Contenido

Tan sólo un fulgor

Modo lectura

La crisis nos ha cambiado a todos. Este podría ser el aforismo perfecto con el que despachar, indulgentemente, a todo un país. La fábula diría que la población, tras haber sido conducida por el sendero de la especulación y después de comprobar de primera mano las funestas consecuencias de la misma, reniega de un modelo económico tan suicida. ¿Es la fábula cierta, hasta qué punto?

"El caso de Gowex merece una reflexión, no tanto por excepcional o inédito, sino por ser un nuevo ejemplo de las formas de actuación en el mundo empresarial español"

El pasado 1 de julio conocíamos el informe que una extraña firma de análisis llamada Gotham City Research hacía acerca de Gowex, una empresa española dedicada al negocio de las comunicaciones en su vertiente de instalación de redes wifi gratuitas en ciudades como Madrid. El informe, implacable, denunciaba que la compañía había falseado sus cuentas, careciendo del valor real que la auditora, semi-desconocida, M&A Asesores le había atribuido. En los siguientes días se suspendía la cotización de Gowex en el MAB (Mercado Alternativo Bursátil) al caer el valor de sus acciones estrepitosamente, arrastrando en su debacle a empresas con las que compartía parqué en esta bolsa para pequeñas compañías. El domingo 6, Jenaro García, fundador y CEO de Gowex, reconocía públicamente el engaño pidiendo perdón al más puro estilo borbónico, admitiendo que las cuentas de la empresa no reflejaban la imagen fiel de la misma.

A lo largo del lunes 7 las reacciones fueron las esperadas: Gowex anunció que presentaría concurso de acreedores; la estupefacción y el enfado cundieron entre los inversores; se publicó una catarata de artículos de economistas intentando explicar qué había fallado; la CNMV, una vez más, se lavó las manos ante este despropósito...

Podemos, de hecho, adelantar los acontecimientos a partir de ahora. La compañía Gowex desaparecerá, Jenaro García emprenderá un largo caminar por los laberintos judiciales y, dentro de un tiempo —cuando nadie recuerde este suceso sepultado ya por los escándalos venideros— será declarado culpable y pagará una multa. Los inversores entrarán en un largo proceso para recuperar su dinero y quizá, dentro de unos años, se les devuelva una parte —a expensas, claro está, del dinero público—. Es decir, nada cambiará un ápice, ni siquiera la percepción de lo realmente ocurrido.

Un síntoma de esta premedita ruptura de brújulas ha sido la rápida intervención de la prensa económica y su legión de expertos para encapsular esta estafa a toda costa. Lo que se trata es que nadie saque conclusiones más allá del suceso en sí, que no se establezcan relaciones entre lo particular y lo general, que el sistema no quede mancillado por la falta de escrúpulos de un empresario mentiroso. El mismo Jenaro García que hace nada brillaba como la luz de referencia del entrepreneurship ibérico, el mismo que venía a sacarnos del oscuro pozo de la crisis.

Sin embargo el caso de Gowex merece una reflexión más profunda, no tanto por excepcional o inédito, sino por ser un nuevo ejemplo de las formas de actuación en el mundo empresarial español, el sistema económico capitalista e incluso como lectura sociológica de las relaciones entre los ciudadanos y el mundo de la inversión.

1. Deja que tu dinero trabaje por ti

Recuerdo leer hace unos años este eslogan para promocionar algún tipo de producto bancario. Una vez más la publicidad, sin quererlo, resumió a la perfección el tipo de sociedad en que vivimos.

Hace unas décadas cualquier trabajador tenía una serie de certezas que, como el herbívoro ante el depredador, le alertaban del peligro de ciertas relaciones. Con el banco se tenía el menor trato posible; la bolsa era un casino para ricos sin mayor interés; sólo se compraba lo que se podía pagar; y si se pedía un crédito o una hipoteca, el sueldo debía poder amortizar los plazos de una forma segura.

Pero llegaron los 90, y entre programas televisivos sonrojantes y el ascenso del “centro reformista”, muchas de estas certezas quedaron diluidas en la venenosa sopa de la postmodernidad. Llegaron las privatizaciones de las grandes empresas públicas, lo que permitió a unos pocos llenarse los bolsillos y a otros cuantos —esa clase media que observaba Médico de Familia como un paradigma de comportamiento— sentirse parte de algo grande volviendo a comprar lo que ya había sido suyo. La diferencia es que esta vez ya no era de todos —lo que sin duda hacía más satisfactoria aquella nueva frontera entre quien entraba en la bolsa y quien quedaba fuera—.

"El país estaba encantado con aquella obscenidad a plazos de viajes al Caribe, chalets adosados y todoterrenos para volcar en las rotondas"

Luego, con el nuevo siglo, ya fuimos ricos oficiales, al parecer la séptima economía del mundo. Y ahí, los primeros coletazos del capitalismo popular acabaron en una orgía alocada que nos dejó este terrible dolor de cabeza llamado crisis. La especulación, lejos de ser un insulto, brillaba como una condecoración. Ni siquiera la simple bolsa era ya suficiente, nuevos productos financieros con nombres exóticos permitían soñar con el eslogan de más arriba: que no tuviéramos que dar un palo al agua porque nuestro dinero lo haría por nosotros. Incluso el lenguaje cambió. Dejamos de ser ciudadanos —palabra recuperada con furor a partir de 2011—, para pasar a ser ahorradores (del concepto clase trabajadora mejor ni hablamos). Éramos, en un gesto supremo de fetichismo, lo que era nuestro dinero, ni más ni menos.

La vecina del 5º contrató una hipoteca en yenes, la frutera del mercado comentaba con un cliente no se qué de unas preferentes, el mundo, en definitiva, estaba cambiando, y tonto aquel que no lo aprovechara. Luego, más tarde, ya con el humo serpenteando entre las ruinas, dijeron que vivimos por encima de nuestras posibilidades. No, vivimos en las posibilidades que nos marcaron, las que había, en ese mundo idílico en el que todos éramos parte del gran casino global. Lo que ocurrió, es que como en los casinos, la banca siempre gana.

¿Aprendimos algo de todo aquello? Permitidme que lo dude. Si bien es cierto que el discurso de las “posibilidades” era una vulgar excusa para evitar la responsabilidad ante los ojos furiosos de millones de personas, el país estaba encantado con aquella obscenidad a plazos de viajes al Caribe, chalets adosados y todoterrenos para volcar en las rotondas. Tanto que, desde la caída de Lehman —otros a los que las cuentas no les reflejaban fielmente— hasta el día de hoy, el esfuerzo no ha sido por entender qué diablos nos había ocurrido como país y como sociedad, sino el desarrollo de una ansiedad patológica por volver a la situación anterior a toda costa, porque alguien nos despertara diciendo que estos años sólo habían sido un mal sueño.

Sí, ocurrió el 15m, las huelgas generales, la esperanza de la izquierda en las elecciones europeas, y otras tantas miles de protestas. Nadie duda que una parte creciente ha pasado del desconcierto a la acción (una acción al menos empírica basada en lo inmediato).

Como nadie debería dudar de que tras seis años de crisis la lectura que hará la mayoría de la población de lo de Gowex será simplemente la de un timador individual que ha sido desenmascarado. ¿Seguimos pensando que nuestro dinero puede trabajar por nosotros?

2. El emprendedor, nuevo self made man del SXXI

Jenaro García ya está siendo ridiculizado por los medios. Le presentan como a un empresario excéntrico: era aficionado al karaoke. No hace tanto era ejemplo en publicaciones y foros económicos, esos mismos medios le loaban y las autoridades le premiaban por su visión de futuro.

Sin embargo con Jenaro y Gowex se les cae el enésimo mito levantado en apenas unos años: el del emprendedor. Emprendedores por todos lados, desde el despedido que se da de alta como autónomo para seguir haciendo lo mismo que cuando estaba contratado, hasta el aventurero con posibilidades que monta un negocio de castañuelas en Japón. Desde la niña pija y su capricho-negocio de magdalenas asombrosamente caras, hasta la librería que cuatro amigos montan por no saber realmente qué hacer con su vida.

La metamórfica figura del emprendedor se ha situado como piedra angular de nuestra sociedad, un referente de futuro al que cualquier político del régimen cita con reverencia, algo que los niños comienzan a elegir como profesión en las escuelas.

Pues bien, el emprendedor es mentira, no existe (al menos como totalidad unificadora).

"La metamórfica figura del emprendedor se ha situado como piedra angular de nuestra sociedad, un referente de futuro al que cualquier político del régimen cita con reverencia"

El emprendedor fue el parapeto que en un primer momento se usó para no decir la palabra empresario. Si dices empresario acude a la cabeza la imagen de un tipo de mediana edad, gordo, con puro y tendencias explotadoras —pueden mirar a cualquier representante de la CEOE para más señas antropométricas—. Por contra, emprendedor, nos evoca a alguien joven, dinámico, con ideas innovadoras: un tipo que nos da trabajo, crea riqueza y además llega a la oficina en bicicleta.

Lo del emprendedor también ha servido para diluir aún más la lucha de clases precisamente en el momento de mayor intensidad —de la burguesía hacia el proletariado, se entiende— de los últimos 50 años. Si todos somos emprendedores todos somos empresarios, ergo esas teorías marxistas caducas no tienen demasiado sentido. Baste acudir a las estadísticas que revelan el rotundo fracaso de la gran mayoría de negocios que la gente, sin más palos que tocar, ha puesto en marcha en este periodo. El poder económico sigue concentrado —y cada vez más— en los mismos de siempre.

Por último el emprendedor es el eufemismo en el que a todos nos gusta vernos reflejados y que encubre el mayor ataque a los derechos de los trabajadores en nuestra historia reciente. Falsos autónomos por doquier realizando trabajos por los que antes eran contratados auto-explotándose sin remisión, auto-empleándose para actividades que antes les proporcionaban los medios básicos de vida y que ahora, difícilmente, les dan para pagar el alquiler o llenar la nevera.

Pero Jenaro no era de ninguna de las anteriores especies. Este tipo además conjugaba la vieja mentira del hombre hecho a sí mismo, que viniendo de abajo, consiguió montar un pequeño imperio. Las crónicas nos cuentan su experiencia como vendedor en el Rastro o importador de coches —cuándo nos hemos fiado de un vendedor de coches de segunda mano, cuándo; más certezas perdidas— aunque quizá se les olvida reseñar su época de broker en Florida a finales de los noventa.

Posiblemente, este pretendido émulo del lobo de Wall St, aprendió en esa época todo lo que necesitaba para triunfar en los negocios, la verdadera forma de funcionamiento del sistema capitalista: el dinero es lo único que al final importa.

Jenaro no es ninguna excepción hispana, ni mucho menos individual. El CEO de Gowex representa fielmente qué es un empresario hoy en día y en qué consiste la economía del siglo XXI

3. Icebergs y Transatlánticos

Una vez leí una frase —no sé si apócrifa— pronunciada por el cofundador de Sony, Akio Morita. El empresario japonés —un individuo producto histórico del Japón de posguerra, es decir, del fordismo subvencionado unido al peculiar carácter nipón— explicó poco antes de su muerte, en el 99, que la economía mundial era como el casino de un trasatlántico donde los pasajeros jugaban enfervorizados rápidas partidas en las que ganaban y perdían enormes sumas de dinero, y que extasiados ante el dinamismo del juego, no se percataban de la mayúscula catástrofe que se avecinaba: un iceberg situado en la trayectoria del barco.

No conozco mejor definición del capitalismo del SXXI.

Tras las desregulaciones que Reagan y Thatcher emprendieron para destruir los derechos laborales, y sobre todo, dar vía libre a los bancos de inversión para que pudieran actuar fuera de los límites fijados, el mundo que surgió tras la II Guerra Mundial desapareció poco a poco. El fin de la URSS, el proyecto —ya fracasado, lean a Monereo— de la globalización y las teorías del fin de la historia hicieron el resto.

Pero la realidad es tozuda. Aquellos cambios, además de expresar la codicia inabarcable de las clases poseedoras, reflejaban una situación en la que el capitalismo como sistema, a pesar de que pareciera haberse alzado como triunfante en la contienda histórica frente al bloque socialista, estaba herido de muerte. Basado en el crecimiento ilimitado en un mundo obviamente con límites naturales, habiendo explorado todos los mercados posibles geográficamente, no podía avanzar sin atentar contra su máxima creación: la sociedad industrial.

De ahí que en esta década se librara una silenciosa guerra interna en la que Detroit quedó convertido en un erial y la General Motors en un fantasma, mientras que Silicon Valley junto con Google pasaron a ocupar el primer plano. Al tiempo que se encumbraban empresas que apenas daban trabajo a unas cientos de personas y cuyo valor no era más que un acuerdo tácito del mercado, los especuladores se convertían en la punta de lanza que pasaría a tumbar países e imponer agendas, a crear un gigante económico financiero sin conexión con la economía real que, tras provocar la mayor crisis desde la gran depresión, sigue incluso más fuerte que antes.

Empezamos a enlazar las piezas ¿verdad?

Antes de las tormentas siempre hay señales que avisan de la lluvia. El escándalo del gigante energético Enron en 2001 —otros que eran aficionados a las discrepancias reflectivas entre su situación real y declarada— fue la señal que nadie quiso ver y que se circunscribió aludiendo a la falta de honradez individual de sus directivos, pero que adelantó la gran catástrofe económica que sucedería siete años más tarde.

Obviamente, por tamaño, Gowex no es Enron. Pero se le parece en muchas cosas, sobre todo en la asunción de que la única forma de hacer dinero es mediante engaños.

"El mayor y más peligroso fanatismo contemporáneo es creerse a salvo en una guarida de papel construida con las páginas salmón del periódico"

Esta asunción no es falsa, no al menos en su concepción: cuando un sistema económico abandona su razón al sueño especulativo produce monstruos, o dicho de otro modo, si el capitalismo es incapaz de desarrollar su factor productivo sólo tiene dos formas de funcionar exitosamente, o bien explotando inmisericordemente a grandes masas de obreros industriales de países en vías de desarrollo, o bien dedicándose a la falsedad y el engaño.

La única diferencia entre Gowex y las demás empresas de la bolsa es que Jenaro ha querido hacerlo demasiado rápido —o quizá jugar con quien no debía, la firma de análisis Gotham City es como poco opaca y está relacionada con inversores de alto riesgo—.

Podemos ponerle apellidos, buscar legalismos tranquilizadores, mirar a algún caso de éxito o creer, como dice ese funcionario —poco aventajado— del gran capital llamado Rajoy, que la economía está mejorando.

La realidad es que vivimos en un país en el que el partido que ocupa el gobierno está envuelto en un caso de financiación ilegal, donde la corrupción es tan generalizada que afecta desde concejales de urbanismo hasta miembros de la familia Real, donde gran parte de la cúpula de la CEOE está inmersa en procesos judiciales, donde la opacidad contable (Martinsa, Pescanova, Nueva Rumasa…) campa a sus anchas, donde hemos rescatado a los bancos con toneladas de dinero público para que sigan haciendo exactamente lo mismo que antes de la gran estafa llamada crisis.

Donde Jenaro no es más que un pequeño fulgor en un gran cielo de indecencia (sistémica).

El mayor y más peligroso fanatismo contemporáneo es creerse a salvo en una guarida de papel construida con las páginas salmón del periódico.

O replanteamos nuestra relación con el capitalismo —sin subterfugios ni refundaciones— o la fábula a la que aludíamos al principio será poco más que eso, un cuento paternalista sobre una gente, un país, que no aprendió nada, que no cambió en absoluto a pesar de haber podido hacerlo.

O eso o que siga girando la ruleta.

           

Imagen portada: dibujo del escenógrafo Anton Furst para la Gotham City de Batman (1989, Tim Burton)