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Querido amigo

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Ha llegado a mi buzón de correo una carta. No recibo ninguna escrita a mano desde el 2007. Siempre me ha gustado esta clase de sorpresas. Viviendo en Madrid abría el buzón de mi piso en Malasaña y allí estaban, provocándome una sonrisa que me hacía sentir ridículo y afortunado, desde Trieste, Nantes, un pueblo de Estado Unidos. Guardo en una caja de zapatos de mi casa en Lima una que recibí de un niño que me hospedó en Santiago de Chile durante un torneo de fútbol en 1988, la postal que me envió Oscar, el alumno modelo de mi clase, desde Holanda, las que me escribía mi madre mientras estaba de viaje, rogándome que pusiera más empeño en estudiar como antes y dejara de juntarme con las malas influencias. Otras, las que me escribí con algunas chicas, las tengo conmigo. No las he releído ni pienso releerlas hasta que sea un abuelo, si llego a tal. Por todo esto me sorprendió recibir la carta, que no llevaba mi nombre pero parecía una de verdad. Al abrirla descubrí que se trataba de publicidad, la más extraña que un ex escritor de cartas podría recibir.

Dentro de la carta encontré un folleto pequeño. Un señor llamado Enrique Martínez ofrece sus servicios para escribir cartas a mano. Algunos extractos del folleto: “Si alguna vez has querido contar o preguntar algo y no encontraste a una persona amiga para hacerlo, ¿te agradaría tenerla cerca? Escríbeme. En tu buzón estará rápida mi opinión amistosa, mi consejo discreto, en una carta a mano, que te ayudará y distraerá. Mientras lees mis cartas encontrarás la compañía que, a veces, se necesita”. La información sobre los servicios del señor Martínez se amplía en su web www.tescribenriquemartinez.com. Usted, amigo lector, puede contratarlo para enviar cartas a sus amigos por un coste de cinco euros, con la posibilidad de recibir copia de lo enviado. También para establecer una correspondencia con él con un mínimo de dos cartas, pagando tres euros por cada una. O para recibir cartas sobre temas actuales, con una periodicidad menor a quince días y sin necesidad de responder.

No conozco a este señor, pero no es difícil hacernos una idea de su biografía: que es un jubilado que se aburre en casa, que es un parado buscando una forma de ganarse la vida, que es el más ingenuo de los emprendedores, etc. Yo me inclino por el emprendedor ingenuo, y sé que mi elección violentará la empatía que otros puedan sentir hacia su negocio, porque muchos seguro creerán que se trata de un parado al que se le ha agotado la prestación o un caso peor (acepto vuestras críticas), pero me sirve para establecer la siguiente teoría: ¿Qué sentido tiene pedirle a otra persona que escriba una carta personal para un familiar, un amigo o una amante? Lo entendería si el cliente fuera un analfabeto, pero en este caso no podría haber leído siquiera el folleto del señor Martínez.

Quienes hemos escrito cartas nos esforzábamos con la caligrafía, dibujábamos en los márgenes, explotábamos el papel al máximo, tratando que el destinatario apreciara nuestra dedicación y a su vez respondiera de la misma manera. Pero, sobre todo, éramos nosotros en esa letra apretada o voluminosa, inclinada o recta, corrida o separada. Éramos nosotros en cada falta de ortografía, en cada borrón, en esos adjetivos desesperados, exigentes, porque queríamos que el destinatario escribiera su respuesta en pleno arrebato después de leernos. No creo que la letra bonita y calculada del señor Martínez pueda lograr el efecto mencionado, porque una carta escrita a mano por uno mismo quizás sea el último reducto de lo auténtico y de lo íntimo.

Una carta no admite enlaces a vídeos de Youtube ni espera que pinchemos en Me gusta. Una carta admite la paciencia y nos libera de la censura.

Ah, tiempo aquellos.

En una época creí que viviría como Henry y June.

En la actualidad soy marido y padre.

Pero mi letra ha quedado impresa, y mi árbol genealógico tiene dos ramas más.

Busqué en la librería donde trabajo un manual de grafología que me sirviera para analizar la caligrafía del señor Martínez según su folleto. Como colaborador responsable hice algunos apuntes que pensaba transcribir aquí, pero al llegar a casa descubrí que los había olvidado en mi chaleco de librero. Entonces volví a abrir el folleto. Algo me resultaba muy familiar. La armonía ovalada de las a y o, la m con sus dos montañas siempre a la misma altura, la cola de la q mayúscula. Sí, era la letra de mi madre, muy parecida. Puede ser que el señor Martínez tenga unos setenta años como los tendría ella ahora, y que hayan aprendido a escribir con el mismo método pese a crecer en continentes distintos. Mi madre, bloguera a partir de los sesenta y pocos, había dejado de escribirme a mano: en lugar de sus cartas me enviaba emails y de cuando en cuando nos llamábamos por Skype.

Cuando hablábamos por Skype era agradable ver a mi familia reunida, pero después me invadía la tristeza, porque esa pantalla del ordenador también me recordaba que yo estaba aquí y ellos en su casa. Dicho esto, me retiro a buscar una papelería. Quizás sea el momento de volver a empuñar un boli como arma contra esos clics nerviosos que disfrazan nuestras carencias.