Contenido
Esa gran oportunidad
Work and work
...
Work and work
…
Work
Rose Royce, "Car Wash"
Me desperté de la siesta del domingo con una pesadilla. Intentaba explicarles a unos alemanes que, si de verdad el trabajo da la felicidad, los niños africanos de las algodoneras son los más felices del mundo.
Unas horas antes me habían invitado a moderar la mesa española del encuentro “World Wide: Work”, organizado por el Goethe-Institut.
En tres ciudades a la vez, Munich, Tokio y Madrid, y mediante un complejo sistema de videoconferencia en tres pantallas y cuatro lenguas, un domingo, día del señor, un grupo de expertos (economistas, escritores, filósofos y artistas) debatía sobre el presupuesto encerrado en la pregunta “¿Hace feliz el trabajo?”.
El guión era el siguiente:
- ¿Qué papel juega la explotación de la vida laboral en la realización individual?
- ¿De qué manera nuestras culturas relacionan el término “trabajo” con la búsqueda de la felicidad?
- ¿Cuál es la importancia social de la pérdida de empleo?
- ¿Cómo van a cambiar nuestras vidas laborales en las sociedades envejecidas?
- ¿Qué futuros cambios en la vida laboral pueden esperar Japón, España y Alemania?
Me tocó reunirme con los moderadores de Munich y Tokio una semana antes. Me documenté. Estuve dándole vueltas a qué significaba “realización individual”. O si la importancia social de un trabajo se experimenta siempre desde su pérdida y no como vínculo de trabajadores en activo. E incluso si la palabra “trabajo” no venía a ser tan ambigua y metafísica como “felicidad”.
Hablando con la moderadora de Munich, una joven politóloga (resfriada en su habitación de Munich, la nariz roja en una gran pantalla), comprendí dos cosas: que el trabajo era bueno sí o sí y que de nada me iban a valer mis citas de Hannah Arendt.
–Pero –protesté– en los países protestantes habéis perdido una dimensión social de lo laboral, sindical. Para los protestantes el trabajo es la justificación de la vida, y trabajo y descanso confluyen en ese ideal de felicidad. Para los meridionales, en cambio, de formación católica...
Ella me cortó:
–No te preocupes, llegaréis a esto. La crisis es una gran oportunidad para empezar de cero.
–Qué optimistas son en Alemania –me consolaron mis amigas del Goethe-Institut de Madrid, Margareta y Rebeca.
Por fin llegó la mañana del domingo. Entre los invitados, un novelista holandés, un emprendedor nipón, una alemana adicta a las nuevas tecnologías, un artista español nacido en Alemania y la novelista Elvira Navarro.
Primero pusieron unos vídeos representativos de las condiciones laborales de cada país participante: un pobre japonés malvivía con dos trabajos precarios para mantener a su mujer enferma en un país sin una seguridad social, unos atolondrados alemanes de la misma empresa se encaramaban con arneses entre dos árboles para reforzar vínculos y, como ejemplo español, un pueblo abandonado del Bierzo había sido invadido por jipis del norte de Europa que se oponían al sistema capitalista con utopía y drogas blandas.
Y empezó el debate. Para los alemanes el trabajo repercute en beneficio de la sociedad (aunque sea en la industria armamentística). La adicta a la tecnología previó un futuro en el que sólo un 17 % de la población humana trabajaría:
–El trabajo lo harán los robots.
–Que con suerte –dijo el novelista holandés– serán tan perfectos que compren nuestros productos.
Para los japoneses las cosas no iban exactamente bien. Pero no se podía ir contra el capitalismo. E incluso Fukushima había demostrado que se podía trabajar sin remuneración económica.
–Hay gente que lo pasa mal, pero son trabajadores poco cualificados.
Una amable japonesa, al enterarse por Elvira Navarro de que la mayoría de artistas españoles son camareros en Londres y Berlín (como los universitarios), sugirió mandarlos a las fábricas, porque a los artistas no debe faltarles sentido práctico.
En ese momento aproveché la novela de Elvira, La trabajadora (terrorífico testimonio de la autoexplotación del trabajador autónomo) para preguntarle por las dimensiones sociales del trabajo. De los sindicatos a los movimientos sociales post 15M. Su respuesta fue muy lúcida, pero alguien le contestó desde Munich que las personas que se enfrentan a cambios críticos se convierten en protagonistas de sus vidas.
–Las crisis económicas pueden hacer a las personas más valerosas e imaginativas. Pueden participar en las protestas sociales e iniciar un negocio.
Fue el último intento de la sección española.
Pasé el resto de la charla traduciéndome los términos que escuchaba a un idioma más comprensible: polarización (desigualdad), trabajo a tiempo parcial (minijob), deslocalización (esclavitud), superación (sálvese quien pueda).
Rebeca y Margareta nos miraban desde el público como diciendo: qué de derechas son los alemanes (aunque quizá fueran imaginaciones mías).
La moderadora de Munich cerró el encuentro animando al voto en las elecciones europeas y repitiendo que amaba su trabajo, aunque estuviera resfriada.
Sentí que en el Goethe de Madrid éramos una isla. No en el espacio (como una embajada), sino en el tiempo (un anacronismo).
Tuve la sensación de un profundo borrado de memoria, un borrado que ya se había hecho antes, varias veces en varios siglos.
Pensé en Tanizaki llorando al viejo Japón al contemplar los obscenos brillos de un retrete occidental. Me acordé de la frase en la que Walter Benjamin compara el aburrimiento profundo con un pájaro “que incuba el huevo de la experiencia”.
Pero sobre todo me deprimió nuestra relación con nuestra historia. Porque tampoco teníamos nada que reclamar como propio que oponer al modelo del emprendimiento. Ni un sitio que imitar ni uno del que partir por oposición. Ese pueblo del Bierzo del vídeo, ¿por qué estaba vacío cuando llegaron los jipis? La industria perdió la transición democrática. Los latifundistas ganaron la desamortización de Mendizábal. Mi madre goza cuando dice Victor Mature. La guerra civil la ganó Hollywood.
Al terminar, un señor del público se me acercó con este artículo del Diario Expansión:
Profesiones de difícil cobertura en España antes de la crisis: pastor, cuchillero, barítono, sexador de pollo, taxidermista, envasador de miel, hipnotizador, ventrílocuo, enterrador, titiritero, incinerador, domador de circo, fisonomista de casino, constructor de pianos, abrillantador de calzado, rellenador de aceitunas.
Profesiones difíciles de cubrir seis años después: auxiliar de buque de pasaje, bombero de buque especializado, calderetero, camarero o cocinero de barco, jefe de máquinas de buque mercante, engrasador de máquinas de barco, mayordomo de buque, mecánico de litoral, frigorista naval, oficial radioeléctrico de la marina mercante, mozo de cubierta, piloto de buque mercante, sobrecargo de buque, contramaestre de cubierta, entrenador deportivo, deportista profesional.
Imágenes: fotogramas de la película Car Wash (Michael Schultz, 1976)
Esa gran oportunidad
Work and work
...
Work and work
…
Work
Rose Royce, "Car Wash"
Me desperté de la siesta del domingo con una pesadilla. Intentaba explicarles a unos alemanes que, si de verdad el trabajo da la felicidad, los niños africanos de las algodoneras son los más felices del mundo.
Unas horas antes me habían invitado a moderar la mesa española del encuentro “World Wide: Work”, organizado por el Goethe-Institut.
En tres ciudades a la vez, Munich, Tokio y Madrid, y mediante un complejo sistema de videoconferencia en tres pantallas y cuatro lenguas, un domingo, día del señor, un grupo de expertos (economistas, escritores, filósofos y artistas) debatía sobre el presupuesto encerrado en la pregunta “¿Hace feliz el trabajo?”.
El guión era el siguiente:
- ¿Qué papel juega la explotación de la vida laboral en la realización individual?
- ¿De qué manera nuestras culturas relacionan el término “trabajo” con la búsqueda de la felicidad?
- ¿Cuál es la importancia social de la pérdida de empleo?
- ¿Cómo van a cambiar nuestras vidas laborales en las sociedades envejecidas?
- ¿Qué futuros cambios en la vida laboral pueden esperar Japón, España y Alemania?
Me tocó reunirme con los moderadores de Munich y Tokio una semana antes. Me documenté. Estuve dándole vueltas a qué significaba “realización individual”. O si la importancia social de un trabajo se experimenta siempre desde su pérdida y no como vínculo de trabajadores en activo. E incluso si la palabra “trabajo” no venía a ser tan ambigua y metafísica como “felicidad”.
Hablando con la moderadora de Munich, una joven politóloga (resfriada en su habitación de Munich, la nariz roja en una gran pantalla), comprendí dos cosas: que el trabajo era bueno sí o sí y que de nada me iban a valer mis citas de Hannah Arendt.
–Pero –protesté– en los países protestantes habéis perdido una dimensión social de lo laboral, sindical. Para los protestantes el trabajo es la justificación de la vida, y trabajo y descanso confluyen en ese ideal de felicidad. Para los meridionales, en cambio, de formación católica...
Ella me cortó:
–No te preocupes, llegaréis a esto. La crisis es una gran oportunidad para empezar de cero.
–Qué optimistas son en Alemania –me consolaron mis amigas del Goethe-Institut de Madrid, Margareta y Rebeca.
Por fin llegó la mañana del domingo. Entre los invitados, un novelista holandés, un emprendedor nipón, una alemana adicta a las nuevas tecnologías, un artista español nacido en Alemania y la novelista Elvira Navarro.
Primero pusieron unos vídeos representativos de las condiciones laborales de cada país participante: un pobre japonés malvivía con dos trabajos precarios para mantener a su mujer enferma en un país sin una seguridad social, unos atolondrados alemanes de la misma empresa se encaramaban con arneses entre dos árboles para reforzar vínculos y, como ejemplo español, un pueblo abandonado del Bierzo había sido invadido por jipis del norte de Europa que se oponían al sistema capitalista con utopía y drogas blandas.
Y empezó el debate. Para los alemanes el trabajo repercute en beneficio de la sociedad (aunque sea en la industria armamentística). La adicta a la tecnología previó un futuro en el que sólo un 17 % de la población humana trabajaría:
–El trabajo lo harán los robots.
–Que con suerte –dijo el novelista holandés– serán tan perfectos que compren nuestros productos.
Para los japoneses las cosas no iban exactamente bien. Pero no se podía ir contra el capitalismo. E incluso Fukushima había demostrado que se podía trabajar sin remuneración económica.
–Hay gente que lo pasa mal, pero son trabajadores poco cualificados.
Una amable japonesa, al enterarse por Elvira Navarro de que la mayoría de artistas españoles son camareros en Londres y Berlín (como los universitarios), sugirió mandarlos a las fábricas, porque a los artistas no debe faltarles sentido práctico.
En ese momento aproveché la novela de Elvira, La trabajadora (terrorífico testimonio de la autoexplotación del trabajador autónomo) para preguntarle por las dimensiones sociales del trabajo. De los sindicatos a los movimientos sociales post 15M. Su respuesta fue muy lúcida, pero alguien le contestó desde Munich que las personas que se enfrentan a cambios críticos se convierten en protagonistas de sus vidas.
–Las crisis económicas pueden hacer a las personas más valerosas e imaginativas. Pueden participar en las protestas sociales e iniciar un negocio.
Fue el último intento de la sección española.
Pasé el resto de la charla traduciéndome los términos que escuchaba a un idioma más comprensible: polarización (desigualdad), trabajo a tiempo parcial (minijob), deslocalización (esclavitud), superación (sálvese quien pueda).
Rebeca y Margareta nos miraban desde el público como diciendo: qué de derechas son los alemanes (aunque quizá fueran imaginaciones mías).
La moderadora de Munich cerró el encuentro animando al voto en las elecciones europeas y repitiendo que amaba su trabajo, aunque estuviera resfriada.
Sentí que en el Goethe de Madrid éramos una isla. No en el espacio (como una embajada), sino en el tiempo (un anacronismo).
Tuve la sensación de un profundo borrado de memoria, un borrado que ya se había hecho antes, varias veces en varios siglos.
Pensé en Tanizaki llorando al viejo Japón al contemplar los obscenos brillos de un retrete occidental. Me acordé de la frase en la que Walter Benjamin compara el aburrimiento profundo con un pájaro “que incuba el huevo de la experiencia”.
Pero sobre todo me deprimió nuestra relación con nuestra historia. Porque tampoco teníamos nada que reclamar como propio que oponer al modelo del emprendimiento. Ni un sitio que imitar ni uno del que partir por oposición. Ese pueblo del Bierzo del vídeo, ¿por qué estaba vacío cuando llegaron los jipis? La industria perdió la transición democrática. Los latifundistas ganaron la desamortización de Mendizábal. Mi madre goza cuando dice Victor Mature. La guerra civil la ganó Hollywood.
Al terminar, un señor del público se me acercó con este artículo del Diario Expansión:
Profesiones de difícil cobertura en España antes de la crisis: pastor, cuchillero, barítono, sexador de pollo, taxidermista, envasador de miel, hipnotizador, ventrílocuo, enterrador, titiritero, incinerador, domador de circo, fisonomista de casino, constructor de pianos, abrillantador de calzado, rellenador de aceitunas.
Profesiones difíciles de cubrir seis años después: auxiliar de buque de pasaje, bombero de buque especializado, calderetero, camarero o cocinero de barco, jefe de máquinas de buque mercante, engrasador de máquinas de barco, mayordomo de buque, mecánico de litoral, frigorista naval, oficial radioeléctrico de la marina mercante, mozo de cubierta, piloto de buque mercante, sobrecargo de buque, contramaestre de cubierta, entrenador deportivo, deportista profesional.
Imágenes: fotogramas de la película Car Wash (Michael Schultz, 1976)