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Viaje con mi madre al país del pueblo

Cuando instalaron la parabólica, le dejaba a mamá una cinta de VHS para que me grabara vídeos musicales de los sesenta o setenta. Era al comienzo del grunge. Era el año 89, o el 90, o el 91. Mamá podía pasarse horas cambiando de canal a la caza de los Who, Georgie Fame o incluso alguien nuevo como Lenny Kravitz, que todavía no era un cliché. Me grabó a los Doors, de moda por aquella película, una fobia de la que no me he recuperado. También un concierto de la Creedence con Booker T. & the M.G.’s y una historia de las raíces del hard rock (Pacific Gas & Electric, Blue Cheer, The Amboy Dukes). Mientras ella grababa, yo, con catorce años, gorroneaba minis de cerveza en los bares donde trabajaban mis hermanos.

 

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Un verano convencí a mi padre de que me pagara un viaje a Inglaterra, un intercambio de un mes con otra gente del colegio. Empezaban a enfriarse los chantajes de la separación, pero mi padre debió de sentirse compasivo con mi vulnerabilidad en el colegio privado que estaba obligado a pagarme por los acuerdos del divorcio. O es más probable que pensara que el inglés era un idioma con futuro para el único de sus hijos que aún estudiaba. El caso es que fue la última vez que papá me dio un “extra”.

Con el dinero del viaje me compré discos y me hice un traje a medida verde con dibujo de espiga: leves rayas marrones más claras y un corte pseudomilitar, como de la brigada ligera. Aunque en el colegio se reían de mí, era mi traje favorito, y sigo llevándolo en las fotos en las que poso de escritor.

Miré un mapa de Inglaterra, apunté unos pueblos y un trayecto con relevancia histórica, y la siguiente vez que vi a papá, probablemente en Navidad, le relaté el trayecto por etapas, con anécdotas sentimentales (el sudoeste inglés), quizá demasiado ilusionado para el tiempo que había transcurrido desde el supuesto viaje. Y él se lo tragó. O no le dio importancia.

El narrador mientras su madre graba vídeos

 

Estábamos en un restaurante. Dora, la mujer de papá, me dijo que me iba a enamorar dos veces. Dora echaba las cartas y leía la mano. Mi vida iba a ser corta y mi felicidad, demasiado larga: esta línea da la vuelta a la mano como una cicatriz. Cuando bebió un poco más, Dora se lanzó: yo era el demonio, el demonio con quince años. Malo de nacimiento; o por alguna vida anterior. Aunque no me diera cuenta todavía. Yo sólo sabía hacer el mal. Los astros me convertían en un egoísta con el Sol en Urano. La Luna en Cáncer remataba la faena por las connotaciones de apego a las relaciones y al hogar, al pasado. Los tiranos son sentimentales, pero yo entonces no lo sabía. Dora “me” estaba madurando.

Ya en su casa, con una sinfonía de Beethoven de fondo, descubrí el metacrilato. Todos los muebles de papá y Dora eran de metacrilato. Tenían el libro Tus zonas erróneas, pero yo leí “erógenas”.

En esa época empecé a hacer viajes astrales. Terminaba de estudiar a las tres de la tarde. Después de comer me echaba una siesta hasta las siete. Apenas dormía cuatro horas por la noche y tres por la tarde, a la vuelta del colegio. Mi mundo era un popurrí de romanticismo y budismo tibetano.

Me preparaba una ensalada de maíz con atún (que no era dolphin safe) y salsa rosa (Ligeresa y un tomate natural estrujado) y la llamaba “champa”, como la comida que los tibetanos hacen con leche fétida de yak. Me alimenté un año de mi champa casero, combinándolo con pollo y huevos, casi siempre en bocadillo. En el instituto decía que era vegetariano.

Entonces empezaron los viajes astrales. Me despertaba en mitad del sueño o, mejor dicho, dentro del sueño. Seguía durmiendo, pero flotaba por la habitación. Ahora creo que eran desvelos inducidos por las siestas y la mayonesa, pero entonces mi mayor preocupación era cómo desplazar mi aura hacia la ventana (imaginaba los tránsitos interestelares de Lobsang Rampa, unido a la prosaica realidad por su refulgente cordón de plata) y no podía moverme, estaba paralizado, como muerto.

Un día conseguí flotar hasta el escritorio y miré el reloj. Iba a sonar el despertador. Con mucho esfuerzo, porque tenía las extremidades rígidas, intenté despertarme. Empecé por el dedo meñique, moviéndolo despacio. Luego toda la mano. Después, con dolor, el brazo para, sobrehumanamente, incorporarme y, tachán, despertarme en medio de mi habitación. Había visto la hora correcta: estaba a punto de sonar la alarma.

Aunque el truco de los viajes astrales consiste en moverse espiritualmente, sin la rémora del cuerpo, yo seguía pensando corporalmente.

Mi madre trabajaba en un anticuario de la calle Lagasca. Papá no cumplía con la pensión. Ella se puso a trabajar y no nos veíamos, pero éramos felices. Yo me quedaba solo en casa, durmiendo a la espera del siguiente viaje.

Aunque creo que en esa época mamá se sentía muy culpable en general. Llevaba así unos años. Hasta empezó a escribir un diario. Se le adivinaba la necesidad de explicarse. Tenía una relación con un millonario colombiano que no llegué a conocer, aunque me regaló una Puch Cóndor, que tampoco llegué a ver.

El colombiano lo intentaba y le regalaba discos que ella escondía en un cajón del mueble de la cocina, junto al abridor de vino, roto durante quince años porque no bebíamos vino. 

El colombiano la llevaba a cenar pero volvían pronto (mientras yo veía a las Mamachicho en Telecinco). Él no subía a casa. Me lo imaginaba con el porte y la lentitud exigente de Octavio Paz, que mi madre me había grabado un mes antes en una entrevista de un canal mexicano.

El narrador entre dos viajes astrales

 

Mamá alquiló una de las habitaciones del fondo, la mía. Mientras tanto yo dormía con ella en la cama de mi padre, en camas separadas.

El primer inquilino de mi habitación fue un asturiano de veintitantos que odiaba a los gallegos. Los asturianos, decía mi madre, van de sobrados. Y los de Oviedo (el inquilino era de Oviedo) odian a los de Gijón (mi padre era de Gijón), con motivo.

El asturiano trabajaba en una oficina de Azca, en una consultoría. Era buena persona. No dejaba de repetir el topónimo Castro Urdiales porque Arturo, el portero de nuestro edificio, era de Castro. Él se burlaba remarcando Urdiales, como si fuera el colmo de lo paleto.

El siguiente inquilino fue Timi. Timi era irlandés y estaba enamorado de la presentadora Izaskun Azurmendi, así que todos los días, cuando yo volvía del colegio, veíamos juntos Muzzy, y cada vez que aparecía la presentadora pelirroja decía las únicas palabras que había aprendido en una lengua peninsular: Izaskun Azurmendi.

Timi era amigo de mis hermanos. Vestía pantalones estrechos y lucía patillas rubias rizadas. A los dos meses conoció a una chica psicodélica y se fue a vivir con ella.

El siguiente inquilino me enseñó que buenas noches se dice o-ya-su-mi-na-sai, en japonés. No recuerdo su nombre. Se quedaba horas en su cuarto, “muy tranquilo”, según mi madre. Alguna vez intentamos que viera la tele con nosotros, pero Tonomo (lo voy a llamar así, aunque podía llamarse Hokomo, Tokomo... un nombre con tres sílabas y oes) se ponía cada vez más rojo y se despedía con reverencias, sin darnos la espalda. Mi madre estaba encantada y habría seguido eternamente con su tranquilo japonés, aquietado como la figurita de un búho o un dedal de cerámica de los que ella coleccionaba, si mis hermanos no le hubieran dicho que Tokomo se encerraba en su cuarto (mi cuarto) para masturbarse con furia oriental. Lo habían visto desde la terraza. Habían espiado por la ventana y se estaba haciendo una paja frente a la pared entelada de mi madre, sólo con su mano y su imaginación, lo que a mis hermanos les parecía el colmo de lo perverso. Mi madre no quiso comprobarlo y a las dos semanas pretextó que venía nuestra tía de Italia y que necesitábamos la habitación.

Luego vino un estudiante yanqui de intercambio. Mamá hizo tanto hincapié en lo de “intercambio” que yo me lo creí, ingenuo de mí. Tenía mi edad y era más alto y molón que yo. Pero no tenía ni idea de la cultura musical de su país: Neil Young, la Creedence. Lo llevé por Chueca cuando Chueca era lo que luego sería Malasaña. Fumaba al modo americano: una calada y pasaba el porro. Le ensañamos a tomarse las cosas con tranquilidad y, después de varias caladas powerful (palabra que aprendí de él), se desmayó. No volvió a salir conmigo. Cada vez me parecía más bobo y grandón y dejé de hacerle caso. Salía con otros americanos, iban a centros comerciales como Jumbo. En cierto sentido me daba lástima ese abismo entre su imagen de duro y su ingenuidad, pero ya era una pena disociada, relativa a la imagen interior que me había hecho de él. Así que se fue a su país sin que nos despidiéramos porque en mi interior ya me había reconciliado con él, lo había perdonado por su falta de autenticidad.

Con el último todo fue mal desde el principio. Era virgo, horóscopo que mi madre no soporta en varón. El pobre se sentía incómodo cada vez que ella estaba delante. Era oficinista en Azca (como el asturiano), tenía unos treinta años y ya estaba calvo, pero hacía pesas para compensar. Se llamaba Fernando. No recuerdo de dónde era, quizá de Murcia o Alicante. 

Fernando creía que vestía como un nuevo pijo, Levi’s gastados y jerseys Privata, pero era el estatus de la década anterior. Una noche, de vuelta de una terraza de la Castellana, la zona noble de la marcha oficinista, se encontró mal y se quedó en la cama, con fiebre. Había cogido la varicela. El muy gilipollas, dijo mamá bien alto, para que la oyera. Se llenó de pústulas y no salió de su habitación, por si acaso, aunque todos habíamos pasado de pequeños y sin mayor trauma la varicela. Sufrir esta enfermedad de adulto es muy doloroso, tienes más fiebre. Tienes que quedarte en la cama sonámbulo y seco casi una semana.

Cuando Fernando se curó, mi madre lo echó de casa y decidió no volver a alquilar mi habitación (papá volvía a pagar), así que la recuperé previa desinfección.

Una semana después era yo quien tenía varicela, aunque mi madre juraba que la había pasado de pequeño.

El narrador al final de la época de lo narrado

 

Una tarde, ya casi noche, después de casi cinco horas de siesta, tuve mi gran experiencia astral. Por fin me desplazaba por la habitación. Por fin empezaba a salir de mi cuerpo. Iba como un barco pesado entre hielos eternos, con la conciencia de que mi cuerpo astral se escoraba hacia la ventana. Creo que estuve una eternidad (o diez minutos) atravesado en la ventana que daba al patio interior del edificio. Y de pronto sentí que unas pequeñas manos de mujer me sujetaban suavemente las piernas y me ayudaban a cruzar el umbral del cuerpo, hacia la oscuridad de afuera. Las manos de una anciana que vestía un hábito de gruesa tela marrón. Me dio miedo, pero no podía desaprovechar la oportunidad de tener, por fin, un buen viaje astral, y me dejé llevar. Las manos pequeñas y la tela gruesa tiraban de mí. Me abandonaba a ella. Iba naciendo hacia el patio. La mujer, con voz suave y sorprendida, dijo “no tengas miedo”. Era la voz de una mujer joven. Una voz que salía de mi médula.

Empecé a mover el meñique y luego la mano y luego el brazo. Cuando conseguí despertarme, encendí la luz. Fue mi último viaje astral. Aún me da miedo recordarlo.

Carlos Pardo

Carlos Pardo (Madrid 1975) publicó su primer libro de poemas a los diecinueve años y desde entonces su presencia ha sido una constante en las antologías de la poesía española reciente. Ha recibido premios como el Hiperión, el Emilio Prados y el Generación del 27. Dirigió una revista de poesía anónima y codirigió el festival internacional de poesía Cosmopoética hasta 2011. En ese año publicó su primera novela Vida de Pablo (Periférica).