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Arde el campo
Empiezan las vacaciones y se repetirán algunas noticias. Mi favorita: los incendios. El fuego siempre me ha cautivado. Desde pequeño me gustaba quemar cosas. Cogía pedazos de papel higiénico, el que ya estaba usado para que mis padres no sospecharan ante el aumento de consumo de papel, y lo quemaba en un bote de basura. Mi hermano Daniel tenía una lupa con la que me enseñó a quemar insectos. ¡Cuántos bichos murieron achicharrados cada verano con aquella lupa que aún conserva! Me encantaba festejar el Año Nuevo, o sea la Nochevieja, porque cada vecino armaba un muñeco de papel en la puerta de su chalet clasemediero, le ponía la cara dibujada de un personaje odiado, como el presidente de turno o cualquier otro político, lo llenaba de cuetes y, después de brindar, salíamos todos a la calle a quemarlos. Nosotros quemamos al presidente Alan García varios años, y si la costumbre no se hubiera perdido en el barrio, habríamos quemado a los siguientes.
Uno de esos años, quizás el último que hicimos un muñeco, mi amigo Dennis del cole vino a buscarme al día siguiente. Había comprado tantos cuetes que le había faltado el tiempo para reventarlos y llevaba una mochila llena. Fuimos a buscar a otro amigo pero no estaba en casa, así que empezamos nuestra guerra vecinal. La mayoría de cuetes que le habían sobrado a Dennis eran ratablancas, muy parecidas a la dinamita que usaba el Coyote contra el Correcaminos, aunque más pequeñas que la actuales mamarratas. Reventamos telefonillos, asustamos a familias tirándolas dentro de sus patios, estuvimos a punto de colocar una en el tubo de escape de un coche pero el dueño nos vio y salimos corriendo. Cuando ya no quedaban ratablancas, se nos dio por quemar los patios secos del exterior de algunos chalets. Esperábamos hasta que el fuego estuviera a casi un metro de altura y huíamos. Según fuimos creciendo, Dennis y yo cambiamos nuestra forma de relacionarnos con el fuego. Empezamos a fumar en las fiestas. Primero tabaco y con el paso de los años y ya separados por la distancia, nos entregamos a la yerba.
Algunos patas de la universidad me decían que ya estaba quemado o que era un quemado cuando soltaba alguna incoherencia, estuviera o no fumado. El Usura y la Tota Masías, dos de mis patas de mi etapa más kémoli, discutieron una noche en casa del Usura por una colilla que cayó encima de una colcha. Según la Tota no había motivo para enfadarse, era imposible que una colilla apagada hiciera arder la colcha. Mientras que el Usura aseguraba que sí y como último recurso afirmó haber incendiado el piso de un tío por un descuido semejante.
¡Qué kémolis éramos todos en aquella época!
Yo ya no fumo nada de nada desde hace unos años, el tabaco me da asco y mi mujer me tiene prohibido volver a probar la yerba. Aparte soy padre y entro en conflicto conmigo mismo pensando en qué ejemplo podré darles a mis hijos en un futuro. Un papá que hace pirotecnia con sus neuronas no es lo más indicado para una educación sana, eso dicen.
Pero no me desvío más, no quiero que la en apariencia oda al fuego se convierta en un acto de contrición. Volvamos a los incendios que los telediarios pondrán en portada este verano. Algunos son inevitables porque a veces no podemos hacer nada contra la naturaleza. Otros, esos que son causados por subnormales como el que yo era a los trece años, suelen quedar impunes. Y más impunes quedan los que causan los constructores que necesitan terrenos para levantar pisos y chalets. De estos últimos no se habla nunca, ¿o es una leyenda rural? ¿Pura paranoia de un ex quemado? El caso es que siempre me quedo pensando qué pasa en este país donde la historia no para de repetirse, donde a veces da lo mismo ver un telediario del lunes que uno del viernes, donde cada amenaza de cambio social produce alianzas inesperadas entre los poderosos, donde el pasado es una ola que cubre el presente y recorta la libertad de las mujeres, donde siempre arden los mismos.
Los incendios, a mí, me dicen en verano que no debo bajar la guardia, que algo malo va a pasar, que el gobierno ya tiene más medidas para explotar a los trabajadores, porque ese humo que causa dolor en un incendio, el humo en general que dejan las desgracias y las victorias, siempre es aprovechado como cortina para un nuevo crimen.
Y con esto me voy al campo, a correr, a disfrutar del aire puro, antes de que la naturaleza, un subnormal o un constructor, me roben ese placer. Perdonen que me haya pasteleado un poco.
Arde el campo
Empiezan las vacaciones y se repetirán algunas noticias. Mi favorita: los incendios. El fuego siempre me ha cautivado. Desde pequeño me gustaba quemar cosas. Cogía pedazos de papel higiénico, el que ya estaba usado para que mis padres no sospecharan ante el aumento de consumo de papel, y lo quemaba en un bote de basura. Mi hermano Daniel tenía una lupa con la que me enseñó a quemar insectos. ¡Cuántos bichos murieron achicharrados cada verano con aquella lupa que aún conserva! Me encantaba festejar el Año Nuevo, o sea la Nochevieja, porque cada vecino armaba un muñeco de papel en la puerta de su chalet clasemediero, le ponía la cara dibujada de un personaje odiado, como el presidente de turno o cualquier otro político, lo llenaba de cuetes y, después de brindar, salíamos todos a la calle a quemarlos. Nosotros quemamos al presidente Alan García varios años, y si la costumbre no se hubiera perdido en el barrio, habríamos quemado a los siguientes.
Uno de esos años, quizás el último que hicimos un muñeco, mi amigo Dennis del cole vino a buscarme al día siguiente. Había comprado tantos cuetes que le había faltado el tiempo para reventarlos y llevaba una mochila llena. Fuimos a buscar a otro amigo pero no estaba en casa, así que empezamos nuestra guerra vecinal. La mayoría de cuetes que le habían sobrado a Dennis eran ratablancas, muy parecidas a la dinamita que usaba el Coyote contra el Correcaminos, aunque más pequeñas que la actuales mamarratas. Reventamos telefonillos, asustamos a familias tirándolas dentro de sus patios, estuvimos a punto de colocar una en el tubo de escape de un coche pero el dueño nos vio y salimos corriendo. Cuando ya no quedaban ratablancas, se nos dio por quemar los patios secos del exterior de algunos chalets. Esperábamos hasta que el fuego estuviera a casi un metro de altura y huíamos. Según fuimos creciendo, Dennis y yo cambiamos nuestra forma de relacionarnos con el fuego. Empezamos a fumar en las fiestas. Primero tabaco y con el paso de los años y ya separados por la distancia, nos entregamos a la yerba.
Algunos patas de la universidad me decían que ya estaba quemado o que era un quemado cuando soltaba alguna incoherencia, estuviera o no fumado. El Usura y la Tota Masías, dos de mis patas de mi etapa más kémoli, discutieron una noche en casa del Usura por una colilla que cayó encima de una colcha. Según la Tota no había motivo para enfadarse, era imposible que una colilla apagada hiciera arder la colcha. Mientras que el Usura aseguraba que sí y como último recurso afirmó haber incendiado el piso de un tío por un descuido semejante.
¡Qué kémolis éramos todos en aquella época!
Yo ya no fumo nada de nada desde hace unos años, el tabaco me da asco y mi mujer me tiene prohibido volver a probar la yerba. Aparte soy padre y entro en conflicto conmigo mismo pensando en qué ejemplo podré darles a mis hijos en un futuro. Un papá que hace pirotecnia con sus neuronas no es lo más indicado para una educación sana, eso dicen.
Pero no me desvío más, no quiero que la en apariencia oda al fuego se convierta en un acto de contrición. Volvamos a los incendios que los telediarios pondrán en portada este verano. Algunos son inevitables porque a veces no podemos hacer nada contra la naturaleza. Otros, esos que son causados por subnormales como el que yo era a los trece años, suelen quedar impunes. Y más impunes quedan los que causan los constructores que necesitan terrenos para levantar pisos y chalets. De estos últimos no se habla nunca, ¿o es una leyenda rural? ¿Pura paranoia de un ex quemado? El caso es que siempre me quedo pensando qué pasa en este país donde la historia no para de repetirse, donde a veces da lo mismo ver un telediario del lunes que uno del viernes, donde cada amenaza de cambio social produce alianzas inesperadas entre los poderosos, donde el pasado es una ola que cubre el presente y recorta la libertad de las mujeres, donde siempre arden los mismos.
Los incendios, a mí, me dicen en verano que no debo bajar la guardia, que algo malo va a pasar, que el gobierno ya tiene más medidas para explotar a los trabajadores, porque ese humo que causa dolor en un incendio, el humo en general que dejan las desgracias y las victorias, siempre es aprovechado como cortina para un nuevo crimen.
Y con esto me voy al campo, a correr, a disfrutar del aire puro, antes de que la naturaleza, un subnormal o un constructor, me roben ese placer. Perdonen que me haya pasteleado un poco.