Contenido

Mi autogol

Modo lectura

Una helada mañana de domingo en la que íbamos a ver jugar a nuestro hijo muy temprano porque le había entrado una pasión por el fútbol y queríamos estar con él, apoyarlo, salí de golpe de mi adormilamiento cuando vi que la pelota llegaba volando hasta él, como venida del cielo, la levantó de nuevo en el aire con una especie de pirueta asombrosa y la lanzó, como sin quererlo, directamente a la portería. Me levanté gritando con un entusiasmo que nunca creí tener ante el fútbol: «GOOOL». Me di cuenta de que todos los padres de los otros niños en las tribunas no se levantaban ni gritaban. Estoy acostumbrado a demostrar mis entusiasmos sin pensar lo molesto que puedo ser. Pero esta vez todos me miraban con verdadera insistencia feroz. Pensé que a final de cuentas todos comprenderían el entusiasmo de un padre orgulloso. Hasta que una señora se apiadó de mí y me dijo: «Fue autogol». Y el juego comenzaba.

El resto del partido fue una demostración de la furia desatada e incesante de los padres en contra del árbitro y, sobre todo, en contra de sus propios hijos. Sin parar escuchábamos gritos del tipo: “¡Pégale como te enseñé, no seas pendejo!”;  “¡Mátalo, no te dejes, tíralo al suelo primero!”; “¡Imbécil!, ¿qué no ves? ¿Horas practicando para que me salgas a la hora del juego con esta pendejada?”. Por suerte o por precaución había una malla alta y firme de alambre entre las tribunas y la cancha. Los padres parecían leones enjaulados corriendo de un lado al otro del campo con las manos metidas en los rombos de alambre como si corrieran desesperados por esas paredes y el ruido latigueante del alambrado se escuchaba con tanto volumen como los rugidos de los rabiosos patriarcas.

Por suerte, la pasión de mi hijo por “esa bella ocasión de convivencia” duró sólo un par de temporadas. Pero me sirvió para recordar vivamente que en la escuela secundaria jugábamos por obligación los sábados para poder aprobar las materias de deportes e íbamos a unas ladrilleras por la zona de Naucalpan donde había muchos campos. Me encantaba ese paisaje desolado con los hornos piramidales de ladrillos al fondo, encendidos como montañitas de fuego, los huecos como cráteres lunares, el color de los tabiques al salir del horno y el maravilloso olor a tierra cocida que venía después del horrible olor a basura quemada que usaban como combustible. Yo ya detestaba las obligaciones futbolísticas desde que en la primaria unas monjas obsesivas me obligaban a jugar sin cesar. Pero esa es otra historia. Por lo pronto, en la secundaria, el juego consistía para mí y muchos otros en responder lo más rotundamente posible al más violento y goleador de los compañeros. Ahora lo llamaríamos “el bully” de la escuela, para señalarle que te podía patear una vez pero que se llevaba dos patadas por cada abuso cometido en tu persona. Recuerdo ese innecesario despliegue de adrenalina para defenderse de la bestia y cómo no todos podían con su estupidez de bulto, tan grande como su reputación de buen futbolista. Recordé que usaba eso que llamaban “una esclava” de oro tintineante en la muñeca izquierda, con su nombre grabado con tipografía muy fea, muy cursi. Recuerdo que había reprobado dos veces y por eso era mucho más grande que todos, olía más mal que todos nosotros, lo que ya era decir mucho, y vagamente, que se apellidaba algo así como De la Roncha o De la Loncha. No sé qué habrá sido de él. Tal vez ahora sea entrenador estrella de algún equipo internacional o esté en la cárcel por golpear a su esposa. Bueno, casi ninguno de los que lo hace está en la cárcel. Tal vez sea cura protegido por arzobispos y cardenales u obispo él mismo. Seguramente estará en el mundial en Brasil.

Dicen, los que han estudiado estas cosas, y yo sólo he leído a un antropólogo brasileño, a un inglés y a un serbio (publicado por mi amigo Mario Jursich) que las más severas patologías agresivas de los países violentos, y México sin duda es uno de ellos, tienen en el fútbol una máquina de escape muy útil. Es como si las guerras se decidieran en un deporte. Como si las batallas entre los cárteles se pudieran decidir en la cancha y no con tanta sangre derramada. Pero en realidad una violencia no substituye a la otra, la multiplica. Justo el día 23 de julio del 2014, el gobierno de una de las zonas de la ciudad de México que se llaman Delegaciones, reveló las estadísticas de denuncias por violencia que han requerido la intervención de la policía durante juegos de fútbol llaneros, donde el alcohol abunda. Entre cinco y siete. Y dos terceras partes de ellas suceden en los hogares, donde las mujeres golpeadas por los futbolistas ebrios hacen la denuncia. Y se sabe que una buena parte de la violencia familiar contra las mujeres no se denuncia. La revelación es que durante los partidos del mundial, la violencia salta de cinco a un promedio de veinte denuncias cotidianas y casi todas en los hogares, contra las mujeres, generalmente agredidas a golpes de patadas

El especialista serbio describe cómo, en la más reciente guerra de los Balcanes, los generales racistas, juzgados ahora como criminales de guerra, iniciaron su campaña de exterminio de otras razas y religiones reclutando sin mayor esfuerzo a “las porras”, a los fanáticos más extremistas y violentos de los equipos regionales de fútbol, dándoles armas y poniéndolos bajo su mando. Hubo un violento partido simbólico entre croatas y serbios que fue un claro detonador.  Y no es el único caso. Hay algo de “la banalidad del mal” que analizara Anna Harendt como “dejar de pensar”, enquistado en el paroxismo de los entusiasmos masivos y en el corazón del fútbol late estruendosamente.

Sólo esa misma patología social enquistada en un deporte puede explicar que algunos países, justamente por ser muy violentos y con disparidades sociales acrecentadas, insistan en creer masivamente (y puedan matar por defender esa creencia) que sus equipos son capaces de ganar un campeonato cuando nunca lo han hecho y nunca han mostrado signos reales de poder hacerlo. Pero, justamente, lo imposible no existe. Y depende enormemente, no totalmente claro, de las cualidades acrobáticas de los grandes jugadores y del azar. Uno de los tantos encantos del fútbol para las masas es ése, lo inesperado, y la posibilidad de creer que el azar está en función de una cualidad grupal, nacional o identitaria. Cuando una maravillosa pirueta hace el espectáculo, no basta ser buen equipo de jugadores para ganar pero siempre ayuda. Y el acróbata victorioso con camiseta de los colores nacionales se convierte en bandera ante la cual las masas cantan los nuevos apasionados himnos nacionales del fanatismo grupal. Y se lanzan sin pensar a la violencia. Himno, heroísmo ejemplar, bandera, guerra, vienen juntos. Decir lo que uno piensa en medio de los creyentes, lo sé y me lo han recordado varias veces, es una forma de autogol, este es uno de los míos. 

 

Imágenes: Pelota ponchada (1992) y Piedra que cede (1993) de Gabriel Orozco