Contenido
Pulgarcita no sabe bailar
La universidad y el advenimiento del saber
El filósofo Michel Serres ha escrito recientemente un interesante librito sobre los jóvenes, los ciudadanos que constituyen la primera generación de nativos digitales. Es un libro amoroso, escrito desde la simpatía de un abuelo –con cincuenta años de magisterio a sus espaldas–, que parece querer contrarrestar ese odioso resentimiento al que se refería Cesare Pavese cuando escribió que “los adultos identifican la juventud con la tara más grave que les parece haber descubierto en sí mismos”. Pienso que muchos docentes están infectados de ese resentimiento, y más tarde o más temprano la mayoría acabamos denostando la ignorancia de los jóvenes, su indiferencia, su desinterés por nuestros sacrosantos saberes, su supuesta esclavitud a la conexión permanente, etc. El libro de Serres se titula “Pulgarcita”, por alusión al uso de los pulgares para escribir en la interfaz del teclado del smartphone. Y en él se puede leer:
“Las aulas, desbordadas, se llenan por primera vez en la historia de un murmullo permanente que hace que el intento de escuchar se vuelva penoso y así resulte inaudible la vieja voz del libro (…) Aquélla a quien una antigua publicidad dibujaba como un perro, ya no oye la voz de su amo. Reducidos al silencio durante tres milenios, Pulgarcita, sus hermanas y hermanos producen ahora, como un coro, un ruido de fondo que ensordece al portavoz de la escritura.
¿Por qué parlotea ella, en medio del parloteo de sus parlanchines compañeros? Porque este saber anunciado ya lo tiene todo el mundo. Entero. A su disposición, dentro de la manga. Accesible por la web, Wikipedia, portátil, en cualquier portal. Explicado, documentado, ilustrado, con tan pocos errores como en las mejores enciclopedias. Ya nadie necesita a los portavoces de antaño, salvo que haya alguno, original y raro, que invente.
Fin de la era del saber"1
Me gusta el tono provocativo de Serres, su posicionamiento –compromiso, se dijo en otra época– a favor de la vilipendiada Pulgarcita. Me complace sobre todo que afirme que, de entre los restos de la cultura libresca, sólo los inventores, la actitud de inventar, siguen siendo necesarios.
Información, conocimiento y saber
Sin embargo, no estoy de acuerdo con lo que Serres parece entender por “saber” –y ya soy atrevido tratando de enmendarle la plana a un verdadero sabio–. No me parece que estemos viviendo el final de la era del saber, sino más bien el final de la era de la información, como hace tiempo propuso Geoffrey Nunberg2. El saber no es lo que termina, sino lo que adviene –Nunberg decía “la era de la inteligencia” sucede a la “era de la información”–. Pero como ocurre con cualquier advenimiento, y tal como aprendimos de la crítica de la filosofía de la historia, el advenimiento hay que hacerlo posible, hay que facilitarlo, hay que inventarlo; ningún télos, ninguna moira tecnológica o económica nos regalarán una era del saber. Así que la era del saber puede advenir, pero me temo que la universidad –que podría ser un actor fundamental de ese advenimiento– se convierta, si no se ha convertido ya, en un estorbo.
Información, conocimiento y saber son cosas bien distintas. En efecto, la oferta de información es arrolladora, ubicua y considerablemente accesible en la “exomemoria”3 digital. Pero el conocimiento es otra cosa. El conocimiento requiere de metodologías (estrategias de investigación) y cuerpos teóricos estructurados. Requiere en suma de algún discurso de conocimiento. Pulgarcita puede encontrar en la Wikipedia, es un ejemplo, alguna referencia a la teoría del carnaval de Mijail Bajtin –aunque ni siquiera esto es fácil: ni en las versiones española y francesa de la voz “carnaval” aparece tal referencia, aunque sí en la rusa y en la inglesa–. Pero lo que no encontrará es alguna explicación relativa a la relación entre carnaval y novela, o entre ambos fenómenos culturales y la teoría de la modernidad. ¿En algún artículo especializado? Puede ser: con una búsqueda elemental en Google se encuentran varios. Pero hay que “tirar de hilos” a veces enmarañados. Y el “discurso” capaz de establecer relaciones significativas –insisto, el conocimiento es discursivo– será en principio demasiado oscuro para Pulgarcita.
En última instancia, la educación en el entorno digital vuelve a hacer vigente la vieja máxima que propuso Montaigne en los inicios de la era de la imprenta: "Una cabeza bien formada será siempre mejor y preferible a una cabeza muy llena." En efecto, nuestra función ya no es tanto la de proveedores de datos, de “conocimientos”, cuanto la de facilitadores de estrategias, de modi operandi, de conceptos clave, de procedimientos para aprender a aprender. Y tanto más en una sociedad que reclama el aprendizaje permanente, la flexibilidad, la adaptación a entornos cambiantes.
La oscuridad de la pizarra y la caja de herramientas
Hay que enfrentar a los estudiantes, a nuestras Pulgarcitas, con un cierto grado de oscuridad. Y también, si somos capaces, hemos de enseñarles a leer. No creo que sea más difícil enseñar a leer la teoría de Bajtin que enseñar a un niño de escuela infantil las primeras letras. En todo caso, solemos ser malos alfabetizadores. En general a los docentes también nos molesta la oscuridad y el volver a aprender a leer cada día. Por eso nos entregamos sin reservas a la luminosidad y a la legibilidad incondicional del power point –la pizarra clásica no es una pantalla luminosa y a veces hay que descifrarla como un palimpsesto–. La pizarra es una interfaz oscura, en todos los sentidos.
El saber es todavía más adusto, más esquivo que el conocimiento. En otras épocas se le llamó “sabiduría”. Cada escalón tiene sus iniciadores, sus especialistas. Un monitor puede facilitar información, un profesor enseñar conocimiento, pero el saber sólo lo hace advenir –ni siquiera enseñar– un maestro. En la antigua Grecia la diferencia entre profesores y maestros era análoga a la que se hacía entre didáskaloi y paidagogoi: el pedagogo (“quien guía al niño”) no era propiamente el enseñante, sino por lo general un esclavo que acompañaba a la criatura a los distintos lugares donde enseñaban los maestros específicos de lectoescritura, música y gimnasia (didáskaloi), los profesores particulares en ambos sentidos. El adulto protegía al niño de los peligros de la calle pero sobre todo, por su proximidad con él, se convertía en un guía moral y espiritual, ya que se encargaba de enseñarle buenos modos y vigilaba el curso de su educación4.
Y es que, en efecto, el saber es a la vez teórico y práctico, teorético, moral y político, y no se cierra en principio a ningún discurso especializado, interesándose por todos. El saber es narrativo y conversacional: donde el conocimiento suele hacer cuentas, el saber hace cuentos. Donde el conocimiento imparte, el saber departe.
Ese es el concepto de paideia que nos legaron los abuelos griegos, el mismo que nuestras actuales autoridades educativas desean abatir con fanático ensañamiento. Porque para ellos la función pedagógica ya viene suplida por las demandas y las ofertas del mercado.
En realidad la pedagogía y el interés por la unidad teorético-práctica, se inician ya en el nivel del conocimiento, no han de esperar a esa cima un poco esotérica del saber. Porque si la invención y el sentido práctico no parten del conocimiento, jamás se logrará un saber digno de tal nombre. Invención, insisto, no “innovación” –esa coletilla vacía, significante flotante que se añade al I+D para maquillarlo de modernidad–. Siempre digo a mis alumnos que los conceptos son “herramientas” y les invito, según la célebre metáfora que Wittgenstein refería al lenguaje, a usar la teoría como “caja de herramientas”. ¿Para qué, si no? Para aprender a leer, una vez más, pero también para aprender a crear. Hablar de la instrumentalidad de la teoría supone tratar de vincular el conocimiento con la experiencia, con la formación de juicios morales y actitudes (epistémicas, profesionales, ciudadanas) y con los procesos sociales.
El metro y el ritmo
En una reunión de departamento –la ocasión social que más se aproxima, en nuestra experiencia académica, a las reuniones de comunidades de vecinos– tuve ocasión de discutir las supuestas bondades de la distribución cuatrimestral de la docencia. Frente a la mayoría que aprobaba aquellas medidas lamenté las dificultades que añadía a mi método de enseñanza. “No sé de qué se queja el profesor Abril –objetó una compañera, hoy vicedecana de mi facultad de periodismo–. El tiempo de docencia es el mismo para el curso completo que para el cuatrimestre”. Y entonces yo respondí que, en efecto, el tiempo es el mismo, pero no el ritmo. El tiempo, añadí, sirve para marchar, pero el ritmo sirve para bailar. Y yo quiero que en mi clase haya baile.
Ahora que el curso se organiza por semestres, lo cierto es que también el tiempo de docencia se ha acortado escandalosamente con las últimas reformas: Carlos Fernández Liria estimaba en 2012 que las antiguas 3.200 horas de la licenciatura en Filosofía se reducirían a 1.100, de las que sólo 800 serían estrictamente de filosofía, siendo el resto comunes con otros grados.
Quienes nunca entenderán la diferencia entre métrica y rítmica, ignoran que trabajar a partir de textos y de debates supone grandes exigencias rítmicas. Porque la lectura solitaria, la lectura en grupo y el diálogo requieren distensiones, tiempos fogosos y otros más reposados, tiempos extensos y tiempos intensos, continuidades y discontinuidades, trompicones y cambios de paso... En suma, heterogeneidad. El ritmo, y esto lo saben los músicos de jazz mejor que nadie, es esencialmente polirritmia. Vivimos, nuestros estudiantes también, en un mundo cada vez más métrico y homogéneo y debiéramos tratar de iniciarlos –iniciándonos nosotros– a un mundo rítmico. A un mundo de expresividad cualitativa por oposición a la meramente cuantitativa del marketing, la moda y los formatos digitales y conectivos. A los actuales procedimientos de evaluación de la docencia, la investigación y la publicación, así como al debate sobre la reforma universitaria que día sí y día no aparece en los periódicos, les falta swing –ese ritmo que no es un ornamento, sino un elemento de la verdad a que debe aspirar el saber–.
Sería vano sublevarnos a las formas de temporalidad que dicta la hiperconectividad digital, el presentismo, la fugacidad, la relación con lo lejano, etc., pero podríamos experimentar, complementariamente, otros tempos otras secuencias, otros pulsos, otras pausas. Como escribe Ana Mª Camblong, la escuela-tortuga no tiene por qué correr desmoralizada tras el tecno-Aquiles siempre raudo para la competencia.
En esta época que empuja a la exhibición, a la transparencia, a borrar toda opacidad, a eliminar toda fractura, no está de más recordar, como escribe Jorge Alemán, que la verdad exige opacidad, encubrimiento, que la verdad no puede transparentarse. Con frecuencia les digo a los alumnos que lo que se entiende a la primera es porque ya se sabía, y cito de Borges –no sé si es una cita recordada o inventada– que el que todo se entienda es una descortesía para el destinatario, a quien en cierto modo se le trata de simple.
Que no todo se entienda a la primera es una cualidad de la lectura congénita en el caso de los libros –con los que uno puede detenerse, retroceder o releer–, pero contraria a la lógica de los medios digitales contemporáneos, instantáneos, comercialmente abocados a una “usabilidad” y “accesibilidad” inmediatas.
Junto a los discursos del conocimiento la enseñanza universitaria debería incorporar narraciones –recordemos, propias del saber– que permitan la opacidad necesaria para la duda, la incertidumbre, la curiosidad, donde el saber no se agote en la información. Es en ese proceso donde los alumnos hoy pueden encontrar algún rasgo singular que produzca “acontecimientos” creativos5.
Sé que se trata de una causa perdida. La universidad, sin una refundación radical, no hará advenir el saber y, mucho me temo, la reforma que se nos viene imponiendo parece correr en sentido contrario. Pero que hoy por hoy la universidad sea hostil al acontecimiento creativo del saber, no nos debe disuadir de intentar en lo posible lo imposible: que Pulgarcita aprenda a bailar.
Pulgarcita no sabe bailar
El filósofo Michel Serres ha escrito recientemente un interesante librito sobre los jóvenes, los ciudadanos que constituyen la primera generación de nativos digitales. Es un libro amoroso, escrito desde la simpatía de un abuelo –con cincuenta años de magisterio a sus espaldas–, que parece querer contrarrestar ese odioso resentimiento al que se refería Cesare Pavese cuando escribió que “los adultos identifican la juventud con la tara más grave que les parece haber descubierto en sí mismos”. Pienso que muchos docentes están infectados de ese resentimiento, y más tarde o más temprano la mayoría acabamos denostando la ignorancia de los jóvenes, su indiferencia, su desinterés por nuestros sacrosantos saberes, su supuesta esclavitud a la conexión permanente, etc. El libro de Serres se titula “Pulgarcita”, por alusión al uso de los pulgares para escribir en la interfaz del teclado del smartphone. Y en él se puede leer:
“Las aulas, desbordadas, se llenan por primera vez en la historia de un murmullo permanente que hace que el intento de escuchar se vuelva penoso y así resulte inaudible la vieja voz del libro (…) Aquélla a quien una antigua publicidad dibujaba como un perro, ya no oye la voz de su amo. Reducidos al silencio durante tres milenios, Pulgarcita, sus hermanas y hermanos producen ahora, como un coro, un ruido de fondo que ensordece al portavoz de la escritura.
¿Por qué parlotea ella, en medio del parloteo de sus parlanchines compañeros? Porque este saber anunciado ya lo tiene todo el mundo. Entero. A su disposición, dentro de la manga. Accesible por la web, Wikipedia, portátil, en cualquier portal. Explicado, documentado, ilustrado, con tan pocos errores como en las mejores enciclopedias. Ya nadie necesita a los portavoces de antaño, salvo que haya alguno, original y raro, que invente.
Fin de la era del saber"1
Me gusta el tono provocativo de Serres, su posicionamiento –compromiso, se dijo en otra época– a favor de la vilipendiada Pulgarcita. Me complace sobre todo que afirme que, de entre los restos de la cultura libresca, sólo los inventores, la actitud de inventar, siguen siendo necesarios.
Información, conocimiento y saber
Sin embargo, no estoy de acuerdo con lo que Serres parece entender por “saber” –y ya soy atrevido tratando de enmendarle la plana a un verdadero sabio–. No me parece que estemos viviendo el final de la era del saber, sino más bien el final de la era de la información, como hace tiempo propuso Geoffrey Nunberg2. El saber no es lo que termina, sino lo que adviene –Nunberg decía “la era de la inteligencia” sucede a la “era de la información”–. Pero como ocurre con cualquier advenimiento, y tal como aprendimos de la crítica de la filosofía de la historia, el advenimiento hay que hacerlo posible, hay que facilitarlo, hay que inventarlo; ningún télos, ninguna moira tecnológica o económica nos regalarán una era del saber. Así que la era del saber puede advenir, pero me temo que la universidad –que podría ser un actor fundamental de ese advenimiento– se convierta, si no se ha convertido ya, en un estorbo.
Información, conocimiento y saber son cosas bien distintas. En efecto, la oferta de información es arrolladora, ubicua y considerablemente accesible en la “exomemoria”3 digital. Pero el conocimiento es otra cosa. El conocimiento requiere de metodologías (estrategias de investigación) y cuerpos teóricos estructurados. Requiere en suma de algún discurso de conocimiento. Pulgarcita puede encontrar en la Wikipedia, es un ejemplo, alguna referencia a la teoría del carnaval de Mijail Bajtin –aunque ni siquiera esto es fácil: ni en las versiones española y francesa de la voz “carnaval” aparece tal referencia, aunque sí en la rusa y en la inglesa–. Pero lo que no encontrará es alguna explicación relativa a la relación entre carnaval y novela, o entre ambos fenómenos culturales y la teoría de la modernidad. ¿En algún artículo especializado? Puede ser: con una búsqueda elemental en Google se encuentran varios. Pero hay que “tirar de hilos” a veces enmarañados. Y el “discurso” capaz de establecer relaciones significativas –insisto, el conocimiento es discursivo– será en principio demasiado oscuro para Pulgarcita.
En última instancia, la educación en el entorno digital vuelve a hacer vigente la vieja máxima que propuso Montaigne en los inicios de la era de la imprenta: "Una cabeza bien formada será siempre mejor y preferible a una cabeza muy llena." En efecto, nuestra función ya no es tanto la de proveedores de datos, de “conocimientos”, cuanto la de facilitadores de estrategias, de modi operandi, de conceptos clave, de procedimientos para aprender a aprender. Y tanto más en una sociedad que reclama el aprendizaje permanente, la flexibilidad, la adaptación a entornos cambiantes.
La oscuridad de la pizarra y la caja de herramientas
Hay que enfrentar a los estudiantes, a nuestras Pulgarcitas, con un cierto grado de oscuridad. Y también, si somos capaces, hemos de enseñarles a leer. No creo que sea más difícil enseñar a leer la teoría de Bajtin que enseñar a un niño de escuela infantil las primeras letras. En todo caso, solemos ser malos alfabetizadores. En general a los docentes también nos molesta la oscuridad y el volver a aprender a leer cada día. Por eso nos entregamos sin reservas a la luminosidad y a la legibilidad incondicional del power point –la pizarra clásica no es una pantalla luminosa y a veces hay que descifrarla como un palimpsesto–. La pizarra es una interfaz oscura, en todos los sentidos.
El saber es todavía más adusto, más esquivo que el conocimiento. En otras épocas se le llamó “sabiduría”. Cada escalón tiene sus iniciadores, sus especialistas. Un monitor puede facilitar información, un profesor enseñar conocimiento, pero el saber sólo lo hace advenir –ni siquiera enseñar– un maestro. En la antigua Grecia la diferencia entre profesores y maestros era análoga a la que se hacía entre didáskaloi y paidagogoi: el pedagogo (“quien guía al niño”) no era propiamente el enseñante, sino por lo general un esclavo que acompañaba a la criatura a los distintos lugares donde enseñaban los maestros específicos de lectoescritura, música y gimnasia (didáskaloi), los profesores particulares en ambos sentidos. El adulto protegía al niño de los peligros de la calle pero sobre todo, por su proximidad con él, se convertía en un guía moral y espiritual, ya que se encargaba de enseñarle buenos modos y vigilaba el curso de su educación4.
Y es que, en efecto, el saber es a la vez teórico y práctico, teorético, moral y político, y no se cierra en principio a ningún discurso especializado, interesándose por todos. El saber es narrativo y conversacional: donde el conocimiento suele hacer cuentas, el saber hace cuentos. Donde el conocimiento imparte, el saber departe.
Ese es el concepto de paideia que nos legaron los abuelos griegos, el mismo que nuestras actuales autoridades educativas desean abatir con fanático ensañamiento. Porque para ellos la función pedagógica ya viene suplida por las demandas y las ofertas del mercado.
En realidad la pedagogía y el interés por la unidad teorético-práctica, se inician ya en el nivel del conocimiento, no han de esperar a esa cima un poco esotérica del saber. Porque si la invención y el sentido práctico no parten del conocimiento, jamás se logrará un saber digno de tal nombre. Invención, insisto, no “innovación” –esa coletilla vacía, significante flotante que se añade al I+D para maquillarlo de modernidad–. Siempre digo a mis alumnos que los conceptos son “herramientas” y les invito, según la célebre metáfora que Wittgenstein refería al lenguaje, a usar la teoría como “caja de herramientas”. ¿Para qué, si no? Para aprender a leer, una vez más, pero también para aprender a crear. Hablar de la instrumentalidad de la teoría supone tratar de vincular el conocimiento con la experiencia, con la formación de juicios morales y actitudes (epistémicas, profesionales, ciudadanas) y con los procesos sociales.
El metro y el ritmo
En una reunión de departamento –la ocasión social que más se aproxima, en nuestra experiencia académica, a las reuniones de comunidades de vecinos– tuve ocasión de discutir las supuestas bondades de la distribución cuatrimestral de la docencia. Frente a la mayoría que aprobaba aquellas medidas lamenté las dificultades que añadía a mi método de enseñanza. “No sé de qué se queja el profesor Abril –objetó una compañera, hoy vicedecana de mi facultad de periodismo–. El tiempo de docencia es el mismo para el curso completo que para el cuatrimestre”. Y entonces yo respondí que, en efecto, el tiempo es el mismo, pero no el ritmo. El tiempo, añadí, sirve para marchar, pero el ritmo sirve para bailar. Y yo quiero que en mi clase haya baile.
Ahora que el curso se organiza por semestres, lo cierto es que también el tiempo de docencia se ha acortado escandalosamente con las últimas reformas: Carlos Fernández Liria estimaba en 2012 que las antiguas 3.200 horas de la licenciatura en Filosofía se reducirían a 1.100, de las que sólo 800 serían estrictamente de filosofía, siendo el resto comunes con otros grados.
Quienes nunca entenderán la diferencia entre métrica y rítmica, ignoran que trabajar a partir de textos y de debates supone grandes exigencias rítmicas. Porque la lectura solitaria, la lectura en grupo y el diálogo requieren distensiones, tiempos fogosos y otros más reposados, tiempos extensos y tiempos intensos, continuidades y discontinuidades, trompicones y cambios de paso... En suma, heterogeneidad. El ritmo, y esto lo saben los músicos de jazz mejor que nadie, es esencialmente polirritmia. Vivimos, nuestros estudiantes también, en un mundo cada vez más métrico y homogéneo y debiéramos tratar de iniciarlos –iniciándonos nosotros– a un mundo rítmico. A un mundo de expresividad cualitativa por oposición a la meramente cuantitativa del marketing, la moda y los formatos digitales y conectivos. A los actuales procedimientos de evaluación de la docencia, la investigación y la publicación, así como al debate sobre la reforma universitaria que día sí y día no aparece en los periódicos, les falta swing –ese ritmo que no es un ornamento, sino un elemento de la verdad a que debe aspirar el saber–.
Sería vano sublevarnos a las formas de temporalidad que dicta la hiperconectividad digital, el presentismo, la fugacidad, la relación con lo lejano, etc., pero podríamos experimentar, complementariamente, otros tempos otras secuencias, otros pulsos, otras pausas. Como escribe Ana Mª Camblong, la escuela-tortuga no tiene por qué correr desmoralizada tras el tecno-Aquiles siempre raudo para la competencia.
En esta época que empuja a la exhibición, a la transparencia, a borrar toda opacidad, a eliminar toda fractura, no está de más recordar, como escribe Jorge Alemán, que la verdad exige opacidad, encubrimiento, que la verdad no puede transparentarse. Con frecuencia les digo a los alumnos que lo que se entiende a la primera es porque ya se sabía, y cito de Borges –no sé si es una cita recordada o inventada– que el que todo se entienda es una descortesía para el destinatario, a quien en cierto modo se le trata de simple.
Que no todo se entienda a la primera es una cualidad de la lectura congénita en el caso de los libros –con los que uno puede detenerse, retroceder o releer–, pero contraria a la lógica de los medios digitales contemporáneos, instantáneos, comercialmente abocados a una “usabilidad” y “accesibilidad” inmediatas.
Junto a los discursos del conocimiento la enseñanza universitaria debería incorporar narraciones –recordemos, propias del saber– que permitan la opacidad necesaria para la duda, la incertidumbre, la curiosidad, donde el saber no se agote en la información. Es en ese proceso donde los alumnos hoy pueden encontrar algún rasgo singular que produzca “acontecimientos” creativos5.
Sé que se trata de una causa perdida. La universidad, sin una refundación radical, no hará advenir el saber y, mucho me temo, la reforma que se nos viene imponiendo parece correr en sentido contrario. Pero que hoy por hoy la universidad sea hostil al acontecimiento creativo del saber, no nos debe disuadir de intentar en lo posible lo imposible: que Pulgarcita aprenda a bailar.