Contenido

Los papás y la bruja

Modo lectura

Now grandma’s a person who everyone likes
She brought you a train and a bright shiny bike
But lately she hasn’t been coming to dinner
And last time you saw her she looked so much thinner.
Now your mom and your dad said she moved to Peru,
But the truth is she died and someday you will too.
La-la-la-la-la…

La abuela que ya ha cumplido los cien
le cae a todo el mundo muy bien
te compró un tren y una bicicleta
y ya no le queda fuerza ni para hacer calceta.
Tus papás te dijeron que se fue a Perú
la verdad es que murió y algún día también lo harás tú.
La-la-la-la-la…

Canción infantil de Phoebe, personaje de Friends, episodio 2x12

Si no lo digo ya estallo: ¿PERO POR QUÉ TODO EL MUNDO TIENE TAN CLARO QUE LA OBRA NO ES PARA NIÑOS?

* * *

Pregunto a una amiga afincada en Brasil hace tiempo por “marchinhas” de carnaval típicas y políticamente incorrectas. Algo sorprendidos, ella y su marido me citan algunas, pero tras un par de referencias me acaban diciendo: “Todas, ¿no? Porque es carnaval”. “Lo incorrecto es la base del carnaval”, me dice la corresponsal del diario Público en Brasil, Agnese Marra. El hombre puede ser mujer; el pobre, rico: es un típico “ritual de inversión”. Se trata de suspender momentáneamente las normas que rigen el orden social. Rituales de inversión, rituales de descompresión. Conflictos de todo tipo son representados de forma satírica, desde la homofobia (“Olha a cabeleira do Zezé”, Mira el pelo de José), el desahucio (“Daqui não saio”, De aquí no salgo), la discriminación que sufre la mujer negra (“Nega Maluca”, Negra loca) y, cómo no, el alcoholismo (“Cachaça”), hasta cuestiones tan terrenas como la transformación de unos calzoncillos en trapo de cocina o la impotencia sexual del abuelo (“A cueca” y “A pipa do vovô não sobe mais”). Todas estas canciones y muchas otras forman parte del universo musical de los brasileños desde su infancia. La legislación brasileña (que no pretendo poner como ejemplo a seguir) incluye medidas especiales de protección de la infancia durante el carnaval, pero ninguna de ellas contempla taparles los oídos o los ojos a los niños.

Muchas “marchinhas” resultan ambiguas: ¿Pueden o no considerarse en clave de denuncia? Quizás éste no sea el término adecuado. El carnaval no es sólo una ocasión para festejar, sino para provocar. No podemos esperar, por tanto, que estas cancioncillas se nos presenten de punta en blanco, credenciales en mano y precedidas de un prólogo que incluya la definición de la RAE del término “sátira” y una intro sobre la Comedia del Arte. Dejarían de ser provocaciones. No todo en esta vida es Aute. Algunos creerán que las “marchinhas” de carnaval o las obras de titiriteros no son lo que podríamos denominar “un ejemplo para nuestros hijos”, aunque para ser sinceros prácticamente nada lo es, ni siquiera sus propios padres, y, si nos ponemos así, los niños nunca leerían ni verían nada decente, ni escucharían rock, ni flamenco, y ya que estamos tampoco música clásica, no vaya a ser que Chopin les induzca un estado de depresión melancólica. No sólo los espectáculos de titiriteros siempre han sido políticamente incorrectos (y abiertamente violentos), sino en general todo lo que tiene algún valor artístico. Incluso obras que ahora pueden parecernos inocuas fueron en su día provocativas. Como dice Dario Fo en una entrevista publicada en El Cultural (de El Mundo), “el compromiso se puede expresar de muchas formas. El lenguaje de Cézanne, por ejemplo, era otro distinto, pero no se puede decir que no sea comprometido o que no arriesgue. Al principio los críticos se reían de sus obras, y ahora nos reímos de esos críticos”.

Coincidiendo con el estallido de la polémica sobre el encarcelamiento de los artífices de la obra La Bruja y Don Cristóbal. A cada cerdo le llega su San Martín, me encuentro en las redes con un artículo sobre los efectos que lo políticamente correcto (PC) está teniendo sobre la comedia anglosajona y, específicamente, sobre el “stand-up”, un género que, como dice Chris Rock, trabaja sobre el terreno, poniéndose siempre a prueba en contacto con el público. “La cosa se puede poner muy fea: realmente ofensiva”, dice Rock, y si ves que has cruzado la línea pides disculpas (“oh, vaya, me pasé”) y a otra cosa. No tener margen de maniobra puede llevar a la autocensura, a un humor más seguro y por lo tanto inocuo. Cierto es que, como dice el comediante argentino Félix Buenaventura, muchos de estos humoristas que se revuelven contra lo políticamente correcto son “viejunos” que no pueden o no quieren adaptar su material a los nuevos tiempos. “La comedia siempre ha sabido hacerse ‘más inteligente’. Los tópicos de los 80 son viejos, los de los 90 también. Viejos, en términos de que estamos en un momento bisagra. Por primera vez la voz oprimida puede gritar y llegar a cualquier persona que tenga wifi. Creo que, en el caso de los titiriteros, es más relevante el contexto”.

Es decir, España: “En España siempre noté resistencia por parte del público a ciertos mensajes porque les han enseñado a tener miedo: a la muerte, a volverse pobres, a perder lo que tienen”, dice Buenaventura desde Buenos Aires. Y luego está, claro, el problema de la literalidad, rasgo del que en América Latina se nos acusa constantemente, tanto a los portugueses (sí, comparten península con nosotros), como a los españoles. No es lo mismo una apología que una alegoría. No es lo mismo sentir frío ante un paisaje nevado de Sisley que meter la mano en un cubo con hielo (Ángel González García dixit). No es lo mismo incriminar a un personaje de ficción poniéndole encima una mini-pancarta pro-etarra que manifestarse a favor de ETA, ni representar una violación hace necesariamente apología de la violencia machista.

El hecho de que, además, este escándalo se haya producido durante el carnaval demuestra lo poco que entendemos de él. Franco nos lo quitó y nadie nos lo ha devuelto. Los más listos lo incorporaron como pudieron —y a veces con mucho arte— a la Semana Santa, mientras los demás nos almidonábamos las golas, fuesen del color que fuesen, porque en España continúa habiendo personajes anal-retentivos para todos los gustos. Sin ir mas lejos, recuerdo cuando prohibieron el carnaval en la Facultad de Bellas Artes de Madrid por unos daños que sufrieron las instalaciones durante una de las fiestas y porque “una bonita tradición” se había convertido en “un botellón multitudinario”. Resistiendo la tentación de introducir aquí por lo menos un renglón de signos de exclamación e interrogación, voy a hacer un esfuerzo y continuar hilando palabras. Pedir un carnaval sin alcohol y sin daños en las instalaciones, y hacerlo en el nombre del carnaval (esa “bonita tradición”) es tan contradictorio que incita al vandalismo. Pedir un carnaval moralmente irreprochable para la infancia es más que pedirle peras al olmo; es dejar que el pequeño inquisidor que todos los españoles llevamos dentro campe a sus anchas. Eso sí que es una auténtica provocación, igual que toda la basura que estamos escuchando sobre estos titiriteros-bruja que, sin proponérselo, han acabado encarnando la tragedia planteada en su propia representación.

En El Papa y la Bruja, Dario Fo cuenta la historia de una curandera y un Papa, pero en realidad es la historia de cómo cualquiera que saque el pie del tiesto puede acabar en la hoguera, incluso el propio Papa. “¡Es el primer Papa con sentido de humor de la historia!”, dice uno de los personajes después de que éste saque una encíclica a favor de los anticonceptivos, y al leerlo me pregunto si eso, el sentido del humor, no contribuye a su caída. Al final, lo que nos hace caer en desgracia es la incorrección en las formas. Esto es lo que se le echa en cara constantemente a la bruja de Fo: fuma (en el Vaticano), aprendió magia de un brujo bantú en el África profunda, dirige un centro ilegal que pincha dosis controladas de heroína a yonquis de un barrio marginal, dice tacos…, en resumen, resulta totalmente inapropiada. O, como diría Mary Douglas, sucia. Según esta antropóloga, nuestra noción de suciedad está relacionada con la de lo inapropiado: “La suciedad no es nunca un evento único y aislado. Donde hay suciedad, hay un sistema (…) Los zapatos no son sucios en sí mismos, pero es sucio colocarlos sobre la mesa del comedor; la comida no es sucia en sí misma, pero es sucio dejar cacharros de cocina en el dormitorio”[1]. Como la bruja de La Bruja y Don Cristóbal, la excentricidad social parece indignar y atraer a desgracias y desgraciados, como por ejemplo a los padres soliviantados que llamaron a la policía para denunciar un espectáculo de titiriteros en lugar de coger a su retoño y largarse por donde habían venido, sin más.

No puedo evitar acordarme de las canciones infantiles de Phoebe[2], donde les habla a los niños de la muerte y de otros asuntos escabrosos. Los niños están encantados: son los padres los que no pueden soportar exponer a sus hijos a “la bruja” cuando comprueban que el espectáculo se sale de lo normal. Pero a veces es armando relatos para niños, en el acto de explicarles algo, que los adultos nos vemos obligados a analizar un fenómeno que tenemos muy asumido y que no tenemos, por otra parte, ninguna gana de analizar. Ése, sin embargo, es nuestro problema, no el suyo. Así, por ejemplo, las lecciones radiofónicas de historia para niños de Walter Benjamin no son sólo perfectas para menores, sino también para los mayores. Pocas veces he leído un resumen tan bien hilado, sencillo y ecuánime de los juicios a las brujas. Una historia tremenda, pero que Benjamin consideró importante contarle a los niños. “En aquel tiempo”, cuenta Benjamin, “si se creía que alguno practicaba brujería, no había nada que no reforzara esa sospecha, más allá de lo que hiciera o dejara de hacer. Del mismo modo, no había por aquella época nada, ni en la casa ni en el campo, ni en las conversaciones ni en los hechos, ni en los servicios religiosos ni en los juegos, que no pudiera ser relacionado con la brujería por parte de la gente maligna, tonta o loca”.[3]

No estoy segura de que proteger a los niños de las formas narrativas que desde hace mucho han ayudado a familiarizarnos con el horror de la muerte, de la violencia, de la injusticia, etc., sea la forma de enseñarles a lidiar con la vida, ni siquiera a ser mejores personas. Recuerdo cuando mi hermano era pequeño y veíamos esa peli de Indiana Jones en la que le sacan el corazón a alguien y yo quería obligarle mantener los ojos abiertos porque sentía que en la vida hay que estar “preparado” (vaya usted a saber en qué estaba pensando). Quizás fue un gesto con el que traumaticé del todo a mi hermano, pero tras él subyacía la verdad de todos los buenos y míticos cuentos infantiles: ojito a lo que viene. Por eso los cuentos, los buenos al menos, tienen esa aura pesadillesca, como los Dragones y Mazmorras de antaño, y, en fin, como la vida misma. Aquí entra el humor en escena, como herramienta imprescindible para ayudarnos a lidiar con tanto drama. Como decía Fo, “quien no ve el lado cómico de la vida no es capaz de comprender completamente su tragedia”. Creo entender que algunos consideran que el humor contribuye a la normalización del conflicto, aunque esta explicación me parece excesivamente simplista: un ataque de risa durante un funeral no contribuye a desactivar o normalizar la muerte del ser querido. El carnaval, la sátira, el humor, pueden ser espacios de catarsis o en los que proyectar cambios deseados y críticas que de otra manera sería muy difícil articular.

Supongo que podríamos aventurar una hipótesis compensatoria: cuanto más impotentes nos sentimos en relación a la educación de nuestros hijos y su incierto futuro, más anal-retentivos y tontorrones nos ponemos con los titiriteros y lo políticamente correcto. Podemos dejarles el encefalograma plano a los niños con jueguitos de smartphone y Teletubbies (o lo que sea que las criaturas vean ahora), pero que no se les ocurra agarrar un libro impropio de su edad, enfrentarse con las psicodelias originales de los Grimm o las palizas propias de los espectáculos de titiriteros. Que todo en la vida del niño sea una celebración controlada del amor y la paz. Por desgracia no estamos, como dice Fo, en tiempos de celebrar, sino de provocar: “Hay que provocar al público, y que éste celebre que se le provoca. (…) El teatro debe tocar en el espectador aquello que el público no quiere que le toquen, por incómodo, por desagradable. Debe sacar a la superficie las cosas que lleva dentro sin saberlo, o sin querer saberlo. El espectador es como un gato que se deja acariciar, pero al que hay que azuzar de vez en cuando. Al final, siempre lo agradece”.

Que se lo digan a Títeres Desde Abajo.

 
Imágenes:
1. Carnaval en São Paulo “para crianças”. © Hoje Pós.
2. Escena de La Bruja y Don Cristóbal. A cada cerdo le llega su San Martín, de Títeres Desde Abajo.
3. Pantallazo de un vídeo difundido por Estadão de São Paulo. © Estadão.
4. Compañía Títeres Desde Abajo.
 

[1] Douglas, Mary. Purity and Danger. London: Routledge, 2002. p. 44-45

[3] Benjamin, Walter. Juicio a las brujas y otras catástrofes. Buenos Aires: Interzona, 2014. p. 32