Contenido

La cercanía de una muerte de verano

o cómo decidí empezar a fumar
Modo lectura

Si comenzara a contar esta historia con un gran plano general de la playa del Postiguet, en Alicante, donde sucedió el infortunio, el espectador no percibiría nada. Fue un instante, y había tanta gente en el agua que ningún individuo prestaría atención al acontecimiento, a pesar de la gravedad de la situación. Y así pasó. Que casi muero y nadie (casi nadie) se dio cuenta de ello. Esto me llevó a plantearme, con mis dos o tres años de edad, el escaso valor de la vida humana, que lo es todo y nada. La muerte allí, a escasos pasos de aquel grupo de turistas alemanas, y ellas sin darse cuenta...

Enfoquemos, por lo tanto, para iniciar la historia, a través de un plano general, de esos en los que ya se perciben a los personajes, quitándole importancia al marco en el que se desarrolla. Porque esto ocurrió en la playa del Postiguet, pero podría haber sucedido en Venice Beach, que lo mismo daría. Yo no sabía nadar, pero me adentré mar adentro, como Cristóbal Colón, con un flotador de esos radiactivos que te abraza la cintura. ¡Oh, qué gustito da el agua del mar! ¡Oh, qué escalofríos! Esa sensación que va apareciendo conforme la línea que separa el gas del líquido va subiendo por tu cuerpo, por los tobillos, las pantorrillas, las rodillas, los muslos, los huevecillos y... ¡Ya! ¿No recuerdan que llevo flotador? De cintura para arriba seco, como una mojama.

¡Qué gustito da el agua del mar! Y... ¡qué ganas de mear! Siempre me ha parecido extraordinario el poder orinar sin tener que desabrocharme la bragueta, bajarme los calzoncillos y sacar la manguerita, como los perros y los gatos. Como si nada, en el mar. Lleves bañador o no, lo mismo da. Puedes estar haciendo pis y hablando de la última Encuesta de Población Activa que no se nota. Y claro, si todos los que estaban en ese momento en la Playa del Postiguet, dentro del agua, igual que yo, estaban meando... En fin, qué vamos a contar del Mediterráneo que no lo dijera ya Serrat.

Pongamos un plano medio, del que corta por la cintura a los personajes, para proseguir con mis memorias. Porque, de cintura para abajo, únicamente mis piernitas flotantes dentro del mar caliente y de cintura para arriba, mojama. El flotador era como la Meseta Central, que al norte llueve y al sur no, pero al revés. Además, mi mitad inferior carece de interés, sólo orinaba y meneaba los pies, como los patos. Mi mitad superior chapoteaba con las manos y sonreía, ya saben, por el gustito. Y ahí fue Troya. La más grande de las gestas, el punto de giro que casi convirtió a una soleada mañana de julio de finales de los ochenta en la más griega de las tragedias.

Una ola de esas pequeñas pero espumosas típicas mediterráneas, de esas que permiten a las algas practicar surf, me alzó al cielo como si de un paso de Semana Santa sevillana se tratara. Pero claro, no tenía yo en aquel momento la experiencia de la Esperanza Macarena y caí mal, del revés. ¿Se imaginan? Bajo el agua, mi torso y mi cabeza; sobre ella, las patas. De respirar, mejor ni hablamos... Pues creyéndome yo pez, acerté en dar dos bocanadas para sobrevivir, pero la solución salina se adentró hasta los bronquiolos, y me dio tos. Y al toser tragué más agua, y más sal. Y las turistas alemanas, ahí, sin darse cuenta...

No sé si fue una visión o no, realidad o fantasía, pero creí que se acercaba hacia mí, a gran velocidad, un ser extraño, con dos cuernos gigantes. "Lo que me faltaba", reflexioné, manteniendo fría la poca sangre que me llegaba a la cabeza. Pero ese ser mitológico, el cuál creí que terminaría con mi existencia segundos antes de lo previsto, me salvó la vida. Como por arte de magia tiró de mí hacia la superficie y el oxígeno aterrizó en mis pulmones. Cuando abrí los ojos, descubrí que aquel extraño ser era mi madre y que los cuernos que intuí eran sus piernas, y que estaba yo al revés que el mundo, por eso me parecieron cuernos las piernas y cielo el suelo. Mi madre, la más intrépida de las heroínas. Mejor que los personajes de los Vigilantes de la playa.

Y así fue cómo se me borró el miedo a la muerte. Y descubrí yo que la vida es sutil e imprevisible. Y que en un abrir y cerrar de ojos la guadaña te espera a la vuelta de la esquina. Y por eso, porque nada se puede planificar, decidí que de mayor me daría a los placeres de la vida. No sería yo un alma en pena. ¡A disfrutar! Y aunque no estoy muy convencido de la regresión, me atrevería a decir que en aquel fortuito episodio está la causa por la cual, años más tarde, empecé a fumar.