comienzan las desventuras del joven, en busca urgente de trabajo, que en su caso significa faenas de contrabando. Por la noche, Grigris es el campeón del baile en discotecas. Otro submundo en el que coinciden prostitución, turismo y hombres de negocios extranjeros. Y también los aficionados al baile. ¿Tiene pretensiones la película de reflejar Yamena? Lo desconozco, pero lo cierto es que lo consigue como ningún documental profesional de los años 1920 lo hizo.
Junto a esas películas africanas o iberoamericanas, destaca una de las mejores que vi en el festival, Bella Vista (Vera Brunner-Sung), que pese a su nombre original es una obra estadounidense, que transcurre en Montana. El panorama que describe, tanto el físico como el humano, es completamente distinto al de aquellos mencionados. Donde en otros sitios hay abigarramiento y energía, y la colectividad pesa, incluso de manera sofocante, aquí a lo que asistimos es a lo contrario, un mundo donde lo que cuenta es el individualismo. El paisaje urbano que vemos responde a ello y posiblemente sea a la vez causa y consecuencia: el habitual espacio anglosajón de chalés que se desparraman, desconectados entre sí (como sus habitantes) y donde la forma de contactar es el desplazamiento en vehículo privado. Es lo que se encuentra la protagonista de la película, y también lo que ofrece ella misma, una solitaria profesora de inglés para inmigrantes. La película insinúa las diferencias establecidas entre los recién llegados y los habitantes asentados a la hora de relacionarse con la comunidad. En el caso de los primeros hay un sentido, por necesidad y cultura importada, de vínculo con el grupo, mientras que los segundos ya están aclimatados al tipo de vida ligada al núcleo familiar.
Podría hablar de otras películas presentes que ofrecen distintas relaciones de las personas con los ámbitos que habitan, incluida la depauperación social y urbana del West Yorkshire, en la línea tremendista habitual del cine británico, que hay en The Selfish Giant, de Clio Barnard. Me gustaría sin embargo centrarme en otra película que ofrece un unto de vista distinto a esa relación dispuesta entre las imágenes contemporáneas y el espacio urbano. Una obra cuyo espacio, aunque muestra ráfagas de las calles donde discurre, es un piso cerrado, una especie de cueva donde se hacinan varias personas. Se trata de L’escale y en ella la ciudad está por alusión, como una especie de deseo imposible de alcanzar. Aunque en ocasiones vemos lugares de Atenas, donde se encuentra el inmueble, se trata de sitios peligrosos pues estamos hablando de un puñado de inmigrantes ilegales varados en la capital griega. La obra está dirigida por un director iraní que reside en Suiza, Kaveh Bakhtiari, y trata acerca de personas que dan vueltas por el mundo, para las cuales un destino geográfico pensado es un deseo frágil que puede ser cambiado sobre la marcha. Han llegado a Atenas con el deseo de seguir viaje por otros países europeos, e incluso Canadá, pero serán el azar y las oportunidades (un pariente que aparece, el pasaporte falsificado de una nacionalidad concreta, etcétera) los que determinen su rumbo. Anclados en la casa por su condición de ilegales, escondidos por temor a la detención policial, el documental es la crónica a lo largo de varios meses de un espacio oclusivo donde esas personas se hacinan. El lugar es cerrado y pequeño pero la ciudad exterior, que además se puede oír a través de las ventanas, está siempre presente. Es otra manera de sentirla, y de reflejarla. A la postre se trata de dos urbes: la exterior, por donde la mayoría de los habitantes transita de manera libre, y la oculta, que alberga a muchas otras personas. Un ámbito, este último, que sólo puede ser reflejado por las cámaras pequeñas, manejadas por una sola persona, capaz de dejar el aparato de una manera que pase inadvertido incluso para los propios retratados, que se mueven ante ella sin advertir su presencia.
EL ACTO DE MATAR
Félix Pérez-Hita
La película de Joshua Oppenheimer y la celebración del genocidio impune de un millón de personas en Indonesia.
Apadrinada por dos grandes documentalistas, Werner Herzog y Errol Morris, nominada este año a mejor documental en los Oscar y en los BAFTA, ganadora del premio del público en Berlín y considerada la película del año 2013 por el diario británico The Guardian, The Act of Killing (“El acto de matar”, 2012) es un trabajo excepcional por varias razones.
Joshua Oppenheimer (Texas, Estados Unidos, 1974) y su equipo empezaron entrevistando a los supervivientes de las matanzas de Indonesia de 1965-1966, en que se asesinó a más de un millón de personas. Esta tarea se les hizo imposible ya que la policía les interrumpía a menudo, les amenazaba y a veces arrestaba a alguno de sus colaboradores. Entonces decidieron entrevistar a los vecinos de las víctimas, los asesinos que hoy, lejos de esconderse o arrepentirse, se enorgullecen de lo que hicieron entonces, a saber: masacrar a miles de trabajadores chinos simpatizantes con los sindicatos y considerados sospechosos, sólo por ello, de ser comunistas. Matanzas no sólo permitidas, sino alentadas por el Estado indonesio y apoyadas por los Estados Unidos con armas, dinero y entrenamiento. Aquellos criminales nunca habían sido obligados a reconocer que lo que habían hecho era horrible, sino que, muy al contrario, eran tratados como héroes nacionales.
En ningún momento de la película se muestran filmaciones de archivo u otros documentos de la época en que sucedieron las masacres. El director insiste en que el suyo es un trabajo sobre la actualidad. Cuenta que, espontáneamente, los asesinos empezaron a recrear sus propios crímenes en los lugares exactos donde los habían cometido. Horrorizado, pensó que tenía la responsabilidad moral de seguir grabando a los sicarios que se encontrara por el camino: “Acabé viendo las dramatizaciones como alegorías cada vez más estrafalarias de su impunidad”. Les propuso ir más lejos en esas recreaciones sucesivas, consiguiendo escenas que han fascinado a Herzog y a Morris y que acabarían siendo la vía por la cual Anwar, el gánster protagonista, adquiriría cierta conciencia de lo que había hecho.
La película se abre con esta cita de Voltaire: “Todos los criminales son castigados, menos cuando matan a mucha gente y al son de trompetas”. A media película uno de los entrevistados dice: “Lo que llaman crímenes de guerra es algo que definen los ganadores. Yo soy un ganador, así que yo haré mi propia definición”. Oppenheimer ha dicho: “Si has cometido esas barbaridades, necesitas una excusa para seguir viviendo con ello. El gobierno les daba esa excusa y se agarraron a ella. Y si no estás seguro de esa justificación de tus crímenes, quizá tiendas a convertirla en una celebración y pienses: ‘Lo que hicimos fue heroico’. Y eso que parece falta de remordimientos puede ser, sin embargo, lo contrario”.
¿Qué voluntad anima esta película? Según su director, la de poner a los indonesios ante su propia realidad, que ya conocen, para obligarles a reflexionar: “Pero también para mostrar al resto del mundo las cloacas de nuestra realidad. Que todo lo que compramos está producido en lugares como el de la película. Toda la ropa que llevo encima —dice Oppenheimer— está basada en el sufrimiento de la gente que la fabrica, gente atemorizada por tipos como Anwar. Dependemos de gente como esos sicarios para mantener los bajos precios de todo lo que compramos, y lo sabemos. Eso nos incumbe y nos afecta a nosotros también. Nosotros, igual que Anwar, intentamos escapar de esa realidad, de esa conciencia, contándonos fantasías del tipo: estos tejanos los ha hecho Hugo Boss y no unos esclavos”.
Oppenheimer defiende el ejercicio de autorrepresentación de sus protagonistas, una de las estrategias más controvertidas de su film: “Está bien utilizar la autoconciencia de los retratados, porque en el momento en que son autoconscientes se representan a sí mismos, y en esa autorrepresentación están todas las historias que se cuentan a sí mismos sobre cómo son y cómo quieren ser vistos.”
Los shows que van montando los criminales contienen escenas que Werner Herzog califica como “del más auténtico surrealismo”. En esto Joshua Oppenheimer continúa la tradición de Jean Rouch: la de pedir a los protagonistas que se impliquen en el rodaje, en cómo representar su propia realidad. Tanto a Herzog como a Morris les interesa el carácter intranquilizador y problemático del documental de Oppenheimer, su ambición de ir más allá de lo que Herzog ha llamado “la verdad de los contables”, y contra los documentalistas que muestran las cosas como si éstas fueran perfectamente transparentes y comprensibles sin más.
El gánster protagonista, Anwar, aprueba el film acabado y lo ha apoyado en todo momento. Una de las grandes conquistas del equipo (parte del cual es anónimo por razones de seguridad) fue conseguir que pudiera verse en Indonesia. Una película que ya puede colocarse en la categoría de las que han cambiado significativamente la realidad de la que hablan. Los medios de comunicación indonesios, algunos de los cuales colaboraron en la producción, han roto un silencio de casi medio siglo.
Muchas cosas tienen que cambiar todavía —no sólo en Indonesia, sino en todo el mundo (¡en nuestras vidas cotidianas!)— para que atrocidades como éstas no sigan sucediendo y, si suceden, para que no sean silenciadas (o alentadas en secreto) por repugnantes intereses comerciales.
POÉTICA DEL ACERO
Jessica Niñerola
Se edita el documental con imágenes de archivo The Big Melt, de Martin Wallace, con banda sonora de Jarvis Cocker grabada en directo en el Festival de Documentales de Sheffield.
El espacio deshabitado que trasciende su dimensión geométrica, la memoria y la intimidad de los objetos allí abandonados. Los recuerdos se revelan, según Gaston Bachelard en su ensayo La poética del espacio (1958), a través de los lugares que han dejado de ser: es el espacio quien invoca la memoria, y no el tiempo.
El último proyecto del tándem artístico formado por el realizador Martin Wallace y el polifacético Jarvis Cocker se presenta como uno de los platos fuertes del centenario de la industria del acero en Sheffield, al recuperar metraje sobre la producción de este metal del Archivo Nacional del British Film Institute y fundirlo con una interpretación sonora liderada por el frontman de Pulp. A pesar del desarrollo cronológico que subyace conceptualmente en The Big Melt, al seguir los procesos mecanizados inherentes a la historia y la industria, la ciudad y el plural anónimo emergen como epicentro del relato. Los no lugares, antiguas fábricas ahora en ruinas o edificios que han mutado, son reconstruidos a través de las secuencias restauradas hasta devolverles su identidad física y sonora, es decir, el recuerdo persistente de su origen. No es la primera vez que Jarvis Cocker es responsable de comisariar un proyecto que aúna espacio, sonido y memorabilia. En 2010 lanzó un álbum, A Holiday for the Ears, en el que a lo largo de trece cortes recopilaba los sonidos ambientales de las trece propiedades que posee la National Trust (fundación que lleva a cabo la conservación y revalorización de monumentos y lugares de interés histórico del Reino Unido). O Love Is Blue (1987) su primera pieza de videoarte en la que filmaba con una cámara super-8 un mercado de Sheffield ahora demolido; este trabajo le serviría para entrar en la escuela de arte Saint Martins, donde coincidiría por primera vez con Wallace, con el que terminaría grabando parte de los vídeos para los grupos del sello Warp Records.
Cerca de la transversalidad de territorios, en The Big Melt, su última obra conjunta, ambos recogen un legado de imágenes despiezadas de diferente índole que conjugan fotogramas en blanco y negro. Para ello recurren al film animado de 1951 River of Steel (sobre cómo se crean las fábricas y los usos del acero) o The Building of the New Tyne Bridge (1928) que documenta los peligros a los que se tenían que someter los hombres que ensamblaban el puente, a gran altura. El diálogo entre las texturas visuales no es buscado, el ejercicio estilístico recurre a la disonancia entre el tono pedagógico del conjunto y el relato de las condiciones extremas de los trabajadores que transitan en los versos de “La fàbrica” de Miquel Martí i Pol. La industrialización y la cuestión de si el progreso va hacia adelante o hacia atrás. El hecho pasado como algo que irremediablemente “ya ha sido” y forma parte del “es”. En el marco de la apertura del Festival de Cine Documental de Sheffield se grabó en directo el discurso sonoro que acompaña el documental: la arpista Serafina Steer, Richard Hawley, miembros de Pulp, The City of Sheffield Brass Band, un músico tocando una sierra y un coro juvenil obedeciendo a la batuta de Cocker mientras detrás iban desfilando al mismo pulso rítmico los visuales que conforman el documental. Realismo sonoro que remite a la propia discografía de Pulp en los temas “Sheffield: Sex City” (Intro: The Gift Recordings, 1993) o “This is Hardcore” (de su álbum homónimo de 1998). Repetición y extenuación a modo de metáfora instrumental, una maquinaria en plena producción descubriéndonos la realidad moderna, un concepto de soundscape que incorpora las diferentes formas de escuchar, la relación del oyente con su entorno y las circunstancias sociales que dictan aquello que escuchamos: tal y como Emily Thompson expone en su descomunal estudio Soundscape of Modernity: Architectural Acoustics and the Culture of Listening in America, 1900-1933, el sonido también forma parte de la memoria.
Otros ejemplos de prácticas similares en los que archivos fílmicos o fotográficos funcionan como un “objeto encontrado” que pasa a ser arte, como los ready-mades de Duchamp, y se retroalimentan del sonido como dimensión geográfica del recuerdo, han tenido lugar en los últimos meses en el Metropolitan Museum of Art de Nueva York. El artista Paul D. Miller (aka DJ Spooky) creó una pieza de música y vídeo basándose en las imágenes de la exposición comisariada por Jeff L. Ronsenheim Photography and the American Civil War para interpretar en directo, con un cuarteto de cuerda, la guerra civil americana. Otro ejemplo es la obra de Bill Morrison The Miners’ Hymns, que reproduce la vida de la comunidad minera del noroeste de Inglaterra, yuxtaponiendo material sacado del Archivo Nacional del BFI, del Northern Region Film and Television Archive, de Photography Collective y de la BBC, con la banda sonora creada por Jóhann Jóhannsson. Bachelard ya advertía que “todo espacio deshabitado lleva a la esencia de la noción de casa”, única forma de fosilizarlo y detener su deterioro como recuerdo. Una geografía de la cotidianidad que convierte al historiador en poeta.
LA CASA COMO RENUNCIA
Carmen Espegel
Henry David Thoreau, Walden, 1854
Durante el gélido invierno báltico de 1941 y 1942, Ralph y Ruth Erskine deciden abandonar las comodidades de su casa en Estocolmo por falta de trabajo a causa de la guerra. Ingleses de nacimiento, animados por su socialismo y su pacifismo llegaron a Suecia en busca de un país neutral que no alentara la guerra, un lugar que comenzaba a soñar con la sociedad del bienestar. Allí, su ética trascendental les movió a descubrir en su interior lo más preciado.
Trasladarse a una cabaña que ellos mismos construyeron en la parcela de un amigo granjero en Lissma resultó una decisión que marcaría radicalmente su vida. Si el detonante fue la necesidad de reducir sus gastos económicos, lo que realmente hallaron en esa vivienda fue la vida, la esencia de la vida, un refugio para la vida que vino de la mano de la renuncia, del apartamiento. Todo a partir de entonces sería distinto.
La vivienda resulta un ejemplo de austeridad del superviviente, de rechazo al modelo de vida burgués, de entrega a unos ideales ascéticos difíciles de entender. Allí habitó la pareja con Jane, su hija pequeña, durante cuatro años excepcionalmente fríos, morando alrededor de una chimenea que era el centro de la casa y el único foco de calor. Sólo dos estancias donde recrearse: el estar y la cocina. Esta última de grandes dimensiones en una casa de tamaño minúsculo, de apenas veintiún metros cuadrados. La pieza mayor combina salón-comedor-estudio y dormitorio.
Todo muta del día a la noche. Unos simples mecanismos de poleas hacen descender la cuna del bebé y la cama, que también puede servir de sofá. La ausencia de aseo y de agua corriente, suplida con un pozo, y la autosuficiencia de su economía doméstica, apoyada en el cultivo de una huerta y de abejas, nos explican la radicalidad de la vida elegida.
Para ahorrar al máximo deciden recurrir a materiales de desecho, reutilizando piedras de viejas ruinas para la cimentación, ladrillos de un antiguo horno para la construcción de la chimenea y el armazón de una cama como refuerzo del hormigón. La arquitectura pasiva que subyace resulta lúcida en su acertada disposición energética: la adecuada orientación que levanta un gran ventanal abierto a una veranda recoge la radiación directa del sol del sur; el muro norte queda especialmente aislado por los rollizos acumulados en la leñera y el almacenaje de la pequeña vivienda, que además permite la ubicación de un vestíbulo con doble puerta; y la gran chimenea, con dos hogares, externo e interno, y huecos de difusión del calor, adquiere una gran inercia térmica.
En esta “caja” de 6 por 3,6 metros hecha de tablones de madera pintados en rojo, posada sobre un basamento de piedra, rellena de virutas de madera tanto en el suelo como en las paredes y los techos y con una altura mínima de dos metros libres, todas las decisiones proyectuales se dirigen hacia una vivienda en su estado de máxima tensión.
Muchos han visto “la caja” —denominada así por los vecinos— como una arquitectura de necesidad, sin embargo, yo prefiero pensarla como una arquitectura de renuncia voluntaria, un ejemplo de sobriedad en nuestros actos vinculados indefectiblemente con el conjunto de la sociedad. En un mundo donde la inmensa mayoría vive en la miseria, no es moralmente aceptable otro comportamiento que no sea el de la contención en el uso de los recursos, por lo común tan escandalosamente derrochados en los países más privilegiados.
La sencillez tan enfrentada a la vanidad, la integridad de su extrema honradez y el inconformismo de esta vivienda nos hacen pensar en los ideales de la arquitectura que Ralph Erskine perseguirá a lo largo de su dilatada profesión, una arquitectura para la gente real con necesidades reales o, parafraseándole, una arquitectura como arte útil.
Una casa no debiera ser más que esto. Prescindir de lo superfluo y habitar en lo más íntimo, a la manera de Diógenes, que moraba en un barril y buscaba desesperadamente de día, con un farol, a hombres honestos.
Jessica Niñerola
Jessica Niñerola Tàpies (1986) es licenciada en Derecho y Periodismo, y máster en Gestión Cultural. Es crítica cinematográfica en Cahiers du Cinéma España (actual Caimán Cuadernos de Cine), ha trabajado en Universal Music y actualmente vive en Londres, donde estudia un curso de comisariado en la Central Saint Martins.
Pablo Llorca
Pablo Llorca (Madrid , 1963) es licenciado en Historia e Historia del Arte, y su trabajo teórico abarca la escritura, la creación de exposiciones o la confección de programas de cine. Ha dirigido películas como Jardines colgantes, Todas hieren, La espalda de Dios o Recoletos arriba y abajo (2013).
Félix Pérez-Hita
Félix Pérez-Hita (1967) es licenciado en Historia del Arte. Realizador, guionista y editor de vídeo. Actualmente dirige con Andrés Hispano el proyecto Pantallas CCCB, continuación en Internet del programa Soy Cámara (CCCB-TVE2). Ejerce de crítico cultural cuando y donde le dejan.
Carmen Espegel
Carmen Espegel (Palencia, 1960) es arquitecto y profesora de la Escuela de Arquitectura de Madrid. Como ensayista y crítica ha publicado Vivienda Colectiva Española del siglo xx (2013), Eileen Gray: invitación al viaje (2011) y Heroínas del espacio. Mujeres arquitectos en el Movimiento Moderno (2008), entre otros títulos.