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De parte del autor
Lo que más me sorprendió de Crumb (Terry Zwigoff, 1994) la primera vez que la vi no fueron ni las confesiones íntimas del dibujante estadounidense ni tampoco su peculiar familia, sino una breve escena del documental que se desarrolla en una tienda de cómics. “Soy un gran fan suyo, me estaba preguntando si me daría un autógrafo”, le pregunta con cierta timidez el dueño del establecimiento a Robert Crumb. A lo que éste le responde: “No creo…, no creo en eso de dar autógrafos”. Supongo que después de ver esta escena muchos espectadores consideraron a Crumb como un viejo cascarrabias (“¿Qué le cuesta darle un autógrafo?”). Yo creo que esta escena, por el contrario, merece una reflexión. Piénsese bien, ¿qué añade la firma del autor a un ejemplar de su libro, que al fin y al cabo es su verdadera obra y en la que ha invertido —cabe suponer— la mayor parte de su tiempo y de su talento?
Me acordé justamente de esta escena del documental de Zwigoff mientras visitaba El arte del autógrafo, una exposición inaugurada el pasado 30 de noviembre en el Museo Estatal Pushkin de Moscú. La muestra recoge libros, pero también retratos y cartas en los que varios escritores, poetas y filósofos rusos de los siglos XIX y XX estamparon su firma y dedicatorias. Hay más de 200 y están prácticamente todos. La exposición es sencilla y se divide en tres salas en las que, sobre las piezas expuestas, se resume brevemente la vida del autor. En la primera sala, por ejemplo, se encuentran los autógrafos de Fiódor Dostoyevski, León Tolstói, Iván Turguényev, Ivan Goncharov o Anton Chéjov, entre otros autores del siglo XIX. En la segunda se encuentran los representantes de la Edad de Plata de la poesía rusa: Aleksandr Blok, Valeri Briúsov y, por supuesto, Anna Ajmátova. La tercera y última sala acoge a autores del resto del siglo XX: Isaac Bábel, Vladímir Mayakovski, Ilf y Petrov, Mijaíl Zóschenko, Mijaíl Bulgákov, Vladímir Nabokov, Alekséi Tolstói, Víktor Shklovski, Borís Pasternak, Aleksandr Solzhenitsyn o Serguéi Dovlátov, por citar solamente a unos cuantos.
Si algo demuestra esta exposición es que el escritor guarda generalmente lo mejor de su talento para sí. “A Angelina Nikolayevna Domatevich, del autor”, escribe Dostoyevski en la cabecera de un ejemplar de Los demonios. La descripción del catálogo describe la pieza como sigue: “Los autógrafos de Dostoyevski, como es usual en él, son reservados y cortos”. En realidad este tipo de dedicatorias son una constante en toda la muestra. “A Nikolái Nikoláyevich Strajov, como muestra de amistad del autor”, escribe León Tolstói. Nabokov en un ejemplar de El doble: “A mi madrecita, de V. N. [19]36”. “Al estimado Evgeny Ivánov de Vlad. Mayakovski, en muestra de amistad”, firma el célebre poeta comunista una copia de su Tragedia en dos actos. ¿Y por qué habría de ser de otro modo?
El autógrafo históricamente se reservaba a personas cercanas y, en menor grado, a aquellas de las que se buscaba su favor o a las que se mostraba su admiración enviándoles un ejemplar dedicado del libro. Cabe recordar que entonces no existían ferias del libro ni jornadas como la Diada de Sant Jordi de Cataluña tal y como hoy la conocemos —es decir, como acto promocional—, en las que los lectores guardan religiosamente cola para conseguir que un autor les firme un ejemplar de su libro. En este contexto la cercanía al lector ya no existe: se finge. ¿Quién le garantiza al lector que su dedicatoria es más personal que la de quien acaba de abandonar el puesto delante de él o de la quien guarda cola detrás suyo? Todo ello resulta, por supuesto, muy difícil de imaginar en este otro contexto —“¿me firma un autógrafo, señor Dostoyevski?”—.
Los autógrafos sin embargo tienen también otra función, pero no en esta ocasión para el escritor o para el lector, sino para el investigador, que puede ayudarse de ellos para reconstruir la biografía de los escritores, sus relaciones literarias, personales y en ocasiones incluso políticas. Por señalado ejemplo, la dedicatoria de Ilyá Ehrenburg a Stalin de un ejemplar de Guerra (1942-1943) aquí expuesto: “A Iósif Vissariónovich, con profunda estima y respeto, el 1 de enero de 1943”. También encontramos en la exposición los autógrafos de Chéjov al escritor y dramaturgo Vladímir Tijónov; de Bábel al poeta y crítico literario Serguéi Bugantsev; de Solzhenitsyn a Elena Chukovskaya —que ayudó al escritor desde 1960 hasta su expulsión de la URSS—; o de Máximo Gorki a María Chéjova, la hermana de Chéjov, con quien coincidió en Yalta; entre muchos otros.
El arte del autógrafo también depara alguna sorpresa que otra al visitante. Nikolái Gumílev —el esposo de Ajmátova— y Iósif Brodski eran por ejemplo aficionados a acompañar sus dedicatorias de un retrato de sí mismos, y en la exposición puede verse un ejemplar de Fin de una época maravillosa en el que el Brodski dibujó un elegante autorretrato a vuelapluma en la primera página. En un ejemplar de Primavera en Fialta dedicado a su cuñada, Sonia Slonim, Nabokov dibujó una elaborada mariposa —la entomología, como es sabido, era una de sus grandes pasiones— a la que pintó las alas de color violeta. Bajo ella escribió “Vladimirius Nabokovius” (no la busquen, no existe ninguna especie con ese nombre).
Y quien esto escribe no puede resistirse a consignar la carta que Víktor Nekrásov escribió en un prosaico mantel de papel del pub Sir Winston Churchill de Londres. Está dirigida al escritor Venedikt Yerofeyev —autor del legendario ‘samizdat’ Moscú-Petushkí— y fechada el 4 de septiembre de 1977. La misiva está escrita —reza el catálogo— en el estilo del último Nekrásov, “jocoso, un poco hooliganesco y, pese a todo, con buen carácter”. Pero si uno de los autógrafos merece sin duda el nombre de esta exposición, ése es el de Serguéi Dovlátov, el cual, por méritos propios, pone punto y final a esta entrada de El Estado Mental de hoy: “A toda firma le gusta creerse que es un autógrafo. Incluida ésta. S. Dovlátov”.
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Nota del autor: La exposición El arte del autógrafo puede verse en el Museo Estatal Pushkin de Moscú hasta el 31 de enero de 2016. Ul. Prechistenka 12/2, estación de metro Kropótkinskaya.
De parte del autor
Lo que más me sorprendió de Crumb (Terry Zwigoff, 1994) la primera vez que la vi no fueron ni las confesiones íntimas del dibujante estadounidense ni tampoco su peculiar familia, sino una breve escena del documental que se desarrolla en una tienda de cómics. “Soy un gran fan suyo, me estaba preguntando si me daría un autógrafo”, le pregunta con cierta timidez el dueño del establecimiento a Robert Crumb. A lo que éste le responde: “No creo…, no creo en eso de dar autógrafos”. Supongo que después de ver esta escena muchos espectadores consideraron a Crumb como un viejo cascarrabias (“¿Qué le cuesta darle un autógrafo?”). Yo creo que esta escena, por el contrario, merece una reflexión. Piénsese bien, ¿qué añade la firma del autor a un ejemplar de su libro, que al fin y al cabo es su verdadera obra y en la que ha invertido —cabe suponer— la mayor parte de su tiempo y de su talento?
Me acordé justamente de esta escena del documental de Zwigoff mientras visitaba El arte del autógrafo, una exposición inaugurada el pasado 30 de noviembre en el Museo Estatal Pushkin de Moscú. La muestra recoge libros, pero también retratos y cartas en los que varios escritores, poetas y filósofos rusos de los siglos XIX y XX estamparon su firma y dedicatorias. Hay más de 200 y están prácticamente todos. La exposición es sencilla y se divide en tres salas en las que, sobre las piezas expuestas, se resume brevemente la vida del autor. En la primera sala, por ejemplo, se encuentran los autógrafos de Fiódor Dostoyevski, León Tolstói, Iván Turguényev, Ivan Goncharov o Anton Chéjov, entre otros autores del siglo XIX. En la segunda se encuentran los representantes de la Edad de Plata de la poesía rusa: Aleksandr Blok, Valeri Briúsov y, por supuesto, Anna Ajmátova. La tercera y última sala acoge a autores del resto del siglo XX: Isaac Bábel, Vladímir Mayakovski, Ilf y Petrov, Mijaíl Zóschenko, Mijaíl Bulgákov, Vladímir Nabokov, Alekséi Tolstói, Víktor Shklovski, Borís Pasternak, Aleksandr Solzhenitsyn o Serguéi Dovlátov, por citar solamente a unos cuantos.
Si algo demuestra esta exposición es que el escritor guarda generalmente lo mejor de su talento para sí. “A Angelina Nikolayevna Domatevich, del autor”, escribe Dostoyevski en la cabecera de un ejemplar de Los demonios. La descripción del catálogo describe la pieza como sigue: “Los autógrafos de Dostoyevski, como es usual en él, son reservados y cortos”. En realidad este tipo de dedicatorias son una constante en toda la muestra. “A Nikolái Nikoláyevich Strajov, como muestra de amistad del autor”, escribe León Tolstói. Nabokov en un ejemplar de El doble: “A mi madrecita, de V. N. [19]36”. “Al estimado Evgeny Ivánov de Vlad. Mayakovski, en muestra de amistad”, firma el célebre poeta comunista una copia de su Tragedia en dos actos. ¿Y por qué habría de ser de otro modo?
El autógrafo históricamente se reservaba a personas cercanas y, en menor grado, a aquellas de las que se buscaba su favor o a las que se mostraba su admiración enviándoles un ejemplar dedicado del libro. Cabe recordar que entonces no existían ferias del libro ni jornadas como la Diada de Sant Jordi de Cataluña tal y como hoy la conocemos —es decir, como acto promocional—, en las que los lectores guardan religiosamente cola para conseguir que un autor les firme un ejemplar de su libro. En este contexto la cercanía al lector ya no existe: se finge. ¿Quién le garantiza al lector que su dedicatoria es más personal que la de quien acaba de abandonar el puesto delante de él o de la quien guarda cola detrás suyo? Todo ello resulta, por supuesto, muy difícil de imaginar en este otro contexto —“¿me firma un autógrafo, señor Dostoyevski?”—.
Los autógrafos sin embargo tienen también otra función, pero no en esta ocasión para el escritor o para el lector, sino para el investigador, que puede ayudarse de ellos para reconstruir la biografía de los escritores, sus relaciones literarias, personales y en ocasiones incluso políticas. Por señalado ejemplo, la dedicatoria de Ilyá Ehrenburg a Stalin de un ejemplar de Guerra (1942-1943) aquí expuesto: “A Iósif Vissariónovich, con profunda estima y respeto, el 1 de enero de 1943”. También encontramos en la exposición los autógrafos de Chéjov al escritor y dramaturgo Vladímir Tijónov; de Bábel al poeta y crítico literario Serguéi Bugantsev; de Solzhenitsyn a Elena Chukovskaya —que ayudó al escritor desde 1960 hasta su expulsión de la URSS—; o de Máximo Gorki a María Chéjova, la hermana de Chéjov, con quien coincidió en Yalta; entre muchos otros.
El arte del autógrafo también depara alguna sorpresa que otra al visitante. Nikolái Gumílev —el esposo de Ajmátova— y Iósif Brodski eran por ejemplo aficionados a acompañar sus dedicatorias de un retrato de sí mismos, y en la exposición puede verse un ejemplar de Fin de una época maravillosa en el que el Brodski dibujó un elegante autorretrato a vuelapluma en la primera página. En un ejemplar de Primavera en Fialta dedicado a su cuñada, Sonia Slonim, Nabokov dibujó una elaborada mariposa —la entomología, como es sabido, era una de sus grandes pasiones— a la que pintó las alas de color violeta. Bajo ella escribió “Vladimirius Nabokovius” (no la busquen, no existe ninguna especie con ese nombre).
Y quien esto escribe no puede resistirse a consignar la carta que Víktor Nekrásov escribió en un prosaico mantel de papel del pub Sir Winston Churchill de Londres. Está dirigida al escritor Venedikt Yerofeyev —autor del legendario ‘samizdat’ Moscú-Petushkí— y fechada el 4 de septiembre de 1977. La misiva está escrita —reza el catálogo— en el estilo del último Nekrásov, “jocoso, un poco hooliganesco y, pese a todo, con buen carácter”. Pero si uno de los autógrafos merece sin duda el nombre de esta exposición, ése es el de Serguéi Dovlátov, el cual, por méritos propios, pone punto y final a esta entrada de El Estado Mental de hoy: “A toda firma le gusta creerse que es un autógrafo. Incluida ésta. S. Dovlátov”.
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Nota del autor: La exposición El arte del autógrafo puede verse en el Museo Estatal Pushkin de Moscú hasta el 31 de enero de 2016. Ul. Prechistenka 12/2, estación de metro Kropótkinskaya.