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Santuario de postales en el verano eterno de Guinea Ecuatorial
Fui a Santuario, el seminario claretiano del centro de Malabo, para hablar con el padre Botuko, que me enseñaría lo poco que quedaba allí del archivo fotográfico que otrora custodiaron. El resto, me dijo, estaba en España: alguien cuyo nombre no recordaba se había llevado las imágenes a Madrid para catalogarlas y conservarlas mejor. El intenso calor y la humedad de Malabo, además de eficientes destructores de la memoria fotográfica, te ponen muy difícil hacer varias actividades de cierta intensidad en un mismo día, al menos si no estás acostumbrado. En lo que sabía que era la única actividad relevante de ese día, había cogido un taxi compartido para llegar puntual a mi cita con el claretiano, quien pudo recibirme sólo tres días antes de nuestra marcha de Guinea Ecuatorial, casi cuando ya pensaba que iba a perderme uno de los pocos archivos que hay en el país. Varias personas me habían dicho que allí había daguerrotipos y aquello no me lo podía perder de ninguna manera. Serían los primeros daguerrotipos de Guinea Ecuatorial de los que tenía noticia. Sin embargo, cuando Botuko me acompañó a una sala que parecía la de un museo, con muebles antiguos de madera y vitrinas de objetos africanos dentro, y abrió la puerta inferior de uno de los armarios, vi que eran los positivos en vidrio de las fotografías y no daguerrotipos. Había unas cuatrocientas placas de finales del siglo XIX y de principios del XX metidas cada una en un sobre con un número. Amontonadas, pero cuidadas: hay que reconocerles a los claretianos que sin ellos apenas habría hoy en día en Guinea patrimonio visual alguno. Botuko me dejó sola para mirarlas con tranquilidad mientras en la habitación contigua él le decía a una mujer que su marido tenía que ir a visitarle inmediatamente debido al inaceptable comportamiento que estaba teniendo con ella. Después Botuko se fue y me quedé en silencio con todos esos objetos e imágenes, muchas de las cuales correspondían a fotografías que conocía por el archivo digitalizado de la orden.
"Cuando veo una postal siento que el mundo se detiene e intenta hablarme"
Cuando terminé salí y me dirigí instintivamente a la pequeña tienda de la entrada, que vendía material escolar y que tenía una fotocopiadora. En el hall había bastante gente, sobre todo mujeres, que esperaban sentadas. Varias veces había ido allí para encontrar a Botuko, sin éxito, y no había entendido bien qué estaban haciendo allí esas personas, puesto que aquello no era o no parecía una iglesia, aunque el fresco del interior del edificio me habría parecido suficiente motivo para pasar el día en Santuario. Cuando escuché, mientras miraba las fotografías, los problemas conyugales de aquella mujer comprendí que esperaban pacientemente para intercambiar con él una mezcla de confesión y petición de consejo.
Botuko, en efecto, estaba en la pequeña tienda, hablando con una pareja de unos sesenta años que bromeaba sobre el consumo de alcohol de un familiar. El ventilador era el centro de la escena. Quería simplemente despedirme y darle las gracias, pero me llamaron la atención algunos artículos que vendía y que me distrajeron de la conversación sobre la conveniencia o no de que aquel familiar dejara la bebida: postales y mapas. Los mapas eran, directamente, de la época de la colonia. Uno de ellos llevaba la leyenda “Santa Isabel”, nombre de Malabo entonces, y tenía pequeños agujeros que las polillas habrían hecho en algún momento de los casi cincuenta años de independencia del país, si no antes. Otro tipo de mapas, de las islas y de colores con dibujos, seguramente de finales de los cincuenta, me habrían parecido reproducciones si no fuera porque en Guinea era más probable que llevaran allí seis décadas que se hubieran imprimido reproducciones de mapas coloniales para vender como souvenirs. Pero las postales me llamaron especialmente la atención. Confieso: cuando veo una postal siento que el mundo se detiene e intenta hablarme.
"En un país sin apenas turismo y sin apenas imágenes (oficialmente, en Malabo está prohibido hacer fotografías en la calle), esos trozos de cartulina eran objetos únicos"
Creo no equivocarme si digo que son las únicas postales de Guinea que pueden encontrarse en Malabo en la actualidad. Son relativamente viejas, tal vez de los años ochenta, y fueron editadas por los claretianos, que emplean las postales para difundir su labor desde principios del siglo XX y de las cuales he visto muchas en España, entre otras postales que fueron soporte de propaganda colonial. Compré varias, no por llevarme un recuerdo ni mucho menos para enviarlas (en Guinea no hay correo postal), sino porque en un país sin apenas turismo y sin apenas imágenes (oficialmente, en Malabo está prohibido hacer fotografías en la calle), esos trozos de cartulina eran objetos únicos, que no hablaban únicamente a través de las imágenes y rostros que contenían sino a través de su propia existencia y, claro, de su propia resistencia. Desde luego, y sin ir tan lejos, eran una rareza: en Guinea no hay postales porque no hay turismo; no hay imágenes porque no hay archivos. En España paso mis días mirando las miles de imágenes de Guinea que se conservan en diferentes archivos, pero cuando voy a Guinea apenas encuentro fotografías. Durante la colonia, muchas tenían como destino la metrópoli. Después, durante la dictadura de Macías, se prohibió tener objetos coloniales y muchos tiraron sus fotografías por miedo (he tenido en mis manos temblando algunas que habían sido robadas para protegerlas) y en la actualidad, aunque la prensa y los anuncios publicitarios están llenos de imágenes, no puede uno pasear por Malabo sacando fotografías con tranquilidad. Este verano mío en abril, y es que al fin y al cabo en Guinea es siempre verano, se lleva en la cámara poco más que fotografías de fotografías. De quienes guardan algunas y las compartieron conmigo. Porque de las calles de Malabo no tengo ninguna, aunque recuerdo el monte Basilé siempre al fondo, los lagartos de colores y casi cada calle de la ciudad.
Compro tres postales y dos mapas. En la sala donde guardan las placas, Botuko me había preguntado qué quería hacer con esas fotografías. Yo le dije “de momento verlas”, pero en realidad quería decir “de momento tocarlas”.
Santuario de postales en el verano eterno de Guinea Ecuatorial
Fui a Santuario, el seminario claretiano del centro de Malabo, para hablar con el padre Botuko, que me enseñaría lo poco que quedaba allí del archivo fotográfico que otrora custodiaron. El resto, me dijo, estaba en España: alguien cuyo nombre no recordaba se había llevado las imágenes a Madrid para catalogarlas y conservarlas mejor. El intenso calor y la humedad de Malabo, además de eficientes destructores de la memoria fotográfica, te ponen muy difícil hacer varias actividades de cierta intensidad en un mismo día, al menos si no estás acostumbrado. En lo que sabía que era la única actividad relevante de ese día, había cogido un taxi compartido para llegar puntual a mi cita con el claretiano, quien pudo recibirme sólo tres días antes de nuestra marcha de Guinea Ecuatorial, casi cuando ya pensaba que iba a perderme uno de los pocos archivos que hay en el país. Varias personas me habían dicho que allí había daguerrotipos y aquello no me lo podía perder de ninguna manera. Serían los primeros daguerrotipos de Guinea Ecuatorial de los que tenía noticia. Sin embargo, cuando Botuko me acompañó a una sala que parecía la de un museo, con muebles antiguos de madera y vitrinas de objetos africanos dentro, y abrió la puerta inferior de uno de los armarios, vi que eran los positivos en vidrio de las fotografías y no daguerrotipos. Había unas cuatrocientas placas de finales del siglo XIX y de principios del XX metidas cada una en un sobre con un número. Amontonadas, pero cuidadas: hay que reconocerles a los claretianos que sin ellos apenas habría hoy en día en Guinea patrimonio visual alguno. Botuko me dejó sola para mirarlas con tranquilidad mientras en la habitación contigua él le decía a una mujer que su marido tenía que ir a visitarle inmediatamente debido al inaceptable comportamiento que estaba teniendo con ella. Después Botuko se fue y me quedé en silencio con todos esos objetos e imágenes, muchas de las cuales correspondían a fotografías que conocía por el archivo digitalizado de la orden.
"Cuando veo una postal siento que el mundo se detiene e intenta hablarme"
Cuando terminé salí y me dirigí instintivamente a la pequeña tienda de la entrada, que vendía material escolar y que tenía una fotocopiadora. En el hall había bastante gente, sobre todo mujeres, que esperaban sentadas. Varias veces había ido allí para encontrar a Botuko, sin éxito, y no había entendido bien qué estaban haciendo allí esas personas, puesto que aquello no era o no parecía una iglesia, aunque el fresco del interior del edificio me habría parecido suficiente motivo para pasar el día en Santuario. Cuando escuché, mientras miraba las fotografías, los problemas conyugales de aquella mujer comprendí que esperaban pacientemente para intercambiar con él una mezcla de confesión y petición de consejo.
Botuko, en efecto, estaba en la pequeña tienda, hablando con una pareja de unos sesenta años que bromeaba sobre el consumo de alcohol de un familiar. El ventilador era el centro de la escena. Quería simplemente despedirme y darle las gracias, pero me llamaron la atención algunos artículos que vendía y que me distrajeron de la conversación sobre la conveniencia o no de que aquel familiar dejara la bebida: postales y mapas. Los mapas eran, directamente, de la época de la colonia. Uno de ellos llevaba la leyenda “Santa Isabel”, nombre de Malabo entonces, y tenía pequeños agujeros que las polillas habrían hecho en algún momento de los casi cincuenta años de independencia del país, si no antes. Otro tipo de mapas, de las islas y de colores con dibujos, seguramente de finales de los cincuenta, me habrían parecido reproducciones si no fuera porque en Guinea era más probable que llevaran allí seis décadas que se hubieran imprimido reproducciones de mapas coloniales para vender como souvenirs. Pero las postales me llamaron especialmente la atención. Confieso: cuando veo una postal siento que el mundo se detiene e intenta hablarme.
"En un país sin apenas turismo y sin apenas imágenes (oficialmente, en Malabo está prohibido hacer fotografías en la calle), esos trozos de cartulina eran objetos únicos"
Creo no equivocarme si digo que son las únicas postales de Guinea que pueden encontrarse en Malabo en la actualidad. Son relativamente viejas, tal vez de los años ochenta, y fueron editadas por los claretianos, que emplean las postales para difundir su labor desde principios del siglo XX y de las cuales he visto muchas en España, entre otras postales que fueron soporte de propaganda colonial. Compré varias, no por llevarme un recuerdo ni mucho menos para enviarlas (en Guinea no hay correo postal), sino porque en un país sin apenas turismo y sin apenas imágenes (oficialmente, en Malabo está prohibido hacer fotografías en la calle), esos trozos de cartulina eran objetos únicos, que no hablaban únicamente a través de las imágenes y rostros que contenían sino a través de su propia existencia y, claro, de su propia resistencia. Desde luego, y sin ir tan lejos, eran una rareza: en Guinea no hay postales porque no hay turismo; no hay imágenes porque no hay archivos. En España paso mis días mirando las miles de imágenes de Guinea que se conservan en diferentes archivos, pero cuando voy a Guinea apenas encuentro fotografías. Durante la colonia, muchas tenían como destino la metrópoli. Después, durante la dictadura de Macías, se prohibió tener objetos coloniales y muchos tiraron sus fotografías por miedo (he tenido en mis manos temblando algunas que habían sido robadas para protegerlas) y en la actualidad, aunque la prensa y los anuncios publicitarios están llenos de imágenes, no puede uno pasear por Malabo sacando fotografías con tranquilidad. Este verano mío en abril, y es que al fin y al cabo en Guinea es siempre verano, se lleva en la cámara poco más que fotografías de fotografías. De quienes guardan algunas y las compartieron conmigo. Porque de las calles de Malabo no tengo ninguna, aunque recuerdo el monte Basilé siempre al fondo, los lagartos de colores y casi cada calle de la ciudad.
Compro tres postales y dos mapas. En la sala donde guardan las placas, Botuko me había preguntado qué quería hacer con esas fotografías. Yo le dije “de momento verlas”, pero en realidad quería decir “de momento tocarlas”.