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Un paseo en taxi por Teherán
“Pienso ahora que caminé para sentir ese tipo específico de ansiedad, que llamaré ansiedad nostálgica, o nostalgia vacía. La ansiedad nostálgica vendría a ser un sentimiento de privación de nostalgia cuando no se tiene la opción de sentir una nostalgia real”.
Sergio Chejfec, Mis dos mundos
El viernes del último puente, yendo camino a Bilbao y después de que la densidad del tráfico nos retuviese por más de dos horas a la salida de Madrid, paramos en una enorme estación de servicio. Era esa hora de la tarde entre perro y lobo: una luz ya abatida se derramaba por aquella especie de alucinación urbana en mitad del campo. Entré en la tienda. Algunos padres arrastraban a sus quejumbrosos hijos hacia fuera, muchos salían del baño aliviados y todo el mundo en general nos mirábamos con una mezcla de congoja y excitación, producto de las horas de encierro y lento discurrir en nuestros respectivos coches. Mientras esperaba mi turno en la cola provisto de chucherías de diverso tipo, observé en una estantería un lustroso embalaje en que se leía: “Pistachos de Irán”. Estuve a punto de bajar los brazos y tirar todo lo que llevaba encima para hacerme con aquella bolsita, tan delicada pensaba yo, llena de esos frutos entreabiertos como ojos somnolientos, de un verde oculto tan evocador. En un momento de cordura pensé en el incordio de pelarlos, y sobre todo en la tapicería del coche de mi amigo, y desistí. Luego estuve pensando en los nombres de lugar, en esa “hipersemanticidad” que a veces les infundimos, tan estudiada por Proust: Balbec, Parma, Venecia… A veces amamos más los nombres que las cosas que nombran.
Recientemente vi Taxi Teherán, la última película de Jafar Panahi, director de El globo blanco (1995) o El círculo (2005). Panahi, que ha pasado tiempo en prisión y que actualmente está inhabilitado para hacer cine acusado por el régimen iraní del delito de “actuar contra la seguridad nacional y hacer propaganda contra el Estado”, se las ha ingeniado para eludir la censura y ha creado un artefacto arriesgado, política y formalmente. Para ello, se ha puesto al volante de un taxi que recorre las calles de Teherán recogiendo y soltando a diversos personajes que interactúan con él, introduciendo así los pasajes narrativos y los diálogos, mientras un par de mini cámaras colocadas en el salpicadero del coche graban las escenas del interior. El montaje final se enriquece también de imágenes grabadas por otros dispositivos móviles, como cámaras digitales o teléfonos, que, durante la grabación “madre”, hemos visto emplear a otros personajes de la cinta, clientes del taxi. El resultado es un extraño híbrido de ficción y documental donde, aunque intuimos qué es ensayado y qué espontáneo, quiénes son actores profesionales y quiénes no, algo se nos escapa de ambos mundos y nunca sabremos si la sobrina de Panahi es realmente así de redicha o si las carátulas de las películas prohibidas con las que uno de los personajes trafica, y que Panahi baraja frente a nuestros ojos, son exactamente ésas cuyos títulos va nombrando… Estamos, en efecto, ante un asombroso ejercicio de prestidigitación.
El ojo tiene que viajar, decía Diana Vreeland. Esta vez el mío lo ha hecho por Teherán, esa ciudad que posiblemente nunca visite, con sus montañas peladas en el horizonte, los zócalos azulejados de las fachadas de muchos de sus edificios, sus mujeres cobijadas en un negro sin principio ni fin, sus callejones sin salida, sus avenidas destartaladas pero acogedoras, sus árboles raquíticos, las manchas magenta de sus buganvillas, y ese cierto aire a Sevilla, a Roma, a París. Al final, la cámara se posa primorosamente sobre un bajorrelieve de aspecto asirio que florece desde la más profunda antigüedad, perenne como la rosa que alguien se deja olvidada sobre el salpicadero del taxi en el último encuadre de la película.
Mi ojo tiene que viajar, salir de esos paisajes aburridos y previsibles, ya tan lejanos a la tierra, de la mayor parte del Hollywood actual, escapar de los suburbios perfectos del Imperio Americano, de esas pistas de béisbol que (no sé a cuento de qué) tanto me deprimen, de esos cromas llenos de superhéroes, de sus mareantes soundtracks…, hasta encontrarse con otros mundos posibles ¡y nuevos!, como el que observa Panahi desde su baja estatura y su mirada a ras, inteligente y risueña. Porque posiblemente este cansancio de mi “ojo” esté relacionado con una de las cuestiones que más me inquietan últimamente: la relación extenuante, vicaria hasta decir basta, definitivamente acabada, que padezco (como usuario o espectador) con ciertos productos o actividades. Con Hollywood, como con el turismo (aquí habría mucha tela que cortar), me ocurre que hay una barrera, digamos “política”, que me impide disfrutarlos de manera inocente, sin ser medianamente ajeno a su propaganda. Al final, soy incapaz de no sentirme víctima de un tráfico de sentimientos de segunda o tercera mano.
Sería difícil subestimar la importancia de la vicariedad al tratar de definir lo “sentimental”. No sé si esta sensación de “sentimientos manoseados” que me produce, por ejemplo, cierto cine hegemónico tiene que ver con un despertar político, con un fuerte cinismo relacionado con el cansancio del ojo y del corazón (eso que solía llamarse “mundanidad”), o con ambas cosas a la vez. Tampoco sé si me convierte en un sentimental acérrimo o en un anti-sentimental sin remedio. Lo cierto es que en la búsqueda de lo “auténtico” me he convertido en una especie de Casanova infatigable. Eso que llamo “lo auténtico” es una especie de nostalgia de lo primigenio, algo vivido y perdido, un estado melancólico, lo que en la Edad Media se conocía como acedia. Es extraño que ciertos pecados medievales previos al desarrollo de la psicología definan mejor que otros términos modernos estados del ánimo tan absolutamente contemporáneos. En el Catecismo de la Iglesia Católica definen el pecado de la acedia como “curiosidad”, “bulimia intelectual”, “vagabundeo de la mente”, “locuacidad”.
Después de ver la película de Panahi, que es como un paseo guiado pero sin guía, uno cree recuperar esa inocencia perdida tras el bombardeo diario de imágenes sobadas y de sentimientos prestados y mediatizantes. Un viaje, en el sentido prístino del término. Posiblemente sólo se trate de una ilusión, pero esa empatía hacia el mundo a la que uno se entrega mientras pasea es, como dice Benjamin cuando habla del flâneur, un tipo de ebriedad que coloca al fumador de opio, al lector, al pensador, al soñador y al iluminado en la senda esperanzada del optimismo.
Un paseo en taxi por Teherán
“Pienso ahora que caminé para sentir ese tipo específico de ansiedad, que llamaré ansiedad nostálgica, o nostalgia vacía. La ansiedad nostálgica vendría a ser un sentimiento de privación de nostalgia cuando no se tiene la opción de sentir una nostalgia real”.
Sergio Chejfec, Mis dos mundos
El viernes del último puente, yendo camino a Bilbao y después de que la densidad del tráfico nos retuviese por más de dos horas a la salida de Madrid, paramos en una enorme estación de servicio. Era esa hora de la tarde entre perro y lobo: una luz ya abatida se derramaba por aquella especie de alucinación urbana en mitad del campo. Entré en la tienda. Algunos padres arrastraban a sus quejumbrosos hijos hacia fuera, muchos salían del baño aliviados y todo el mundo en general nos mirábamos con una mezcla de congoja y excitación, producto de las horas de encierro y lento discurrir en nuestros respectivos coches. Mientras esperaba mi turno en la cola provisto de chucherías de diverso tipo, observé en una estantería un lustroso embalaje en que se leía: “Pistachos de Irán”. Estuve a punto de bajar los brazos y tirar todo lo que llevaba encima para hacerme con aquella bolsita, tan delicada pensaba yo, llena de esos frutos entreabiertos como ojos somnolientos, de un verde oculto tan evocador. En un momento de cordura pensé en el incordio de pelarlos, y sobre todo en la tapicería del coche de mi amigo, y desistí. Luego estuve pensando en los nombres de lugar, en esa “hipersemanticidad” que a veces les infundimos, tan estudiada por Proust: Balbec, Parma, Venecia… A veces amamos más los nombres que las cosas que nombran.
Recientemente vi Taxi Teherán, la última película de Jafar Panahi, director de El globo blanco (1995) o El círculo (2005). Panahi, que ha pasado tiempo en prisión y que actualmente está inhabilitado para hacer cine acusado por el régimen iraní del delito de “actuar contra la seguridad nacional y hacer propaganda contra el Estado”, se las ha ingeniado para eludir la censura y ha creado un artefacto arriesgado, política y formalmente. Para ello, se ha puesto al volante de un taxi que recorre las calles de Teherán recogiendo y soltando a diversos personajes que interactúan con él, introduciendo así los pasajes narrativos y los diálogos, mientras un par de mini cámaras colocadas en el salpicadero del coche graban las escenas del interior. El montaje final se enriquece también de imágenes grabadas por otros dispositivos móviles, como cámaras digitales o teléfonos, que, durante la grabación “madre”, hemos visto emplear a otros personajes de la cinta, clientes del taxi. El resultado es un extraño híbrido de ficción y documental donde, aunque intuimos qué es ensayado y qué espontáneo, quiénes son actores profesionales y quiénes no, algo se nos escapa de ambos mundos y nunca sabremos si la sobrina de Panahi es realmente así de redicha o si las carátulas de las películas prohibidas con las que uno de los personajes trafica, y que Panahi baraja frente a nuestros ojos, son exactamente ésas cuyos títulos va nombrando… Estamos, en efecto, ante un asombroso ejercicio de prestidigitación.
El ojo tiene que viajar, decía Diana Vreeland. Esta vez el mío lo ha hecho por Teherán, esa ciudad que posiblemente nunca visite, con sus montañas peladas en el horizonte, los zócalos azulejados de las fachadas de muchos de sus edificios, sus mujeres cobijadas en un negro sin principio ni fin, sus callejones sin salida, sus avenidas destartaladas pero acogedoras, sus árboles raquíticos, las manchas magenta de sus buganvillas, y ese cierto aire a Sevilla, a Roma, a París. Al final, la cámara se posa primorosamente sobre un bajorrelieve de aspecto asirio que florece desde la más profunda antigüedad, perenne como la rosa que alguien se deja olvidada sobre el salpicadero del taxi en el último encuadre de la película.
Mi ojo tiene que viajar, salir de esos paisajes aburridos y previsibles, ya tan lejanos a la tierra, de la mayor parte del Hollywood actual, escapar de los suburbios perfectos del Imperio Americano, de esas pistas de béisbol que (no sé a cuento de qué) tanto me deprimen, de esos cromas llenos de superhéroes, de sus mareantes soundtracks…, hasta encontrarse con otros mundos posibles ¡y nuevos!, como el que observa Panahi desde su baja estatura y su mirada a ras, inteligente y risueña. Porque posiblemente este cansancio de mi “ojo” esté relacionado con una de las cuestiones que más me inquietan últimamente: la relación extenuante, vicaria hasta decir basta, definitivamente acabada, que padezco (como usuario o espectador) con ciertos productos o actividades. Con Hollywood, como con el turismo (aquí habría mucha tela que cortar), me ocurre que hay una barrera, digamos “política”, que me impide disfrutarlos de manera inocente, sin ser medianamente ajeno a su propaganda. Al final, soy incapaz de no sentirme víctima de un tráfico de sentimientos de segunda o tercera mano.
Sería difícil subestimar la importancia de la vicariedad al tratar de definir lo “sentimental”. No sé si esta sensación de “sentimientos manoseados” que me produce, por ejemplo, cierto cine hegemónico tiene que ver con un despertar político, con un fuerte cinismo relacionado con el cansancio del ojo y del corazón (eso que solía llamarse “mundanidad”), o con ambas cosas a la vez. Tampoco sé si me convierte en un sentimental acérrimo o en un anti-sentimental sin remedio. Lo cierto es que en la búsqueda de lo “auténtico” me he convertido en una especie de Casanova infatigable. Eso que llamo “lo auténtico” es una especie de nostalgia de lo primigenio, algo vivido y perdido, un estado melancólico, lo que en la Edad Media se conocía como acedia. Es extraño que ciertos pecados medievales previos al desarrollo de la psicología definan mejor que otros términos modernos estados del ánimo tan absolutamente contemporáneos. En el Catecismo de la Iglesia Católica definen el pecado de la acedia como “curiosidad”, “bulimia intelectual”, “vagabundeo de la mente”, “locuacidad”.
Después de ver la película de Panahi, que es como un paseo guiado pero sin guía, uno cree recuperar esa inocencia perdida tras el bombardeo diario de imágenes sobadas y de sentimientos prestados y mediatizantes. Un viaje, en el sentido prístino del término. Posiblemente sólo se trate de una ilusión, pero esa empatía hacia el mundo a la que uno se entrega mientras pasea es, como dice Benjamin cuando habla del flâneur, un tipo de ebriedad que coloca al fumador de opio, al lector, al pensador, al soñador y al iluminado en la senda esperanzada del optimismo.