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Un museo diferente

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Es Baluard es el museo más bonito del mundo, me dice su directora, Nekane Aramburu, mientras apura una copa de vino blanco en la terraza del restaurante. No estoy en condiciones de discutírselo. Llevo más de tres horas recorriéndolo, al principio guiado por el responsable de comunicación, Jesús Torné, y luego por mi cuenta. Voy de sorpresa en sorpresa. De la cámara oscura escondida en un torreón, al huerto urbano gestionado por el responsable de seguridad, un tal Juanjo al que la misma directora le hizo un vídeo bastante gracioso. De la sorprendente lectura de la colección al indescriptible Aljub, el antiguo pozo de agua convertido en un espacio multiusos. Difícilmente un museo tiene un espacio para eventos como éste. No queda otra, se alquila a empresas para que luzca de inmejorable decorado de todo tipo de saraos, ya sean culturales o no. Tenemos un presupuesto de posguerra, asegura Nekane, pero intentamos exprimirlo al máximo. Hay cosas que no hemos podido arreglar, como este Calatrava que nos colocaron aquí, pero en cambio hemos recuperado espacios como la Torre, que luego conocerás, remata.

La promesa se cumple y por la tarde me reúno con varios creadores representativos de la escena local en este insólito lugar que no se me ocurre para qué podría servir sino para esta suerte de meriendas creativas. Los invitados a esta reunión se sorprenden de la llamada. No es habitual esto en Mallorca. Alelí Mirelman, la responsable de programas públicos, los convocó con la excusa de mi visita y con la esperanza de empezar a tejer un hilo más en esta red de cómplices de la que Es Baluard aspira a ser el rodete. Nekane no se conforma con gestionar de paredes adentro sino que quiere ser también una herramienta para que las cosas sucedan en Palma, ya sea en el espacio que gestiona o en otros de la ciudad.

Para no empacharme de museo salgo a dar una vuelta. Me sugieren ir a ver la cúpula de Barceló, en la Catedral, pero me decanto por un paseo por Palma Arena. Tanto escucharlo en las noticias, quiero conocer el espacio, el lugar emblemático de la corrupción baleárica. Necesito ver con mis propios ojos el ascensor que no va a ninguna parte. Camino y, bordeando la riera, cruzo un parque en el que casi no hay árboles. En verano debe ser un infierno atravesarlo, pero hoy, mediados de octubre, la temperatura es ideal. Iría en metro, pero no hay ninguna estación cerca, y además, según me cuentan, los tiempos de espera, que en Barcelona se cuentan en segundos, en Madrid en minutos, en Palma se cuentan ¡en horas! Por algo la llaman la isla de la calma.

Llego a Palma Arena y me cuesta un rato localizarlo. No hay indicadores ni señales, es un monumento discreto. Rodeo el edificio del estacionamiento, gratuito, y llego a un descampado encharcado. Al fondo, lo diviso. Ahí está, orgulloso, soleado, sucio, pero en funcionamiento. Jordi Évole lo “inauguró” en un memorable programa de Salvados, e incluso hay partidos políticos que hacen vídeos en el que le hablan. Pero nadie entendió que esto era un ready-made. Sí, no hay dudas, el ínclito ex ministro y ex presidente de Baleares se cree un artista. Todo el mundo elogió a Federico Peralta Ramos cuando destinó los 3.000 dólares de la beca Guggenheim a pagar una cena con sus amigos. “En lugar de pintar una cena, hice una cena”, declaró el artista argentino. Matas no quiso ser menos y le regaló 1.200.000 euros a su amigo Santiago Calatrava para que preparara un power-point más una maqueta de una Ópera que nunca se iba a realizar. De la cena posterior no quedó registro público. El ascensor, después de tomarle varias fotos, me parece un batiscafo, al que Antònia Font, premonitoriamente, le dedicó este tema:

Después del almuerzo con la directora, regreso al hotel Costa Azul, frente al paseo marítimo, para una proverbial siesta. No consigo dormir. Todo es muy bizarro en este hotel. El personal va vestido con camisetas de colores chillones, running style, donde se lee “para ganar primero hay que soñar”. Las paredes de las habitaciones están decoradas con haikus escritos en japonés. En la mía, uno de Matsuo Bashō: “Llega el otoño: / el mar y el campo / tienen el mismo verde”. La revista que regalan, In Palma, asegura que Cristóbal Colón es mallorquín, de Felanitx concretamente. Eso sí, la sobrasada del desayuno, excelente.

De regreso a Es Baluard, bajo al sótano y me quedo un rato viendo algunas de las piezas de vídeo-arte que forman la muestra Reproductibilitat 2.0, comisariada por la propia Nekane Aramburu, a partir de una selección de la colección del Macba. Más allá del incuestionable acierto de presentar una muestra con trabajos de Bruce Nauman, Chris Burden, Vito Acconci o Dan Graham, destaco el ingenioso montaje que permite, por ejemplo, disfrutar del trabajo de Joan Jonas, Wind, entre unas cortinas que parecen mecerse al eco del viento que dibuja las coreografías del vídeo. Pero la obra que más me impacta es la de Helen Levitt, James Agee y Janice Loeb. In the Street resulta de una colaboración entre una fotógrafa, un escritor y una pintora. Leo en el programa que fue rodado con una pequeña cámara de 16 mm. El registro de la vida cotidiana de la clase trabajadora del Harlem hispano, en la Nueva York de los años 40, es conmovedor. Sin textos ni narración, la pieza se construye a partir de escenas que la cámara va recogiendo sin que los ciudadanos noten su presencia. Recuerdo entonces un fragmento de un texto de Mery Cuesta sobre el flâneur contemporáneo que me viene al pelo para algunas cosas que ando pensando últimamente:

“El paseante contemporáneo, más que nunca, hace de la pura subjetividad su bandera. La idea de cartografiar, de academizar, de sentar cátedra, se evapora en favor de una mirada más intuitiva y con poco afán de trascendencia. No es una mirada perfeccionista ni detallada, se trata más bien de la percepción y transmisión de impactos, de fogonazos. El paseante de hoy reacciona con la ráfaga y la impresión general. No cita ni se justifica porque su experiencia es estética e intensamente emocional”.

Por la noche pienso en ir a Trampa Teatro, pero quedo atrapado en una divertida conversación con María Riutort, librera de La Librera del Savoy, amenizada con Jameson y montaditos. A María la contacté para proponerle una presentación de libro que, afortunadamente, nunca se hizo. María no cree en presentaciones ni en clubes de lectura, ni siquiera en las librerías-bar. Ella es una librera, ni más ni menos, una apasionada de su trabajo. Como lo son, sospecho, las mujeres que gestionan Los Oficios Terrestres, la primera librería-peluquería que conozco en mi vida. Me impresiona su cuidada selección de libros combativos. No reviso la lista de champús. Me tientan varios autores, pero me llevo el Diario de un amigo de las drogas, de Aleister Crowley. ¿Un corte de pelo? No, gracias, me esperan en Balearia.