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Apuntes de un librero de autoayuda
y otras estanterías
Hace varios años conocí al dueño de una tienda de discos de segunda mano; sucedió antes de ver y leer Alta fidelidad y de que varios de mis amigos soñaran con trabajar en una tienda similar a la que imaginó Nick Hornby, exhibiendo sus gustos musicales y burlándose de los ajenos. M., el dueño, les preguntaba a sus clientes qué grupo buscaban. Si alguien decía, por ejemplo, los Ramones, él le mostraba discos de grupos que, aseguraba, eran los verdaderos padres del punk o una versión aumentada y mejorada de los neoyorquinos. M. nunca tenía nada de grupos emblemáticos como los Stones o los Velvet Underground, así como yo tampoco tengo ninguno de mis libros favoritos a mano en la planta de la librería donde trabajo desde hace cinco años, rodeado siempre de pilas de manuales de autoayuda y devotos del pensamiento positivo. Creo que la diferencia es clara: mentir va en contra de mis principios, y si un cliente me pregunta si es bueno el libro que va a comprar, si vale la pena Louise L. Hay, mi comentario se limita a las ventas.
—Me lo quitan de las manos, señora.
Los lectores de Louise L. Hay —una mujer que fue violada durante su infancia, trabajó como modelo en su juventud y afirma que se curó de un cáncer de útero purificando su cuerpo con dietas y transformando la rabia en compasión hacia todos aquellos que la habían maltratado— suelen ser señoras en la frontera de los cincuenta años. Las estadísticas me respaldan, al menos las mías.
Y lo admito, mis respuestas son tan directas como las de los políticos oficialistas cuando les preguntan sobre la crisis. Aunque, pensándolo bien, es una comparación que me deja mal parado.
La verdad es que quedo mal parado ante algunas preguntas de los clientes.
Recuerdo a un chico joven, tendría unos veinte años, o menos, que buscaba un libro para superar el bajón después de una ruptura amorosa. No hay mucha bibliografía sobre el tema, la mayoría de libros están dedicados al divorcio, pero algunos títulos se pueden adaptar. El problema era que él quería uno que fuera específico para su edad y que perteneciera a la sección de autoayuda. Me recordó a su vez a una pareja de padres tardíos que llegaron desesperados una tarde. Necesitaban un libro que ayudara a su hija porque el novio la había dejado, la chica estaba traumatizada y ya no sabían qué hacer. Pregunté la edad de la hija.
—Doce años, señor.
He leído varios de los títulos de autoayuda más vendidos y alguno puede ser hasta divertido, pero es imposible conocerlos todos. ¿En qué se diferencian unos de otros? A veces en nada, ni siquiera en la sintaxis, y los peores son como transcripciones mal hechas. Se parecen hasta en la portada, y en el colmo del descaro, el diseño interior es idéntico. Es el caso de los libros de Brenda Barnaby, la autora de Más allá de El Secreto o Guía práctica de El Secreto, títulos que explotan el mercado abierto por Rhonda Byrne y su archiconocido El Secreto, un documental transformado en libro que es un compendio de entrevistas a los llamados maestros de… justamente ese secreto, la versión actualizada y más difundida del pensamiento positivo. Las imitaciones estilo Barnaby son el “top manta” del mundo del libro, pero en vez de falsificar un bolso Gucci, lo que se copia aquí es una bolsa de supermercado. ¿Debería actuar como un librero responsable y leerlos sin que importen mis gustos y, sobre todo, robándome a mí mismo el tiempo que sueño con dedicar a los clásicos que aún no he leído como El Quijote, Crimen y castigo o Trampa 22?
Al final no pude ayudar a aquel chico con su conflicto sentimental. A veces consigo que alguien se lleve una novela de Nick Hornby para curarse las penas o al menos para lamerse las heridas con estilo. Si el chico hubiera venido al comienzo de mi carrera como dependiente de librería (si esto es susceptible de llamarse carrera), me habría burlado en su cara y hasta habría fingido interés por su tragedia de enamorado no correspondido, poniéndome en plan psicólogo para después comentar la jugada con mis compañeros y echarnos unas risas. El sector ultra de la crítica a la autoayuda dirá que me he ablandado. Es posible, porque hoy me jode cuando no encuentro el título adecuado para lo que un cliente busca, sin importar la materia, aunque en mi defensa diré que me jode más cuando fracaso al intentar guiarlo hacia lecturas menos superficiales y rudimentarias.
Con ciertos clientes no cabe esta posibilidad, saben a lo que vienen. A ese treintañero que olía fatal y que vino a preguntarme por títulos de magia sexual no le iba a recomendar Los hechizados de Gombrowicz. Pensé que buscaba técnicas para seducir a una chica, pero fue claro, él quería magia sexual. Echó un vistazo a todos los libros de sexología de la sección y desapareció. Al rato volvió y empezó a buscar en la estantería de magia. Un cliente con un pedido tan particular siempre provoca el recuerdo de otro cliente con un pedido que compite en extravagancia, así que me acordé de una turista caribeña que compró Cómo preparar un caldero mágico y otros títulos por el estilo. Quise acercarme a recomendarle aquel libro, pero el hedor que lo rodeaba me hizo retroceder. Puede ser que no oliera tan mal y que yo haya empezado a ser víctima de cierta hipersensibilidad olfativa contagiado por el embarazo de mi mujer, o que el pobre sufriera un hechizo maligno que espantaba a las mujeres y a la gente en general varios metros a la redonda, pero igual no me acerqué.
Esto me lleva a pensar en lo fácil que sería ligar en la sección de autoayuda si estuviera soltero y si no me importara violar mis principios literarios. Yo no leo para ser una mejor persona o para ser feliz. Leo porque quiero seguir aprendiendo hasta que sea un viejo ciego. ¿Hay alguna clase de conocimiento en los libros de autoayuda? ¡Cuántos maniquíes vestidas a la moda han venido preguntando por los libros de Jorge Bucay! Sí, Bucay, ese médico argentino que sale a veces en la televisión, es el favorito de las chicas guapas.
—Joder, tía, es que lo estoy pasando fatal.
—Ay, pues a mí Cuentos para pensar me ayudó un montón.
Ésta es la clase de conversaciones que se han grabado en mi cabeza. Todas se parecen, como los maniquíes de la calle Serrano. He visto a algunos clientes ligar haciendo mi trabajo pero sin chaleco de librero, hablando de las bondades de los libros de Paulo Coehlo (antes de que lo ascendieran a la categoría de “literatura” en la librería y lo retiraran de mis estanterías), de Rhonda Byrne o de Wayne Dyer, el autor de esa especie de Antiguo Testamento de la autoayuda que fue Tus zonas erróneas. Estos clientes (hombres, por si hace falta decirlo) están más cerca de la imagen que tenemos de un bronceado y musculoso concursante de Gran Hermano que del aura beatífica de una persona espiritual. Los he visto, los he escuchado y después he hojeado el libro que acababa de servirles para su reciente conquista, y me he reído al descubrir que sus palabras eran la repetición casi exacta del texto de la solapa o de la contracubierta. Los más expertos son capaces de abrir un volumen por cualquier página y comentarlo como un monje sabio.
Uno de mis mejores amigos es un gran lector de autores como Eckhart Tolle, famoso por su best seller El poder del ahora, donde dice que los problemas están en la cabeza de cada uno y que debemos olvidar el pasado y dejar de preocuparnos por el futuro para vivir el ahora. T., mi amigo, ha leído todos sus libros, pero nunca le han servido para ligar. Otro de sus favoritos es Gary Renard, un exmúsico e inversor financiero que asegura ser el intérprete de dos espíritus que fueron discípulos de Jesús. Renard es menos solicitado que Tolle y está más vinculado al esoterismo, y T. cree en los poderes de la mente y en cosas que me provocan una sonrisa burlona como la sanación a través de las manos. Una tarde vino a mi piso. Una de mis plantas estaba enferma y me dijo que él la curaría con su poder sanador. Salimos de fiesta y al volver encontré la planta muerta.
El tronco de la autoayuda es el pensamiento positivo, ese lugar común al que se han arrimado hasta algunos divulgadores científicos como Eduard Punset. El pensamiento positivo es el gran agujero negro de nuestro tiempo, que todo lo absorbe y del que parece más que difícil escapar. Si me echaran de mi trabajo y le preguntara a uno de los maestros de El Secreto qué hice mal a pesar de que mis evaluaciones anuales siempre han sido buenas, apuesto a que me diría que mis pensamientos no estaban sincronizados con mis acciones. Para el pensamiento positivo sólo hay un culpable de todas las desgracias: nosotros mismos. Es un arma tan poderosa que muchas empresas la han adaptado hoy a su propia versión: el coaching, para aumentar el rendimiento (de los empleados) y mejorar la calidad de vida (del dueño, supongo). Me pregunto si los clientes que vienen a la librería y barren con El arte de no amargarse la vida de Rafael Santandreu salen después a las calles a protestar contra los recortes salariales, contra la corrupción, contra la mordaza que se pretende imponer a la libertad de manifestarse rechazando los abusos del poder, o se quedan en sus casas ejercitando el pensamiento positivo, que, por cierto, Santandreu ha disfrazado de psicología cognitiva para hacerse pasar por pensador serio.
La venta de libros de autoayuda iguala a la de literatura, pero si Arturo Pérez-Reverte es Madonna, Santandreu debe conformarse con Hannah Montana como símil. He leído los tuits de su Escuela de Felicidad. Creo que basta un ejemplo: “Cuando la justicia me impida ser feliz, es mejor dejarla estar”. De modo que si te meten una hostia, sonríe y pon la otra mejilla; y si ya te dieron en las dos, mira hacia otro lado, haz como si no hubiera pasado nada y no dejes de sonreír. Justo lo que necesitan los que mandan (es decir, no necesariamente los políticos) para adormecer a las nuevas generaciones. Y yo colocando sus libros como un militante obediente que sacude una pancarta. Ya sé lo que dirá un lector y defensor de los gurús de la autoayuda:
—Si tanto te quejas, ¿por qué no renuncias?
Porque no sólo se sufre de autoayuda. En una gran librería hay muchas secciones para refugiarse. ¡Cuántas veces me ha salvado de la ira el ponerme a hojear cualquiera de los volúmenes de la colección Flora ibérica publicada por el CSIC! Pero la razón más poderosa es que me gusta hablar con los clientes pese a mi timidez y mi torpeza. Lo que no me gusta es que me recomienden sus lecturas, que digan cosas como: “Uy, ¿no has leído a Walter Riso? Seguro que te va a ayudar”. ¿Ayudarme a qué? ¿Qué podría hacer por mí alguien que se presenta en su web como un gran futbolista que además destacaba en salto triple y que ahora escribe guías prácticas de autoayuda como Ama y no sufras?, cuando lo que yo quiero es quitarme el miedo a que mis hijos vivan en una sociedad modelo 1984 y ante la cual creo que hace falta una rebelión en la granja. A veces me atrevo y les respondo con Sonríe o muere en las manos, una de las críticas más feroces a la industria del pensamiento positivo, mi única arma contra la autoayuda, un caballo de Troya en las estanterías más visitadas de la librería.
En la autoayuda cabe todo, es como una alforja de ciego, parafraseando el título de uno de los libros que guardo con más cariño. Hasta podría crear varias terciarias: una dedicada a los registros akásicos, esa especie de memoria donde se supone que están almacenados todos los conocimientos del universo; otra para los testimonios de personas que sufren alguna discapacidad, y mi favorita, que sería la de autores misteriosos, aquellos que parecen fantasmas porque no incluyen su foto en la solapa y apenas mencionan un par de datos que ni siquiera son biográficos, como queviven en el campo o que tienen dos hijos y un perro; o hacer como Vadim Zeland, el ruso creador del transurfing (una técnica que invita a vivir “surfeando” la realidad), que posa con gafas oscuras y del que dicen que sólo ha dado una entrevista en toda su vida.
No deja de sorprenderme que hoy las estanterías de filosofía estén casi frente a las mías. Yin y yang. Conocimiento versus pseudoconocimiento, que es otra máscara de la ignorancia. Pero me sorprendo más cuando llega un cliente y se lleva libros de ambas secciones, como si después de comer un cocido necesitara beberse un yogur de McDonald’s.
Dudo que vaya a tener otro trabajo tan divertido y educador como éste. Si las rodillas no me traicionan, espero seguir largo tiempo contemplando la naturaleza humana, sus modas y sus caprichos. Esto no es Alta fidelidad, lectores, y no es mi intención portarme como un canalla sabelotodo, pero qué harían si una señora de abrigo de ante y gafas de sol llegara una tarde lluviosa y les pidiera un libro de autodefensa psíquica. Yo tengo que sonreír amablemente y poner mi mejor cara de “ha venido usted al lugar perfecto”, porque es parte del protocolo de atención al cliente.
Ilustración principal de Raquel Marín.
Imágenes de portadas de:
Tus zonas erróneas, de Wayne W. Dyer
El secreto, de Rhonda Byrne
El arte de no amargarse la vida, de Rafael Santandreu
Reality transurfing, de Vadim Zelam
Apuntes de un librero de autoayuda
Hace varios años conocí al dueño de una tienda de discos de segunda mano; sucedió antes de ver y leer Alta fidelidad y de que varios de mis amigos soñaran con trabajar en una tienda similar a la que imaginó Nick Hornby, exhibiendo sus gustos musicales y burlándose de los ajenos. M., el dueño, les preguntaba a sus clientes qué grupo buscaban. Si alguien decía, por ejemplo, los Ramones, él le mostraba discos de grupos que, aseguraba, eran los verdaderos padres del punk o una versión aumentada y mejorada de los neoyorquinos. M. nunca tenía nada de grupos emblemáticos como los Stones o los Velvet Underground, así como yo tampoco tengo ninguno de mis libros favoritos a mano en la planta de la librería donde trabajo desde hace cinco años, rodeado siempre de pilas de manuales de autoayuda y devotos del pensamiento positivo. Creo que la diferencia es clara: mentir va en contra de mis principios, y si un cliente me pregunta si es bueno el libro que va a comprar, si vale la pena Louise L. Hay, mi comentario se limita a las ventas.
—Me lo quitan de las manos, señora.
Los lectores de Louise L. Hay —una mujer que fue violada durante su infancia, trabajó como modelo en su juventud y afirma que se curó de un cáncer de útero purificando su cuerpo con dietas y transformando la rabia en compasión hacia todos aquellos que la habían maltratado— suelen ser señoras en la frontera de los cincuenta años. Las estadísticas me respaldan, al menos las mías.
Y lo admito, mis respuestas son tan directas como las de los políticos oficialistas cuando les preguntan sobre la crisis. Aunque, pensándolo bien, es una comparación que me deja mal parado.
La verdad es que quedo mal parado ante algunas preguntas de los clientes.
Recuerdo a un chico joven, tendría unos veinte años, o menos, que buscaba un libro para superar el bajón después de una ruptura amorosa. No hay mucha bibliografía sobre el tema, la mayoría de libros están dedicados al divorcio, pero algunos títulos se pueden adaptar. El problema era que él quería uno que fuera específico para su edad y que perteneciera a la sección de autoayuda. Me recordó a su vez a una pareja de padres tardíos que llegaron desesperados una tarde. Necesitaban un libro que ayudara a su hija porque el novio la había dejado, la chica estaba traumatizada y ya no sabían qué hacer. Pregunté la edad de la hija.
—Doce años, señor.
He leído varios de los títulos de autoayuda más vendidos y alguno puede ser hasta divertido, pero es imposible conocerlos todos. ¿En qué se diferencian unos de otros? A veces en nada, ni siquiera en la sintaxis, y los peores son como transcripciones mal hechas. Se parecen hasta en la portada, y en el colmo del descaro, el diseño interior es idéntico. Es el caso de los libros de Brenda Barnaby, la autora de Más allá de El Secreto o Guía práctica de El Secreto, títulos que explotan el mercado abierto por Rhonda Byrne y su archiconocido El Secreto, un documental transformado en libro que es un compendio de entrevistas a los llamados maestros de… justamente ese secreto, la versión actualizada y más difundida del pensamiento positivo. Las imitaciones estilo Barnaby son el “top manta” del mundo del libro, pero en vez de falsificar un bolso Gucci, lo que se copia aquí es una bolsa de supermercado. ¿Debería actuar como un librero responsable y leerlos sin que importen mis gustos y, sobre todo, robándome a mí mismo el tiempo que sueño con dedicar a los clásicos que aún no he leído como El Quijote, Crimen y castigo o Trampa 22?
Al final no pude ayudar a aquel chico con su conflicto sentimental. A veces consigo que alguien se lleve una novela de Nick Hornby para curarse las penas o al menos para lamerse las heridas con estilo. Si el chico hubiera venido al comienzo de mi carrera como dependiente de librería (si esto es susceptible de llamarse carrera), me habría burlado en su cara y hasta habría fingido interés por su tragedia de enamorado no correspondido, poniéndome en plan psicólogo para después comentar la jugada con mis compañeros y echarnos unas risas. El sector ultra de la crítica a la autoayuda dirá que me he ablandado. Es posible, porque hoy me jode cuando no encuentro el título adecuado para lo que un cliente busca, sin importar la materia, aunque en mi defensa diré que me jode más cuando fracaso al intentar guiarlo hacia lecturas menos superficiales y rudimentarias.
Con ciertos clientes no cabe esta posibilidad, saben a lo que vienen. A ese treintañero que olía fatal y que vino a preguntarme por títulos de magia sexual no le iba a recomendar Los hechizados de Gombrowicz. Pensé que buscaba técnicas para seducir a una chica, pero fue claro, él quería magia sexual. Echó un vistazo a todos los libros de sexología de la sección y desapareció. Al rato volvió y empezó a buscar en la estantería de magia. Un cliente con un pedido tan particular siempre provoca el recuerdo de otro cliente con un pedido que compite en extravagancia, así que me acordé de una turista caribeña que compró Cómo preparar un caldero mágico y otros títulos por el estilo. Quise acercarme a recomendarle aquel libro, pero el hedor que lo rodeaba me hizo retroceder. Puede ser que no oliera tan mal y que yo haya empezado a ser víctima de cierta hipersensibilidad olfativa contagiado por el embarazo de mi mujer, o que el pobre sufriera un hechizo maligno que espantaba a las mujeres y a la gente en general varios metros a la redonda, pero igual no me acerqué.
Esto me lleva a pensar en lo fácil que sería ligar en la sección de autoayuda si estuviera soltero y si no me importara violar mis principios literarios. Yo no leo para ser una mejor persona o para ser feliz. Leo porque quiero seguir aprendiendo hasta que sea un viejo ciego. ¿Hay alguna clase de conocimiento en los libros de autoayuda? ¡Cuántos maniquíes vestidas a la moda han venido preguntando por los libros de Jorge Bucay! Sí, Bucay, ese médico argentino que sale a veces en la televisión, es el favorito de las chicas guapas.
—Joder, tía, es que lo estoy pasando fatal.
—Ay, pues a mí Cuentos para pensar me ayudó un montón.
Ésta es la clase de conversaciones que se han grabado en mi cabeza. Todas se parecen, como los maniquíes de la calle Serrano. He visto a algunos clientes ligar haciendo mi trabajo pero sin chaleco de librero, hablando de las bondades de los libros de Paulo Coehlo (antes de que lo ascendieran a la categoría de “literatura” en la librería y lo retiraran de mis estanterías), de Rhonda Byrne o de Wayne Dyer, el autor de esa especie de Antiguo Testamento de la autoayuda que fue Tus zonas erróneas. Estos clientes (hombres, por si hace falta decirlo) están más cerca de la imagen que tenemos de un bronceado y musculoso concursante de Gran Hermano que del aura beatífica de una persona espiritual. Los he visto, los he escuchado y después he hojeado el libro que acababa de servirles para su reciente conquista, y me he reído al descubrir que sus palabras eran la repetición casi exacta del texto de la solapa o de la contracubierta. Los más expertos son capaces de abrir un volumen por cualquier página y comentarlo como un monje sabio.
Uno de mis mejores amigos es un gran lector de autores como Eckhart Tolle, famoso por su best seller El poder del ahora, donde dice que los problemas están en la cabeza de cada uno y que debemos olvidar el pasado y dejar de preocuparnos por el futuro para vivir el ahora. T., mi amigo, ha leído todos sus libros, pero nunca le han servido para ligar. Otro de sus favoritos es Gary Renard, un exmúsico e inversor financiero que asegura ser el intérprete de dos espíritus que fueron discípulos de Jesús. Renard es menos solicitado que Tolle y está más vinculado al esoterismo, y T. cree en los poderes de la mente y en cosas que me provocan una sonrisa burlona como la sanación a través de las manos. Una tarde vino a mi piso. Una de mis plantas estaba enferma y me dijo que él la curaría con su poder sanador. Salimos de fiesta y al volver encontré la planta muerta.
El tronco de la autoayuda es el pensamiento positivo, ese lugar común al que se han arrimado hasta algunos divulgadores científicos como Eduard Punset. El pensamiento positivo es el gran agujero negro de nuestro tiempo, que todo lo absorbe y del que parece más que difícil escapar. Si me echaran de mi trabajo y le preguntara a uno de los maestros de El Secreto qué hice mal a pesar de que mis evaluaciones anuales siempre han sido buenas, apuesto a que me diría que mis pensamientos no estaban sincronizados con mis acciones. Para el pensamiento positivo sólo hay un culpable de todas las desgracias: nosotros mismos. Es un arma tan poderosa que muchas empresas la han adaptado hoy a su propia versión: el coaching, para aumentar el rendimiento (de los empleados) y mejorar la calidad de vida (del dueño, supongo). Me pregunto si los clientes que vienen a la librería y barren con El arte de no amargarse la vida de Rafael Santandreu salen después a las calles a protestar contra los recortes salariales, contra la corrupción, contra la mordaza que se pretende imponer a la libertad de manifestarse rechazando los abusos del poder, o se quedan en sus casas ejercitando el pensamiento positivo, que, por cierto, Santandreu ha disfrazado de psicología cognitiva para hacerse pasar por pensador serio.
La venta de libros de autoayuda iguala a la de literatura, pero si Arturo Pérez-Reverte es Madonna, Santandreu debe conformarse con Hannah Montana como símil. He leído los tuits de su Escuela de Felicidad. Creo que basta un ejemplo: “Cuando la justicia me impida ser feliz, es mejor dejarla estar”. De modo que si te meten una hostia, sonríe y pon la otra mejilla; y si ya te dieron en las dos, mira hacia otro lado, haz como si no hubiera pasado nada y no dejes de sonreír. Justo lo que necesitan los que mandan (es decir, no necesariamente los políticos) para adormecer a las nuevas generaciones. Y yo colocando sus libros como un militante obediente que sacude una pancarta. Ya sé lo que dirá un lector y defensor de los gurús de la autoayuda:
—Si tanto te quejas, ¿por qué no renuncias?
Porque no sólo se sufre de autoayuda. En una gran librería hay muchas secciones para refugiarse. ¡Cuántas veces me ha salvado de la ira el ponerme a hojear cualquiera de los volúmenes de la colección Flora ibérica publicada por el CSIC! Pero la razón más poderosa es que me gusta hablar con los clientes pese a mi timidez y mi torpeza. Lo que no me gusta es que me recomienden sus lecturas, que digan cosas como: “Uy, ¿no has leído a Walter Riso? Seguro que te va a ayudar”. ¿Ayudarme a qué? ¿Qué podría hacer por mí alguien que se presenta en su web como un gran futbolista que además destacaba en salto triple y que ahora escribe guías prácticas de autoayuda como Ama y no sufras?, cuando lo que yo quiero es quitarme el miedo a que mis hijos vivan en una sociedad modelo 1984 y ante la cual creo que hace falta una rebelión en la granja. A veces me atrevo y les respondo con Sonríe o muere en las manos, una de las críticas más feroces a la industria del pensamiento positivo, mi única arma contra la autoayuda, un caballo de Troya en las estanterías más visitadas de la librería.
En la autoayuda cabe todo, es como una alforja de ciego, parafraseando el título de uno de los libros que guardo con más cariño. Hasta podría crear varias terciarias: una dedicada a los registros akásicos, esa especie de memoria donde se supone que están almacenados todos los conocimientos del universo; otra para los testimonios de personas que sufren alguna discapacidad, y mi favorita, que sería la de autores misteriosos, aquellos que parecen fantasmas porque no incluyen su foto en la solapa y apenas mencionan un par de datos que ni siquiera son biográficos, como queviven en el campo o que tienen dos hijos y un perro; o hacer como Vadim Zeland, el ruso creador del transurfing (una técnica que invita a vivir “surfeando” la realidad), que posa con gafas oscuras y del que dicen que sólo ha dado una entrevista en toda su vida.
No deja de sorprenderme que hoy las estanterías de filosofía estén casi frente a las mías. Yin y yang. Conocimiento versus pseudoconocimiento, que es otra máscara de la ignorancia. Pero me sorprendo más cuando llega un cliente y se lleva libros de ambas secciones, como si después de comer un cocido necesitara beberse un yogur de McDonald’s.
Dudo que vaya a tener otro trabajo tan divertido y educador como éste. Si las rodillas no me traicionan, espero seguir largo tiempo contemplando la naturaleza humana, sus modas y sus caprichos. Esto no es Alta fidelidad, lectores, y no es mi intención portarme como un canalla sabelotodo, pero qué harían si una señora de abrigo de ante y gafas de sol llegara una tarde lluviosa y les pidiera un libro de autodefensa psíquica. Yo tengo que sonreír amablemente y poner mi mejor cara de “ha venido usted al lugar perfecto”, porque es parte del protocolo de atención al cliente.
Ilustración principal de Raquel Marín.
Imágenes de portadas de:
Tus zonas erróneas, de Wayne W. Dyer
El secreto, de Rhonda Byrne
El arte de no amargarse la vida, de Rafael Santandreu
Reality transurfing, de Vadim Zelam