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Ocho (apellidos vascos) y medio

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Tras el festín, ahora que la película ha sido pirateada y se ha convertido en viral, toca hacer balance de Ocho Apellidos Vascos. Tragedia+tiempo=comedia, reza la archiconocida sentencia de Mark Twain actualizada por Woody Allen. No sé si estamos ya en disposición de aplicar la ecuación a la realidad vasca, pero la extraordinaria acogida que ha tenido la película parece confirmar este extremo. Ha quedado demostrado que, no sólo los vascos y los andaluces, como ponen de manifiesto, culo arriba, culo abajo, los encuentros sexuales de los dos protagonistas, sino que también los “extremeños se tocan”, como decía Jardiel Poncela: son precisamente las posiciones más antagónicas, la derecha española y la izquierda abertzale, las que han coincidido en la discrepancia, si bien por motivos distintos. O no, según se mire.

Unos y otros se han sentido insultados, sea en su condición de víctimas –en carne propia o por vía interpuesta–, sea en su condición de vascos “de verdad” –y no esa caricatura en la que el film se recrea. Pero lo que la película de Martínez Lázaro ha desestabilizado realmente es el marco de sentido en el que estas dos posiciones se encuentran para desencontrarse, ese super-signo que todo lo explica, al que todo remite, llamado (para unos) conflicto vasco o (para otros) terrorismo de ETA. Le sucedió hace unos años a uno de los guionista de Ocho Apellidos Vascos, Borja Cobeaga, cuando en una rueda de prensa comentó que tenía en barbecho, a la espera de una coyuntura más propicia, un proyecto titulado Fe de etarras, la historia de un comando de ETA que opera en Madrid y que tiene la mala suerte de que le toca presidir la comunidad de vecinos en la que tienen el piso franco (el “piso piloto”, como diría uno de los colegas del protagonista masculino de Ocho Apellidos Vascos). “La gran mayoría del público que rió a mandíbula batiente con un producto de masas milimétricamente diseñado ha sido capaz de traducir el dichoso conflicto entre diferentes en una simple y llana historia de amor” En lugar de imaginar lo que la historia prometía, y prometía mucho, la mayoría de las reacciones en la red fueron de una visceralidad digna de mejor causa, desde los que le llamaron zipayo hasta los que le decían que si fuese una víctima del terrorismo se le quitarían las ganas de hacer bromas con este asunto.

Las reacciones a la película han puesto en evidencia a la política: Bildu y el PP constituirían así un archipiélago ajeno al resto de las sensibilidades políticas, toda vez que, como reza la definición de archipiélago, les une lo mismo que les separa.  Pero, ¿qué queda entre esas dos posiciones antagónicas? Ahí no encontraremos, por más que se empeñen los politólogos, a los partidos más moderados, ni la tan denostada equidistancia. Ahí, en esa tierra media, se encuentra la gran mayoría del público que fue a ver la película y que rió a mandíbula batiente con un producto de masas milimétricamente diseñado, que ha sido capaz de traducir el dichoso conflicto entre diferentes en una simple y llana historia de amor. Y este, el del público en general, es el telón que Ocho Apellidos Vascos abre para mostrarnos un fenómeno que está ocurriendo delante de nuestras narices, pero que no atinamos a reconocer: la irrupción de una cada vez más potente industria que manufactura la identidad, sea en forma de película, sea en forma de experiencia turística, como bien han podido comprobar los vecinos de Leitza, uno de los escenarios del film, que se ha convertido en lugar de peregrinación. De hecho, el equipo de la película amenazaba recientemente con convertir Ocho Apellidos Vascos en una franquicia de éxito que explotaría las combinaciones identitarias más jugosas, siempre en la variante “chico busca a chica”.

Para quien quiera verlo más allá de la sobredramatización que la política hace de la identidad –probablemente en razón de su propia subsistencia–, existe un nicho de mercado que hace de los tópicos identitarios un valor de cambio. En este escenario, el vencedor es quien más capacidad tiene para la auto-parodia, esto es, para saberse producto. No es casual que quienes han concebido la película provengan de la cantera de Vaya Semanita, un programa nacido en el País Vasco,  allí donde la identidad sobra –que no es lo mismo que decir que sobra la identidad–, que antes de convertirse en un nido de funcionarios del chiste consiguió que, al modo de una profecía felliniana, el humor anticipara el futuro.

Hace poco me sucedió una cosa extraña. Estaba leyendo el periódico, temprano por la mañana, cuando vi un fotograma congelado del vídeo que exhibió la BBC con la entrega de armas de ETA a los mediadores internacionales. En ese estado de duermevela en el que me encontraba, donde vigilia y sueño se entreveran, no pude evitar relacionar aquella imagen con Vaya Semanita. La imaginación se me disparó hasta pensar que quizás los escenógrafos de ETA, ellos mismos, tenían en mente el programa cuando diseñaron aquella mise en scène. Posteriormente, cuando se supo que la entrega fue un fake, lo que era mera especulación tornó real. El fake era más real que la propia realidad. O, dicho con otras palabras: el original, todo ese mundo de vida cargado de sacralidad que se ha ido sedimentando como una realidad de plomo a lo largo de muchas décadas, no existía sino a través de su parodia.

Fotografías: Bar1 y Bar 2, de Eva Sala para el proyecto This is Spain del  colectivo NOPHOTO