Contenido
Hay que follar más
Llego a Madrid nuevamente un fin de semana a ver una obra de Rodrigo. Se ha vuelto una tradición. Año 2010: Muerte y resurrección de un cowboy; año 2011: Gólgota Picnic, Teatro María Guerrero; año 2015: Daisy, Teatros del Canal. Tres obras que nunca llegaron a Barcelona. Festivales como el Grec prefieren programar a autores menos molestos. Decisiones. Política Cultural. Tapón generacional. Confiamos en que, con los nuevos gestores liderados por Ada Colau, esto cambie.
En la Sala Verde de los Teatros del Canal se siente la expectación. Hay ganas de comprobar el giro poético de Rodrigo. En varias entrevistas recientes ha hablado de su intento por buscar un enfoque distinto, habla de “procedimientos poéticos más complejos”, menos agresivos con el espectador. En este sentido, y a pesar de las protestas de los integristas católicos, indignados a priori sin conocer la obra, lo verdaderamente radical de Gólgota Picnic era la música de Joseph Haydn. Recuerdo perfectamente la procesión de espectadores saliendo cabreados durante la memorable versión para pianoforte de Las siete últimas palabras de Cristo en la cruz, a cargo de Marino Formenti. Esta manera de “obligarnos” a escuchar a un virtuoso genera un insólito rechazo entre los pobres de espíritu que van al teatro a entretenerse. En Daisy, un cuarteto de cuerda, formado por jovencísimos intérpretes, nos deleita con la música de Beethoven. Es inexplicable la emoción de esos momentos, lo bien ensamblados que quedan en la pieza. Incluso este cronista, tan poco ducho en música clásica, se conmueve ante este momento de belleza extrema.
Hay cosas que, afortunadamente, no cambian en las propuestas escénicas de Rodrigo. Esta manera de decir los textos de Gonzalo Cunill o Juan Loriente, por ejemplo, íntima y épica a la vez. A ratos sientes que Juan te susurra a la oreja, a ratos Gonzalo te parece el mesías hablándole a la eternidad. Cuando releo los textos intento hacerlo a la Loriente. No me sale, obvio, pero resuena en mi cabeza su timbre de voz, indisoluble de la poética de su amigo, cómplice y director.
Sí cambia la manera construir el espacio escénico. Quizás esa voluntad de cambiar el enfoque empiece por la manera como los cuerpos de los actores transitan el espacio escénico. Es la primera obra que veo de Rodrigo limpia, casi aséptica, sin olor. Tampoco se rompe apenas nada de la escenografía, únicamente unos libros son maltratados. Es una puesta en escena “alemana”, si me perdonan la expresión, tal vez demasiado perfecta. Incluso los perros parecen ser movidos con un mando a distancia, de tan robóticos que llegan a ser sus movimientos. El final es conmovedor. De los mejores que he visto (seguramente inspirado en esta obra de Santiago Sierra). Aun sabiendo que se está “representando”, durante unos segundos algunos espectadores sufrimos por la suerte de Loriente y nos quedamos petrificados hasta que Cunill lo “libera” de una muerte segura por asfixia.
La escritura de Rodrigo se ha ido depurando con los años. Finalmente, y gracias a la tenacidad de los editores de La Uña Rota, cada vez son más los lectores seducidos, cada vez más los críticos que se rinden ante sus textos, de los mejores escritos en castellano, en cualquier género, en los últimos veinte años. Barullo es el nombre que los agrupa. Barullo debería ser lectura obligatoria para la Selectividad. Barullo muestra a un Rodrigo estilista, que corrige cada frase y que busca la palabra precisa para cada emoción. Pueden comprar su Barullo en la caseta 210 de la Feria del Libro. Ya tardan.
Algunos temas siguen ahí, años después, dando vueltas en la cabeza de su creador.
En ¡Haberos quedado en casa, capullos! (1995), Rodrigo escribía:
“Todo el mundo es voluptuoso, pero siempre fuera de casa o en casas ajenas; y todos son divertidos, pero siempre fuera de casa o en casas ajenas; y todos son sorprendentemente inteligentes —cosa que tratándose de mi familia ya es mucho decir—, pero siempre fuera de casa o en casas ajenas.
Con lo que concluyo que la casa de uno es un lugar mal hecho.
Físicamente, la casa de uno es un lugar mal hecho.
La propiedad privada es una idea que ha degradado al ser humano, porque ha dejado siempre la parte más lúdica de su existencia para expresarse fuera.
Propiedad privada: estúpida madriguera donde acumular comida y horas de sueño.”
En Daisy, Rodrigo escribe:
“Podemos hacer de la casa un lugar lleno de sorpresas
Nuestros vecinos han convertido la Casa de sus Sueños en la casa del embotamiento
Van a bares, van al cine, van a la playa, van a chiringuitos, van a discotecas, van a pubs, van a supermercados, van a ferreterías, van a concesionarios de coches, van al estanco, van a la pastelería, van a por churros, van a la feria, porque la casa que tienen ya la secaron
Es una puñetera casa sin gracia
Pagan la hipoteca, pero no quieren ir a comer a casa al mediodía
Pagan la hipoteca, pero no quieren ir a dormir a casa a la noche
Y llenan la piscina pero no se bañan
Hay que follar más (…)
Y podría seguir hablando el tiempo que me diera la gana, hablando y hablando, sobre el arte de trivializar una vivienda
Adquirirla es contraer el cáncer”
En una conversación con Ignasi Duarte de hace unos años Rodrigo le decía: “No puedo hacer una obra sin escribir, ya quisiera, pero no puedo. No soy tan valiente como para dejar aquello solo y necesito, siempre, el anclaje de la palabra”. Esa palabra poderosa que en Daisy deja paso a rituales de la masonería de la cucaracha, danzas con perros y bailes con centollos, además de los clásicos vídeos marca de la casa.
Si con Cenizas escogidas pudimos tener agrupadas en un volumen gran parte de los textos que durante años fuimos recopilando gracias a los Pliegos de Teatro y Danza, con Barullo, además de las últimas creaciones escénicas, disfrutamos de ensayos críticos escritos para France Culture, de un manifiesto político y de varios poemas sueltos donde el autor experimenta nuevas maneras de contarnos sobre la inevitable soledad del creador.
“Y qué peor que esos chochitos lampiños con láser: Daisy, nunca más te lo depiles
Ya no se encuentra un coño peludo o como lo llama Godard en sus películas: el felpudo, muéstrame el felpudo, dice Godard
Tiempos de ausencia de felpudo: todas se rasuran el chocho y te las ves negras para dar con un buen coño araña
Triunfa el rollo: fóllame como si fuera un bebé o quiero ser un bebé o te gustaría follarte bebés
Y te avergüenza reconocerlo pero sin embargo no te avergüenza ser socio del Real Madrid”
Hay que follar más
Llego a Madrid nuevamente un fin de semana a ver una obra de Rodrigo. Se ha vuelto una tradición. Año 2010: Muerte y resurrección de un cowboy; año 2011: Gólgota Picnic, Teatro María Guerrero; año 2015: Daisy, Teatros del Canal. Tres obras que nunca llegaron a Barcelona. Festivales como el Grec prefieren programar a autores menos molestos. Decisiones. Política Cultural. Tapón generacional. Confiamos en que, con los nuevos gestores liderados por Ada Colau, esto cambie.
En la Sala Verde de los Teatros del Canal se siente la expectación. Hay ganas de comprobar el giro poético de Rodrigo. En varias entrevistas recientes ha hablado de su intento por buscar un enfoque distinto, habla de “procedimientos poéticos más complejos”, menos agresivos con el espectador. En este sentido, y a pesar de las protestas de los integristas católicos, indignados a priori sin conocer la obra, lo verdaderamente radical de Gólgota Picnic era la música de Joseph Haydn. Recuerdo perfectamente la procesión de espectadores saliendo cabreados durante la memorable versión para pianoforte de Las siete últimas palabras de Cristo en la cruz, a cargo de Marino Formenti. Esta manera de “obligarnos” a escuchar a un virtuoso genera un insólito rechazo entre los pobres de espíritu que van al teatro a entretenerse. En Daisy, un cuarteto de cuerda, formado por jovencísimos intérpretes, nos deleita con la música de Beethoven. Es inexplicable la emoción de esos momentos, lo bien ensamblados que quedan en la pieza. Incluso este cronista, tan poco ducho en música clásica, se conmueve ante este momento de belleza extrema.
Hay cosas que, afortunadamente, no cambian en las propuestas escénicas de Rodrigo. Esta manera de decir los textos de Gonzalo Cunill o Juan Loriente, por ejemplo, íntima y épica a la vez. A ratos sientes que Juan te susurra a la oreja, a ratos Gonzalo te parece el mesías hablándole a la eternidad. Cuando releo los textos intento hacerlo a la Loriente. No me sale, obvio, pero resuena en mi cabeza su timbre de voz, indisoluble de la poética de su amigo, cómplice y director.
Sí cambia la manera construir el espacio escénico. Quizás esa voluntad de cambiar el enfoque empiece por la manera como los cuerpos de los actores transitan el espacio escénico. Es la primera obra que veo de Rodrigo limpia, casi aséptica, sin olor. Tampoco se rompe apenas nada de la escenografía, únicamente unos libros son maltratados. Es una puesta en escena “alemana”, si me perdonan la expresión, tal vez demasiado perfecta. Incluso los perros parecen ser movidos con un mando a distancia, de tan robóticos que llegan a ser sus movimientos. El final es conmovedor. De los mejores que he visto (seguramente inspirado en esta obra de Santiago Sierra). Aun sabiendo que se está “representando”, durante unos segundos algunos espectadores sufrimos por la suerte de Loriente y nos quedamos petrificados hasta que Cunill lo “libera” de una muerte segura por asfixia.
La escritura de Rodrigo se ha ido depurando con los años. Finalmente, y gracias a la tenacidad de los editores de La Uña Rota, cada vez son más los lectores seducidos, cada vez más los críticos que se rinden ante sus textos, de los mejores escritos en castellano, en cualquier género, en los últimos veinte años. Barullo es el nombre que los agrupa. Barullo debería ser lectura obligatoria para la Selectividad. Barullo muestra a un Rodrigo estilista, que corrige cada frase y que busca la palabra precisa para cada emoción. Pueden comprar su Barullo en la caseta 210 de la Feria del Libro. Ya tardan.
Algunos temas siguen ahí, años después, dando vueltas en la cabeza de su creador.
En ¡Haberos quedado en casa, capullos! (1995), Rodrigo escribía:
“Todo el mundo es voluptuoso, pero siempre fuera de casa o en casas ajenas; y todos son divertidos, pero siempre fuera de casa o en casas ajenas; y todos son sorprendentemente inteligentes —cosa que tratándose de mi familia ya es mucho decir—, pero siempre fuera de casa o en casas ajenas.
Con lo que concluyo que la casa de uno es un lugar mal hecho.
Físicamente, la casa de uno es un lugar mal hecho.
La propiedad privada es una idea que ha degradado al ser humano, porque ha dejado siempre la parte más lúdica de su existencia para expresarse fuera.
Propiedad privada: estúpida madriguera donde acumular comida y horas de sueño.”
En Daisy, Rodrigo escribe:
“Podemos hacer de la casa un lugar lleno de sorpresas
Nuestros vecinos han convertido la Casa de sus Sueños en la casa del embotamiento
Van a bares, van al cine, van a la playa, van a chiringuitos, van a discotecas, van a pubs, van a supermercados, van a ferreterías, van a concesionarios de coches, van al estanco, van a la pastelería, van a por churros, van a la feria, porque la casa que tienen ya la secaron
Es una puñetera casa sin gracia
Pagan la hipoteca, pero no quieren ir a comer a casa al mediodía
Pagan la hipoteca, pero no quieren ir a dormir a casa a la noche
Y llenan la piscina pero no se bañan
Hay que follar más (…)
Y podría seguir hablando el tiempo que me diera la gana, hablando y hablando, sobre el arte de trivializar una vivienda
Adquirirla es contraer el cáncer”
En una conversación con Ignasi Duarte de hace unos años Rodrigo le decía: “No puedo hacer una obra sin escribir, ya quisiera, pero no puedo. No soy tan valiente como para dejar aquello solo y necesito, siempre, el anclaje de la palabra”. Esa palabra poderosa que en Daisy deja paso a rituales de la masonería de la cucaracha, danzas con perros y bailes con centollos, además de los clásicos vídeos marca de la casa.
Si con Cenizas escogidas pudimos tener agrupadas en un volumen gran parte de los textos que durante años fuimos recopilando gracias a los Pliegos de Teatro y Danza, con Barullo, además de las últimas creaciones escénicas, disfrutamos de ensayos críticos escritos para France Culture, de un manifiesto político y de varios poemas sueltos donde el autor experimenta nuevas maneras de contarnos sobre la inevitable soledad del creador.
“Y qué peor que esos chochitos lampiños con láser: Daisy, nunca más te lo depiles
Ya no se encuentra un coño peludo o como lo llama Godard en sus películas: el felpudo, muéstrame el felpudo, dice Godard
Tiempos de ausencia de felpudo: todas se rasuran el chocho y te las ves negras para dar con un buen coño araña
Triunfa el rollo: fóllame como si fuera un bebé o quiero ser un bebé o te gustaría follarte bebés
Y te avergüenza reconocerlo pero sin embargo no te avergüenza ser socio del Real Madrid”