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Los anfibios raros

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A veces me pregunto si, en el hipotético caso de que viviéramos en una utopía en la que nadie tuviese ninguna obligación laboral, toda la humanidad se mudaría en bloque a vivir a la playa. La playa es uno de los mayores éxitos que conoce la humanidad, algo con tanta aceptación como la pizza o los pantalones vaqueros. Gente que no haya ido nunca a la playa hay poca, pero gente que ansíe constantemente ir a freírse bajo el sol o jugarse el tipo ante los monstruos marinos que seguramente se esconden bajo las olas, la hay casi toda.

La playa, en la mente de la mayoría de la población, es lo más similar al paraíso, y todos sus esfuerzos durante el año se hacen con el alivio de seguir la zanahoria playil, ahí, hasta el fondo del calendario. Incluso aquellos que tienen la pesadilla recurrente de que un yonki sidoso clava en la arena jeringuillas boca arriba infectadas de sida. Los conozco, y no dudan en pasear por la orilla, en busca del melanoma.

Da la impresión de que la playa es el hábitat natural del hombre, pero eso no es cierto. Sabemos, sí, que en algún lugar anterior de la línea evolutiva la vida, surgida en aquella electrizante sopa primordial de aminoácidos, esta abandonó el agua y colonizó la tierra (es decir, estuvo en la playa) en forma de algún tipo de anfibio raro, pero también sabemos que el hombre como tal inició su andadura (nunca mejor dicho) en las sabanas etíopes, cuando un simio espabilado se bajó de un árbol y comenzó a caminar erguido. Poco después ese simio empezaría a utilizar herramientas y, un poco más tarde (en tiempo geológico) crearía Facebook, que, últimamente, es donde se deja testimonio, foto mediante, de que uno ha estado tostándose al sol al borde de la mar salada.

Anfibios extraños sigue habiendo a la orilla del mar, sobre todo de algunos, y no me refiero solo a la abuela con los filetes empanados en papel de plata, o a los culturistas de bronce más quemados que una rueda, o a los repelentes niños subacuáticos, sino a esos como yo que tercamente volvemos a la playa año tras año sin saber por qué, por puro gregarismo, a ver si le acabamos de coger el gusto como la gente de bien (la playa es una moda eterna). Los que padecen vértigo suelen salir del paso diciendo que en realidad no es que sientan miedo, sino una extraña atracción que les hace desear precipitarse en el vacío. Esa misma atracción suicida la sentimos los anfibios raros, que  no acabamos de encontrarnos a gusto en la playa a no ser que sople algo de viento, estemos bien sequitos bajo las dos sombrillas con un tinto de verano en la mano. O follando de noche en la arena, como los simios espabilados.