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Justicia

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El miércoles de la semana pasada, durante el partido de fútbol España - Chile, María Jesús y yo fuimos a ver las armas del Palacio Real, es decir a los tiradores apostados en las fachadas y tejados de la Plaza de Oriente. Nos alucinaba que hubieran dramatizado tanto el asunto de la proclamación de Felipe VI, como si fuera nuestro JFK y estuviéramos a un paso de entrar a formar parte de la Historia, ese sueño o proyección trágica de los políticos mediocres. Vimos algo que parecía una escopeta recortada contra el atardecer de la Casa de Campo, sombras encima de la Ópera, y, con el mismo aire de turistas que nosotros, a nuestros amigos Antonia y Diego Doncel, poeta. Aprovechamos el fútbol para pasear, dijeron, y buscar tiradores en la tomada Plaza de Oriente.

Apoyados en una valla amarilla forrada de bandera española, empezamos a hablar de política, es decir a meternos con Podemos. Diego nos contaba que en Extremadura algunos amigos suyos que nunca votan (y en las europeas lo habían hecho por Podemos) se estaban desengañando:

—Pues sí que son rápidos.

—Ya te digo.

María Jesús dijo que en La Sexta (en el PSOE) estaban tan asustados que habían sustituido en los debates a Pablo Iglesias por Alberto Garzón, de IU:

—Que es mucho mejor.

—Ya te digo.

Antonia contó que los rivales de Pablo Iglesias en la dirección de Podemos, no sé qué asamblea de enfermería, querían separarse y montar su propio partido:

—Empiezan pronto.

—Ya te digo.

Y justo apareció José Lanot, el músico, que venía de preparar el sonido en el Bernabéu para la retransmisión del partido de España:

—Me he ido cuando iban perdiendo por dos goles. Si me quedo más, me linchan.

—Ya te digo.

José Lanot había empezado a estudiar Armonía. Estudiar a partir de cierta edad es lo mejor. La Universidad es para los mayores. Nosotros tenemos ya una edad. Somos prehipsters. Por eso no votamos a Podemos. Y volvimos: Pablo Iglesias da grima. Íñigo Errejón mola mazo. Monedero, un vanidoso. El mejor, Germán Cano.

Apoyado sobre la bandera española que forraba la valla amarilla (como sobre la barra de un bar) dije:

—Hay que ver cómo se le llena la boca a la gente ahora con lo de Venezuela, con que si la dictadura de Venezuela y los santos cojones y no se enteran de que en Venezuela hay una democracia. Que Maduro, y antes Chávez, han sido elegidos democráticamente. Y dale que te pego en las teles con la dictadura de Venezuela, sin desmentirlo, cuando dictaduras hay en Arabia Saudí, Marruecos...

Una señora que pasaba por ahí me cortó:

—¿Cómo que en Venezuela no hay una dictadura? ¿Y los que matan por las calles?

—Pues no, señora, le puede gustar más o menos el gobierno que hay allí, pero no es una dictadura —dijo Diego Doncel—. Además, esto es una conversación privada.

—Ahora mismo nos están apuntando desde las azoteas —dijo María Jesús.

Un guardia jurado se acercó para ver qué le hacíamos a la señora y ella se envalentonó:

—Vosotros los de Podemos tenéis que iros a Venezuela a que os maten.

Nos dejó con la palabra en la boca. Se le había acelerado el pulso y, en vez de dar un rodeo esquivando el tráfico, atravesó el Viaducto (por el que ya venían los decepcionados espectadores del partido) para llegar a su casa cuanto antes. Menudos proetarras, pensó Paquita. Cenó muy poco. Antonio, su marido, veía Master Chef. Ganó esa señora andaluza (tan fea) por hacer unos garbanzos pegados.

La mañana siguiente Paquita se despertó con los pajarillos de la calle del Agua. Lavó a su Antonio, se lavó ella misma y se perfumó para la ocasión con aceite esencial de geranio. Se puso la blusa roja y la falda azul, los colores monárquicos (había escuchado en el programa de Mariló), pero cuando salió a la calle —emocionada por las palabras de Felipe a doña Sofía, pero antes de que terminara el discurso porque quería ver a doña Letizia entrando en palacio— dudó si era el verde el color monárquico.

Habían cortado el Viaducto. Subió a la Plaza de Oriente por las escaleras de Ministriles, ya abarrotadas. Hacía calor aunque no eran las 11. La desviaron a la Plaza de Ópera por una perpendicular a Mayor, con el resto. De allí tampoco pudo ir por Santa Isabel, sino que incomprensiblemente le hicieron dar la vuelta y subir por Unión y girar por Amnistía. El helicóptero volaba sobre su cabeza. Paquita se quedó con la pareja con carrito de niño para sentirse arropada, y dijo que lo más bonito era lo que había dicho el príncipe a su madre, pero se fue quedando atrás y le dieron un pisotón que casi la tira y ellos entraron en la Plaza de Oriente, y a Paquita la desviaron a la masa derecha de público. ¡Por aquí, por aquí! Para allá que se fueron, empujándola, el helicóptero arriba. Piensen en compensar el espacio, ordenó un argentino. No sé veían las flores y no había sombra. A Paquita le dio agobio su olor a geranio. La multitud empezó a gritar. A ese lado vienen sus Majestades, dijo el argentino. Pero como no había espacio y todo el mundo quería llegar y ella llevaba la blusa roja empapada, alguien la levantó en volandas y la llevó hacia un banco, a la sombra de un árbol. El banco tenía una cuerda y no la dejaron pasar, y ella vio la hierba vacía, pero la sentaron en el suelo. Una señora se ha desmayado, radió el argentino. La abanicaron. Le dieron agua pero la vomitó. No he desayunado de la emoción, dijo. Los geranios. El Rey Wamba le hubiera dado sombra. Una pareja extranjera se quedó hablándole. Le pusieron unas gafas de sol y un gorrito con la bandera, pero tuvo más calor y vomitó otra vez.

—Piense en lo guapos que están los Reyes.

Eran venezolanos. Y Paquita supo que en este mundo había justicia.

Imágenes: Sancha, la reina pétrea, y Wamba, el que da sombra