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La sopa de piedra

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El otro día me vino a la mente el recuerdo de un cuento que me dejó anonadada de pequeña. No uno que me contaron, sino uno que leí en alguna de aquellas compilaciones de tapa dura y brillante, llenas de cuentos desconocidos ilustrados con plumilla a trazos enérgicos, como “poco infantiles”. Se llamaba La sopa de piedra y, según yo lo recordaba, trataba de un señor con mucho morro que llega a un pueblo pidiendo que le ayuden a hacer una sopa de piedra. Una señora, incrédula pero curiosa, le presta un caldero para la sopa, y según el visitante va haciendo y probando su sopa, este va diciendo cosas del tipo “¡Buenísima! Pero una hojita de laurel le vendría muy bien”. Así, poco a poco, consigue un hueso, una patata, sal, especias, repollo… y le queda un caldo riquísimo. Lo que me dejaba estupefacta del cuento era la falta de artificio que implicaba el engaño: ni una invocación o pase para convencer a nadie de las propiedades mágicas de la piedra… solo una estrategia mágica, mágicamente simple. “La sopa de piedra” es el summum de la tomadura de pelo reducida a su mínimo común denominador, esto es: yo te engaño y tú te dejas. 

En El traje nuevo del emperador el pueblo se deja engañar (a pesar de que todos ven lo que ven) por miedo a parecer ignorantes; en El flautista de Hamelin los engañados sucumben ante la tecnología punta (una flauta mágica), pero ¿por qué se dejan engañar los personajes de La sopa de piedra? Por el espectáculo, pero ¿¡qué espectáculo!? ¿El de ver cómo se hace la sopa? Creo que no nos enfrentamos aquí al (nada despreciable) encanto de Masterchef, sino más bien al espectáculo del engaño: al más básico y obvio que se me puede ocurrir. El espectáculo son ellos mismos, siendo engañados, en vivo y en directo. Vagamente conscientes de que están siendo engañados, pero demasiado entretenidos como para hacer nada al respecto.

Pero resulta que hay dos versiones de La sopa de piedra: una con final feliz y otra no. En la versión feliz del cuento, la artimaña del cocinero genera un plano común en torno al engaño, de tal forma que el pueblo entero acaba comiendo una sopa rica gracias a que su artífice ha facilitado que cada uno añadiese “su poquito” a la olla. En esta versión, la gente inicialmente no contribuye por desconfianza, o quizá porque acaban de pasar por una guerra o una situación de carestía. En la versión sangrante, protagonizada por un fraile o alguna otra odiada figura de autoridad, la gente no contribuye por mezquindad o tacañería, y reciben su merecido sin aprender nada, mientras desprecian y ridiculizan los intentos de este por mejorar la sopa. La autosuficiencia del pueblo estafado llega hasta el punto de que continúan mofándose del cocinero mientras se come la sopa, solo, y se va por donde ha venido, despreciado por su público… pero con la panza llena.

Me contaron que Rajoy fue a cenar con Bertín Osborne frente a las cámaras. Mi médico me prohíbe ver esas cosas, pero es evidente que cundió la indignación ante semejante número de feria, teniendo en cuenta la alucinante incoherencia entre el cargo del prota y su absentismo mediático. Teniendo en cuenta, en fin, todo, verlo en la cocina de Bertín no pudo sino suponer un tremendo espectáculo; indignante, pero espectáculo y, como tal, fascinante, hipnotizador. En los últimos años hemos pasado de la sorpresa, a la ira, a la indignación, a la fascinación, a la hipnosis. Y, como en las demostraciones de hipnosis, de mesmerismo o de “magnetismo animal” (pues así la llamaba el propio Franz Mesmer), algunos se han quedado absortos, otros siguen riéndose con desdén del engaño, demasiado satisfechos en su cinismo como para reaccionar, mientras otros han convulsionado, es decir, reaccionado, curándose de sus males como lo hacían las damas en las sesiones de cura mesmerianas. Creo que tenemos mucho que aprender de las experiencias de los estudiosos de las realidades de la sugestión, que, dependiendo de donde caigas en la historia, se llaman magos. Mesmer, por ejemplo, se creía un hombre de ciencia, pero pasó a la historia como charlatán. Creo que porque su interés principal, como el del operador mágico, sea bruja o brujo, maga o mago, era que sus terapias funcionasen, por el motivo que fuese, cuestión esta -la de la funcionalidad del mesmerismo- que no fue examinada en absoluto por la comisión científica que certificó la inexistencia de un “fluido animal magnético” y redujo el legado de Mesmer de un plumazo a “cosas de la imaginación”… como si eso fuese moco de pavo.

Mesmer, y otros antes y después que él, sabían lo que mueve a la gente. Sabían incluso lo que podría curarles, o hacerles sentir curados, que a veces es lo mismo. Y también paralizarles. Para todo esto la respuesta es: el espectáculo. No siempre, claro, el mismo espectáculo: puede ser el espectáculo de que se coman tu sopa o, como en la versión feliz del cuento, uno del que aprendamos algo. El mismo dilema se traslada al arte: ¿me gusta que me engañen en una exposición? ¿Prefiero que no? Pues dependerá de para qué me estén engañando. ¿Me “engañan” para sentir fascinación holística por un sol artificial gigante en la sala de las turbinas de la Tate, para convertirme en otra abnegada y anónima tuerquecilla extática de la espectacular máquina? O me “engatusan” para alterarme la temporalidad, la percepción (más allá de los sentidos), para ponerme en contacto con una olvidada pulsión creativa? ¿Me manipulan con o contra mi voluntad, para empoderarse o para empoderarme? A estas alturas de la historia de la psicosociología general de masas y del desarrollo tecno-estupefaciente de los medios, infinidad de opciones están disponibles para quien conoce las teclas y tiene presupuesto. Ahora falta que nosotros, puesto que tenemos opciones, nos permitamos ser más selectivos.

El otro día inauguraron la nueva museografía del MASP de São Paulo. En realidad, se trata de la museografía original, que rescata los “caballetes” de vidrio originalmente diseñados por la mítica arquitecta del edificio: Lina Bo Bardi. Estos caballetes de vidrio temperado con un anclaje de cubos de cemento fueron diseñados para romper con el panelado clásico al que estamos acostumbrados. Así, el resultado es una sala diáfana, sin paredes, excepto por las de la envolvente del edificio, también de vidrio. No sólo no hay paredes, sino que los cuadros parecen levitar sobre sus paneles de cristal. Tanto que incluso se ve la parte de atrás. Me explican que los cubos de cemento no son sólo cubos de cemento, sino que han sido diseñados con una “tecnología muy sofisticada” y que tienen en su interior todo tipo de “cosas”. En los textos que introducen la exposición, la museografía de Lina Bo se vende como una cosa democrática. En teoría, porque podemos pasear entre las obras eligiendo nuestro propio recorrido, sin que un curador todopoderoso nos dicte el camino, sin que las obras estén organizadas en función de criterios casposos como su historia o su calidad pictórica. Ahora bien, en realidad, como decía alguien, quizás Ángel González, lo más democrático de todo es que las cosas fluctúen. “Así como el museo flota sobre la ciudad, con su gran vano libre debajo, las obras flotan sobre la pinacoteca” -dice el arquitecto Marcelo Ferraz, pupilo de Lina-, “una osadía expográfica que aún hoy pone los pelos de punta.

¡Los pelos de punta! Pues claro que sí: ¡Con lo que nos gusta eso! Hasta aquí ningún problema: a mí también me gusta que se me pongan los pelos de punta. Ahora bien, cuando llega alguien volando sobre una alfombra mágica intentando venderme la moto de la “desacralización”… me da qué pensar. Porque por lo visto, no sólo la democratización del museo es clave para la comprensión del proyecto, sino también la desacralización del arte. Personalmente, considero que lo sagrado funciona de forma parecida a la suciedad: puedes desplazarla, ocultarla, ponerla en una bolsa que va a algún lugar lejano donde puedas ignorarla, pero no es tan fácil acabar con ella. En el caso de la museografía de Lina Bo, los curadores todopoderosos no dejan de existir ni de tomar decisiones: evidentemente no sacan los nombres de las obras que serán expuestas al azar de un sombrero (ni yo pretendo que lo hagan), simplemente se hacen invisibles, o pasean, translúcidos, entre las obras. Y si las obras se desacralizan, cosa que podríamos discutir, es porque en su lugar se sacraliza la museografía y, por supuesto, la arquitecta.

Ahora bien, esta no es una crítica, o al menos no la que se espera. Para que quede claro: no tengo ningún problema con lo sagrado en sí, sino en todo caso con esas formas de lo sagrado que son sibilinas, insinceras porque empiezan por engañarse a sí mismas, que se ponen la piel de cordero y meten la patita en harina antes de pasarla por debajo de la puerta. Me encanta el MASP, me encanta el gran vano democrático sobre el que “fluctúa” (punto de encuentro de manifestaciones, protestas y otros eventos masivos), y ahora también me encanta pasear entre sus cuadros flotantes. Pero no está de más recordar que Lina Bo también estaba intentando, entre otras cosas, ser práctica y diseñar una museografía que disimulase las lagunas en la “irregular” colección del MASP, como se cuenta en un artículo publicado en la Folha de São Paulo. No pretendo insinuar que la arquitecta nos “engañó”, sino que al buscar la solución a un problema (el hecho de que habría mucha gente que menospreciase la colección del MASP por sus ausencias, en lugar de valorar sus presencias), generó un modelo de distracción, sugestión, y espectáculo alternativo que no sólo “cubría”, sino que, como dice Fernando Oliva, uno de los curadores actuales, superaba con creces la propia noción de “lagunaridad”. Para desacralizar de verdad, lo suyo habría sido diseñar una museografía mediocre, basada en un panelado rollo que permitiese colgar todo el acervo, incluso lo peor de él, y dejase al descubierto todas las faltas de la colección. Y aun así habría alguien que consiguiese fascinarse con tanta sinceridad, ponerle unas velas y rezarle unas avemarías.

Me remito a David Foster Wallace y al increíble discurso que dio a los estudiantes de graduación de Kenyon College en el año 2005: no existe la “no-adoración”, apenas la posibilidad de elegir qué adorar y cómo y por qué adorarlo… ¡lo que no me parece poco! De hecho, como dice Wallace, educarse en el qué adorar, y cómo, y porqué, es el trabajo de toda una vida. Y una de las cosas que nos impide hacerlo es que nos digan que no es necesario… porque ahora, por fin, nos basamos en hechos. Hechos que pueden redimirnos de nuestra ardua tarea existencial y ahorrárnosla. Creer que no creemos es el mejor antídoto contra este tipo de “trabajo”. Por supuesto, dice Wallace, hay cultos y cultos. Cultos que te comen vivo y cultos que no. Cultos con los que hay que tener mucho cuidado. En resumen, cultos en los que se comen tu sopa y cultos en los que no. Pero si crees que no crees en nada, cuidado, porque lo más probable es que estés siendo absorbido por un culto en contra de tu voluntad y sin saberlo, y antes de que te des cuenta serás un fanático y será mucho más difícil elegir en qué creer y cómo hacerlo.

“En cierto sentido” -dice Wallace-, “ya sabemos todo esto. Ha sido codificado en forma de mitos, de proverbios, de clichés, de epigramas, de parábolas: es el esqueleto de toda gran historia”. Y como en los cuentos, esta mandanga tiene una moraleja que ya se veía venir hace rato. La sopa de piedra tiene dos versiones: una en que comemos fascinados y otra en la que come el que más cara tiene mientras nosotros miramos fascinados. En las dos nos engañan, lo cual no deja de tener cierta lógica porque a estas alturas me parece mucho suponer que, teniendo acceso a la información necesaria, a los hechos, haremos lo que más nos convenga. Contra lo que nos gustaría pensar, la información cambia poca cosa, pues al final, por lo menos como especie, tomamos nuestras decisiones no en función de los datos, sino de cuestiones muchísimo más viscerales, por puro hábito, o porque nos han convencido hace mucho de que no hay alternativas, o de que las alternativas son terroríficas. Para quien aún crea en el espejismo de una sociedad compuesta de individuos criteriosos recomiendo el visionado de la serie documental The Century of the Self, donde se traza el recorrido del aprovechamiento e incorporación de la teoría psicoanalítica a las corrientes de marketing y más tarde a la propaganda política, cuando se dieron cuenta de que explicarle a la gente que si todos arrojaban algo al caldero podrían comer todos era irrelevante, es decir, que no tenía el impacto que, razonablemente, se esperaba que tuviera.

A mí también me gusta la gente que, como Bill Hicks al final de su mítico monólogo Revelations, nos recuerda que la vida es una enorme atracción de feria, pero como el mismo Hicks nos recuerda, “nosotros matamos a esa gente". Porque nos gusta la feria, y ay del que nos agüe la fiesta, aunque esta consista en ver cómo se comen nuestra sopa.

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“El mundo es como una atracción en un parque de diversiones, y cuando decides subirte piensas que es real, porque así de poderosas son nuestras mentes. El paseo sube y baja, da vueltas y vueltas, es emocionante y terrorífico, y es muy luminoso y colorido, y es muy ruidoso y es divertido… durante un tiempo. Algunas personas llevan montadas mucho tiempo, y empiezan a preguntarse: “¿Es esto real? ¿O es tan sólo una atracción?”. Y otras personas han recordado, y han vuelto y nos han dicho: “¡Ey! No te preocupes; no tengas miedo, nunca, porque esto es sólo una atracción” Y nosotros… ¡matamos a esas personas! “¡Cállenlo!, “¡Tenemos mucho invertido en esta atracción!” “¡Cállenlo!” “Miren las arrugas de preocupación en mi frente, miren mi gran cuenta bancaria y a mi familia. Esto tiene que ser real.” Es solo una atracción. Pero siempre matamos a las buenas personas que tratan de decirnos eso, ¿lo han notado? Y dejamos que los demonios corran libres. Pero no importa, porque es sólo una atracción… y podemos cambiarlo en el momento que queramos.” https://www.youtube.com/watch?v=KgzQuE1pR1w

 
Las imágenes, de arriba abajo: cartel promocional del mago Harry Kellar (1849-1922), antecesor de Harry Houdini; Franz Mesmer hipnotizando a una mujer en un grabado de 1784; interior del MASP con los caballetes de Lina Bo Bardi.