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El oscuro sueño (¿Envidia de vagina?)

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Ejércitos de objetos animados, obras de arte que parecen o se confunden con la vida, la producción mítica de niños, mujeres o monstruos y, en definitiva, el sueño de la vida y de la inteligencia artificial: ¿Qué tienen que ver con el arte y con los problemas de género? Toca meterse con la antropología y la etnografía para profundizar un poco.

  1. ¿ANTROPOLOGÍA DEL ARTE?

A pesar del interés de muchos artistas por la investigación de campo de inspiración etnográfica, el arte contemporáneo, por regla general, carece de conciencia antropológica y, en caso de tenerla, es extremadamente superficial, como advierte Hal Foster en su conocido ensayo sobre el artista como etnógrafo.

Los posibles motivos por los cuales una antropología del arte es evitada por muchos de los actores del mundo del arte son apuntados por Freedberg y Belting en sus respectivas investigaciones sobre la imagen. Una teoría del arte, dice Belting en su Antropología de la Imagen, que se ocupa de la creencia de la humanidad en las imágenes es sospechosa de traicionar una cara clara y apreciada del progreso. Anteriormente, Freedberg ya había notado que los estudios de las reacciones viscerales causadas por las imágenes en Occidente causaban incomodidad al poner de manifiesto “nuestro parentesco con lo iletrado, lo bruto, lo primitivo, y lo subdesarrollado”[1].

Frente al fenómeno de la imagen, dice Belting, solamente un enfoque antropológico puede devolver su lugar al ser humano.  Aunque Belting habla de antropología de la imagen, y no del arte, percibimos analogías entre las bases sobre las que Belting construye sus teorías y la −ahora sí− antropología del arte que formula Alfred Gell en Art and Agency. Estas analogías pueden ayudarnos e entender qué es lo que señala el término “antropológico” en contextos relativos a la teoría del arte.

Belting se preocupa por la corporificación de las imágenes y por la cuestión central del cuerpo y del medio. Nosotros, viene a decir Belting, somos el lugar de las imágenes, el medio (y médium) donde las imágenes adquieren vida, y tanto el cuerpo como la imagen —afirma el autor de una forma un tanto misteriosa— son asuntos esencialmente antropológicos.

Por otra parte, Gell hace hincapié en que una teoría antropológica del arte será aquella que haga uso de teorías antropológicas para pensar el arte occidental. Las obras de arte, que él va a llamar “índices”, deben ser consideradas como portadoras de agencia social, y las relaciones que se dan en la vecindad de estos “índices” no pueden ser entendidas sin la personificación (¿corporificación?) del objeto artístico.

Los dos autores inciden en el encanto de la tecnología y asumen el animismo como rasgo característico e imprescindible de la cultura visual: o bien las imágenes son animadas por nosotros y en nosotros (Belting), o bien el objeto artístico se comporta como un ser animado (Gell). Según Gell, el animismo no sería sólo un rasgo de la cultura primitiva, sino de la cultura en general[2].

Una teoría antropológica del arte pone de relieve las dimensiones míticas o simbólicas (¿rituales?) de usos y costumbres que consideramos racionales, prácticas o “de sentido común”. Aquí vamos a centrarnos, específicamente, en una de las posibles contribuciones críticas de la antropología del arte: la relectura del problema del género, la agencia y el animismo en la producción artística.

  1. EL MITO DEL ARTISTA Y LA GÉNESIS DE OBJETOS CON AGENCIA

La periodista Sarah Thornton cuenta cómo, durante su visita a la prestigiosa y paradigmáticamente contemporánea escuela de arte contemporáneo CalArts, una pregunta tan razonable como “¿Qué es un artista?” obtuvo reacciones desmedidamente violentas, llegando incluso al punto de percibir que estaba violando un tabú[3]. “Usted no puede preguntar eso”, le decían unos; “es una pregunta estúpida”, le respondían otros. Pero, al mismo tiempo, no existía una noción muy clara de por qué aquella pregunta resultaba tan ofensiva e irritante en el seno de una escuela teóricamente especializada en la formación de artistas.

Está terminantemente prohibido responder que el artista es un “veedor” (chamán/cazador/detective), un ser doble y fronterizo (Diana/Dionisio), un pagano en esencia (adorador-del-sol-y-de-la-noche), una potencial amenaza o amenaza en potencia (BRUJA), un ladrón del fuego (Prometeo) o, todavía peor, alguien que opera “tránsitos inverosímiles entre esferas, síntesis imposibles, compromisos inconcebibles en el plano del pensamiento normal, lazos aberrantes, mezclas entre sustancias simbólicas incompatibles”[4]. Sin embargo, lo contrario —que el artista sea un profesional cuya función es la de lubrificar los goznes de la industria cultural— nos parece excesivamente descarnado.

Como afirma uno de los profesores más famosos de CalArts, John Baldessari, “el objetivo más importante de la educación artística es desmitificar a los artistas”[5]. Entendemos, con buena voluntad por nuestra parte, que aquí resuena el eco del famoso dictado de Beuys (“cada hombre un artista”), con el cual estamos, en principio, plenamente de acuerdo, pero no sin matices que lo compliquen. Artista no es cualquiera; no porque algunos estén predestinados a serlo y otros estén incapacitados para ello, sino porque ser artista exige ser artista en el mundo; una operación existencial jodida que, además, como ha demostrado Lucia Van Velthem en el caso de los indios Wayana, puede ser realizada on and off. No necesariamente se trata de un titulo vitalicio, aunque tenga que ver con eso que Suely Rolnik llama “saber del cuerpo”.

Dice Van Velthem que “entre los Wayana, la maestría artesanal está inevitablemente acompañada de un profundo conocimiento de las prácticas rituales y de las narrativas míticas, ya que abarcan dominios íntimamente asociados”[6]. Desde el escultor de las islas Trobriand[7], pasando por el mago-horticultor[8], hasta el mismísimo Duchamp —y más allá de su todopoderosa figura—, el artista trabaja, como los Wayana, en una dimensión en la cual la materia (y la técnica, y el pensamiento) está impregnada de mito. No necesariamente de este o de aquel, sino de un batiburrillo en constante actualización.

Negar que el artista ocupa una posición social relativamente anormal que facilita su asociación con uno o varios mitos fundacionales de la cultura occidental que —como las imágenes supervivientes de Warburg, Belting o Didi-Huberman— mutan con los tiempos, me parece incompatible con la valorización (real) de los universos simbólicos de otras culturas. Así, me resulta contradictorio cuando las mismas personas que se consideran contrarias a los valores eurocéntricos/occidentales (falo-ego-logocéntricos, que diria Rolnik), ignoran o incluso desprecian por completo la relevancia de las “imágenes” enraizadas en su propio contexto cultural. La afirmación implícita es la de que sólo para los otros lo mítico es relevante.

Un buen ejemplo de lo que supone moverse en un ámbito teórico-práctico dentro del incierto terreno de la antropología del arte podría ser Animism (comisariada por Anselm Franke en Berlín en 2012), exposición que pone de manifiesto hasta qué punto el animismo desempeña un mito fundacional en nuestra cultura y, al mismo tiempo, supone su principal tabú. La exposición llama la atención sobre el hecho de que los logros técnicos del arte occidental siempre han ido de la mano de la imitación de la vida y/o de la generación de un simulacro animado; desde los mitos griegos sobre Dédalo (cuyas esculturas debían ser encadenadas por la noche para que no echaran a andar), hasta las animaciones de Walt Disney, el cine en 3D, la inteligencia artificial o la robótica.

Cabría aplicar la teoría de Gell sobre la técnica, y preguntarnos si existe una analogía entre lo que se considera un logro técnico y lo que se considera un logro social, de la misma forma que los escultores Trobriand valoran e incorporan “lo que fluye”, porque fluir es un requisito imprescindible del éxito Trobriand[9]. ¿La imitación de la vida, la producción de objetos con agencia, es un valor fundamental del éxito occidental que las técnicas buscan y las artes reflejan? Esta pregunta nos remite a nuestras propias raíces animistas, como muestra Franke, pero también abre una discusión importante sobre género y agencia, como vamos a ver —paciencia— en seguida.

Según Franke, la amenaza implícita en el animismo es nuestra propia objetividad (si el objeto tiene vida ¿hasta que punto soy, yo también, un objeto?) y, consecuentemente, la castración que ser “cosa” implica dentro de nuestra ontología. Una teoría antropológica del arte desafía el binomio cosa/persona, pues acepta y estudia la noción de que el objeto pueda aparecer como persona o la persona como objeto.[10] Hasta aquí todo bien, pero percibo otro conflicto en el cual Franke no parece reparar: la incomodidad visceral que genera la producción de agencia, simbolizada -digámoslo ya de una vez- por el incómodo milagro de la vida.

Sobre este asunto se incide en The Gender of the Gift, de Marilyn Strathern, un ya clásico de la antropología feminista. En el campo de la teoría del arte, la idea de agencia se asocia con Judith Butler, figura clave clave para los estudios de género. El asunto de la agencia de las obras de arte o “índices” de la operación artística tiene cierta (aunque escasa) visibilidad en el “mundo del arte”, con investigaciones como la de María Íñigo Calvo, que en su ensayo Statues Also Die, Even[11] estudia y compara la desactivación de la agencia del arte africano y del arte contemporáneo por medio del display museográfico. Pero, ¿cuál es el mecanismo que dota a un objeto indicial, a una obra de arte, de agencia? Si las estatuas mueren, ¿no será porque antes estaban vivas?

  1. POR FIN, UNA REFLEXIÓN SOBRE AGENCIA, ANIMISMO Y GÉNERO

La cuestión del género, dice Marilyn Strathern, no radica en el plano biológico, sino en cómo los elementos que conforman nuestro mundo son sexualizados e interactúan socialmente: “Entendidas simplemente como características de hombres y mujeres, tales categorizaciones se vuelven tautológicas. En realidad, sus posibilidades inventivas no pueden ser apreciadas mientras no se preste atención a la forma por la cual las relaciones son construidas por medio de ellas.”[12]

Judith Butler, en su análisis sobre la relevancia del pensamiento fenomenológico para la teoría feminista[13], llega más o menos a la misma conclusión: el género es performático, no expresivo. Esto es, el género se produce por medio de su propia performance en contextos específicos. Pero el género no sólo se da en su performance, sino en la repetición de dicha performance. No sirve con comprometerse una, dos, o incluso varias veces: la performance del género requiere de un compromiso ritual.

El género va mucho más allá de lo genital. Partiendo de ese axioma, podríamos cuestionar cuál es el papel de lo femenino (y no sólo de las mujeres) en nuestra sociedad o en la cultura, puesto que, como sabemos, la performance de lo femenino no siempre se da en un cuerpo de mujer. Muchas veces, ni siquiera se da en un cuerpo, sino en artefactos o eventos, como dice Strathern.

En mi trabajo la bruja representa una serie de valores marginales, paganos, pero sobre todo la bruja representa la blasfemia. Si el arte contemporáneo presenta rasgos propios de un culto —y creemos que los presenta—, habrá de existir necesariamente la blasfemia, puesto que donde hay sacerdotes, monaguillos y monjas, hay brujas. Esencialmente, las brujas desafían el status quo desde una performance existencial (o tal vez fenomenológica) del cuerpo[14]. Desde un saber del cuerpo.

Dado que el género no es una realidad fija y sí una codificación de normativas sociales más profundas que exige ser escenificada y re-escenificada, “performada” permanentemente, el absentismo del performer será castigado[15]. Pero, ¿qué se considera “femenino” dentro de un sistema binario donde lo “masculino” es sinónimo de claridad, fuerza y _________ (rellene con los valores en auge)? Como la lectura de Strathern nos ayuda a comprender en un contexto específicamente melanésico, también los hombres pueden ser “uterinos”. El arte es un ámbito donde esto puede ser especialmente valorado. Pero, ¿qué sucede cuando la idea de agencia ha sido secuestrada por valores eminentemente fálicos?

Tal vez el arte sea uno de los escasos lugares donde el hombre occidental puede instituirse como base de la vida, donde puede, parafraseando a Donna Haraway[16], “construir cosas, desmontarlas, jugar con ellas”. Pero me pregunto si ese conjunto de acciones no estará, per se, connotado negativamente. Las ideas asociadas a la feminidad han sido satanizadas durante siglos: se pretende liberar a la mujer de ese yugo pero, ¿esa liberación implica también los valores convenientemente y tradicionalmente asociados a “lo femenino”? Y, lo que es aún más importante, ¿implica esto una posibilidad de que esos géneros supuestamente excluyentes se puedan combinar (como en la bolsa de malla melanésica sobre la que habla Marilyn Strathern[17], que para ser funcional debe presentar características simbólicas femeninas y masculinas) para resultar en otros elementos de naturaleza compleja, por encima y al margen del binomio macho-hembra occidental?

Según Haraway, “los organismos y la política organicista, holística, dependen de las metáforas del renacimiento e, invariablemente, abanderan los recursos del sexo reproductivo”[18]. A esas metáforas reproductivas, ella opone el ciborg como ser generado (auto-generado) fuera del paraíso. Haraway desconfía de las metáforas reproductivas porque, según ella, éstas remiten a una cosmogonía del origen y del fin que se inicia en el paraíso y culmina en el apocalipsis. Pero, al rechazar las metáforas reproductivas como parte de este esquema, me da la sensación de que Haraway cae en la trampa occidental de la satanización de la reproducción o producción de vida, esto es, de la agencia biológica.

“Precisamos de regeneración, no de renacimiento, y las posibilidades para nuestra reconstitución incluyen el sueño utópico en la esperanza de un mundo monstruoso, sin género”[19], señala Haraway. Pero el género ya existe y desempeña un papel fundamental en la construcción simbólica de realidades sociales complejas, también en Occidente. El problema reside en la comprensión de lo que es el género: ¿una estructura binaria excluyente, o una compleja red de elementos cargados ahora de esta, ahora de aquella energía, interactuando alquímicamente? En este sentido, ¿puede ser el género —entendido más allá de sus normativas opresoras— un campo de creación? La monstruosidad no implica el fin del género; de hecho, la monstruosidad tiene mucho más que ver con la figura del hermafrodita (cuyo potencial monstruoso reside en la autofecundación) que con la figura del andrógino.

Volvamos ahora a la Melanesia de la mano de Marilyn Strathern para echarle un vistazo un rito cuyo objetivo es “hacer crecer a los jóvenes que de él participan, de modo que puedan madurar”. Los jóvenes “se vuelven dependientes de un espíritu femenino”[20] —la Mujer Gengibre—, que producirá el crecimiento. El espíritu femenino es, en este contexto, aquello que hace crecer. Según Mauss, la magia es la producción de “efectos inmediatos e ilimitados, la idea de creación directa”[21]. Cualquier película sobre magia o narración mágica va a incluir un momento clave donde el operador mágico le insufla vida a un objeto inerte, y algunos trucos de magia clásica se basan en el crecimiento acelerado, como el célebre “Marvelous Orange Tree” de Jean Eugène Robert-Houdin, en el que un naranjo mecánico produce frutos reales ante los ojos de los espectadores.

En un sistema simbólico que adjudica la creación a una única figura paterna, la magia supone una blasfemia, pero sobre todo cuando es ejercida por mujeres. Sin embargo, hemos percibido que también en otras culturas existen conflictos relativos a la agencia femenina, incluso cuando la cultura presenta construcciones de género conceptualmente más complejas y sofisticadas. En este sentido, no puedo evitar creer que lo biológico desempeña un papel en todo este asunto. Un papel, como poco, mítico. En concreto, hay una cierta realidad biológica que desencadena un mundo de performances rituales de genero y que, como dice Freedberg al respecto de la creencia en la vida de las imágenes, revela nuestro parentesco con lo iletrado, lo bruto, lo primitivo y lo subdesarrollado. Se trata, en definitiva, de la agencia uterina.

No se pretende defender aquí una postura esencialista (que el significado de la existencia femenina derive de algún hecho fisiológico[22]), sino plantear la posibilidad de que exista una dimensión mítica entrelazada en los problemas de género. Muchos teóricos pioneros han hecho un trabajo necesario al reivindicar el cuerpo como una “idea histórica”[23], pero, ¿no sería lógico suponer que lo biológico tiene algo que ver con la conformación de esa idea histórica?

La mitología está plagada de historias en las cuales hombres crean mujeres, generalmente figuras de infinita belleza y formato reducido, como nos recuerda Victor Stoichita en El efecto Pigmalión. Eva, Pandora, etc. También hay otra variedad de mitos creacionistas asociados a la producción artificial de niños (en los que, evidentemente, los creadores son hombres). Por otra parte, también las cosmogonías indígenas están llenas de hombres que crean mujeres o se invisten de características uterinas, como pone en evidencia el ensayo de Lucia Van Velthem sobre las tres mujeres de cera, arcilla y arumã[24] creadas por los demiurgos Wayana, o el mito de Omalyce, creador partogenético Iqwaye de los primeros cinco hombres, uno de los cuales se convertirá luego en la primera mujer.[25]

Según Marilyn Strathern, la composición de género en Melanesia no está basada en un binomio dualista, sino que es variable y depende del contexto. Las partes de un todo pueden ser femeninas o masculinas, creando palimpsestos increíblemente complejos. De cualquier forma, me parece que eso no contribuye, en la práctica, a la reconciliación con la idea de agencia femenina, que en toda esta historia que me he montado vendría a ser como el “Coco”. En la Melanesia, la agencia femenina no se niega, hasta el punto de que la agencia masculina está modelada sobre la agencia uterina. El hecho de que el hombre se convierta, cuando se convierte, en un ser partogenético no implica que las mujeres no posean esa misma capacidad, pero sí que a ellas no se les debe permitir desarrollarla. De hecho, lo único que les impide a las mujeres desarrollar su capacidad partogenética es ese ritual por medio del cual los hombres se apoderan de la capacidad de producir vida por su cuenta.

Sería una equivocación, dice Strathern, interpretar esto como una negación de los poderes reproductivos de las mujeres, puesto que la propia actividad reproductiva de los hombres “se evidencia en la de las mujeres”. Según Strathern, de esta manera cada sexo “puede reivindicar algún tipo de capacidad reproductiva”. La contienda entre los géneros no sería tanto una guerra entre dos bandos opuestos como “un sofisticado comentario sobre la naturaleza del poder”: “una imagen del poder en sí mismo”. La relación cultural entre los géneros sería un ensayo sobre la agencia, entendida como “el poder indivisible de reproducir el mundo”, o como capacidad de hacer. Según esto, la agencia (¿partenogenética?) seria el poder que define la naturaleza del poder.

Las flautas que tocan los hombres Gimi fueron, según ellos mismos aseguran, robadas a las mujeres. En este caso (y en muchos otros) los hombres se definen por medio de un ritual de usurpación del poder femenino. Otro pueblo, otra zona del mundo: Lucia Van Velthem analiza los actos creativos de los demiurgos Wayana, que poseen un poder metamórfico que se identifica con “la gran ebullición creativa de los primeros tiempos”[26]. La creación artística Wayana “representa una transformación radical” y se relaciona —casi me da vergüenza repetirlo de nuevo— con la animación de entes inanimados. Este tipo de acciones demiúrgicas están reservadas a unos pocos (hombres) y a unos pocos momentos (rituales), puesto que la demiurgia encierra peligros considerables. “La tecnología de los demiurgos constituye un ideal y supone, en paralelo, un grave peligro, puesto que es poderosamente generativa. Necesita ser controlada y dominada.”[27] Por ejemplo, las máscaras —que poseen aliento y pueden actuar socialmente—, son creadas por medio de un ritual reservado a los hombres, mientras que otros objetos sin agencia pueden ser producidos también por mujeres.

Según Strathern, los Gimi (los que robaron las flautas) “perciben los miedos y deseos como la base de la disputa entre sexos”, lo que, debo decir, no me sorprende. Lo sorprendente es la pretensión occidental contemporánea de que en nuestra cultura esos temores y deseos han sido superados y que, actualmente, con rectificar las leyes y costumbres (con rectificar la performance del genero) acabaríamos con la desigualdad. De nuevo, la ausencia de consciencia de la propia dimensión simbólica contribuye decisivamente a que adoptemos una actitud simplista que corta el nudo gordiano y cree así haber resuelto un conflicto milenario de dimensiones míticas.

4. EL OSCURO SUEÑO…

Tal vez hayamos olvidado ya cómo comenzamos la presente reflexión: el animismo como clave cultural. La génesis de objetos que se comportan como personas, es decir, de objetos detentores de agencia social. No solo hablamos de vírgenes que nos siguen con la mirada, de ratoncitos animados o de androides que no saben que son androides, sino también de esas obras con presencia, esas que se nos clavan en la nuca cuando les damos la espalda aunque no tengan nada que se parezca ni remotamente a un ojo.

El sueño del animismo es el sueño de la agencia y viceversa. Pero, ese sueño ¿no se modela sobre una cierta realidad biológica? ¿No tiene que ver, por eso mismo, con un profundo conflicto de género? Ya sabemos que la capacidad productora de las mujeres debe ser regulada con la finalidad de estructurar y regular la producción, intercambio y consumo de bienes dentro de una sociedad y de una red de relaciones de parentesco establecida. Esta explicación me parece satisfactoria y sobradamente demostrada, pero tal vez peca de un cierto exceso de racionalismo. ¿Cómo dar cuenta de las oleadas cíclicas y expansivas de odio contra las mujeres (desde la caza de brujas en la Europa medieval hasta los feminicidios de Ciudad Juárez) sin adentrarnos en los terrenos pantanosos de la psique, es decir, del mito?

¿Acaso no es justamente la producción artificial de vida, de apariencia de vida, de sistemas inteligentes, el oscuro sueño/deseo del hombre falo-ego-logocéntrico? Uniendo los puntos, podríamos, por el momento, aventurar la siguiente hipótesis: la misoginia está enraizada en la agencia uterina, de la cual se deriva un conflicto de poder que se manifiesta en la cultura. Simplificando, resumiendo e invirtiendo una conocida figura del psicoanálisis freudiano: ¿será que el problema de Occidente (y, tal vez, de otras culturas) radica en una profunda envidia (pánica) de vagina? El resultado, como dice Mauss, “es que los hombres hacen (perform) la magia, mientras que las mujeres son acusadas de practicarla”[28].

Aceptamos que esta pueda ser una conclusión precipitada, pero, aun así, ¿no cabría la posibilidad de analizar la figura del artista-demiurgo (y también su contraparte, el artista de lo cotidiano cuyo arte imita o es vida) en paralelo a este tipo de mitologías creacionistas y problemáticas antropológicas? Por otra parte, la noción de la génesis del objeto (su aparición) como resultado de un proceso de “alquimia sexual”, ¿no podría servir para revisar la “producción” de la obra de arte y su agencia? ¿Y la vida de las imágenes y su poder (agencia)? Estos son apenas sólo algunos ejemplos de cómo la antropología y la etnografía (en el campo expandido) pueden contribuir a reintegrar en el trazado teórico del arte contemporáneo toda una serie de callejones sin salida.

 

En portada: Sin título, de la serie Silueta, (Ana Mendieta, c. 1978). Pieza de granito con forma de cabeza de camello (Jimmie Durham). Pigmalión (Paul Delvaux, 1939). Jimmie Durham, detalle de Los peligros de la petrificación, en la exposición Animism. Fotograma de Ex Machina (Alex Garland, 2015). Experiencia New Look (Flavio de Carvalho, 1956). Omalyce en la acción de la autogénesis masculina (diagrama de Alfred Gell). Detalle de máscara Wayana. La bruja y la mandrágora (Henry Fuseli, c. 1812).


[1] FREEDBERG, David. The Power of Images. Londres: The University of Chicago Press, 1991, p. 1.

[2] GELL, Alfred. Art and Agency. Oxford: Claredon Press, 1998, p. 9.

[3] THORNTON, Sarah. 7 Days in the Art World. Londres: Granta Publications, 2009, p. 50.

[4] DELGADO, Manuel. La Magia. Barcelona: Montesinos, 1992, p. 63.

[5] THORNTON, Sarah, op.cit., p. 52.

[6] VAN VELTHEM, Lucia. Mulheres de cera, argila e arumã. Rio de Janeiro: Revista Mana 15(1): 213-236, 2009, p. 218.

[7] En relación a los escultores de las Islas Trobriand, y en concreto a las tablas de proa de los barcos “Kula”, Gell afirma que existe una analogía entre el éxito de una escultura y el éxito social: ambas dependen del flujo desimpedido. “De la misma forma en que las ideas del escultor deben conseguir fluir suavemente tanto hacia dentro de su menta como hacia fuera, hasta sus dedos, también los valores Kula deben conseguir fluir suavemente por los canales de intercambio sin encontrar obstáculos.” GELL, Alfred. A tecnologia do encanto e o encanto da tecnologia. Concinnitas - Revista do Instituto de Artes da UERJ, Ano 6, N. 8, 2005. p. 56.

[8] En relación al mago horticultor de las Islas Trobriand, Gell recuerda el libro de Malinowski Coral Gardens para hablar de la interpenetración de la técnica productiva, la magia y el arte: “Malinowski describe la extraordinaria precisión con la cual los nativos de las Trobriand, habiendo retirado el follaje (…), preparan la huerta meticulosamente en cuadrados, con estructuras especiales que llaman ‘prismas mágicos’ a cada lado, de acuerdo con un patrón simétrico que no guarda relación con la eficacia técnica y si con el alcance de la trascendencia de la producción técnica y de su convergencia con una producción mágica.” La huerta crecerá solo si ha sido construida de esta manera. “La huerta es, de hecho, una enorme obra de arte colectiva”. Idem, p. 60-61.

[9] GELL, Alfred. A tecnologia do encanto e o encanto da tecnologia. Rio de Janeiro: Revista Concinnitas, ano 6, volume 1, número 8, julho 2005, p. 56.

[10] En relación con la reificación de las personas en la cultura melanesia ver STRATHERN, Marilyn. Learning to see in Melanesia. Manchester: Hau Masterclass Series, 2013, p. 95.

[11] ÍÑIGO CLAVO, María. Statues Also Die… Even. Amsterdam: Stedelijk Studies Journal: <http://www.stedelijkstudies.com/journal/430/>.

[12] STRATHERN, Marilyn. O genero da dadiva. Campinas: Editora Unicamp, 2006, p. 20.

[13] BUTLER, Judith. Performative Acts and Gender Constitution: An Essay in Phenomenology and Feminist Theory. Baltimore: The John Hopkins University Press. Theatre Journal. Vol. 40. No. 4. Dec., 1998. pp. 519-531.

[14] Tanto el existencialismo como la fenomenología parten de una noción del cuerpo individual muy clara, y es en ese sentido que Butler introduce un matiz diferencial al defender que la experiencia del cuerpo puede acabar permeando lo público o colectivo.

[15] BUTLER, Judith. op. cit., p. 522.

[16] HARAWAY, Donna. Antropologia do ciborgue. Belo Horizonte: Autêntica editora, 2009, p. 98: “Las feministas han argumentado, recientemente, que las mujeres tienen inclinación hacia lo cotidiano, que las mujeres, más que los hombres, sustentan la vida cotidiana y tienen, así, una posición epistemológica potencialmente privilegiada. Hay un aspecto atractivo en ese argumento, un aspecto que hace visibles las actividades femeninas no valoradas y las reivindican como fundamentales para la base de la vida. Pero: ¿“la” base de la vida? ¿Y qué decir sobre toda la ignorancia de las mujeres, todas las exclusiones y negaciones de su conocimiento y de su competencia? ¿Qué decir del acceso masculino a la competencia cotidiana, el acceso al saber acerca de cómo construir las cosas, desmontarlas, jugar con ellas?”

[17] Véase STRATHERN, Marilyn. Learning to…, op. cit., p. 101-107.

[18] HARAWAY, Donna. Antropologia do ciborgue. Belo Horizonte: Autêntica editora, 2009, p. 98.

[19] Ibidem.

[20] STRATHERN, Marilyn, O genero…, op. cit., p. 184.

[21] MAUSS, Marcel, op. cit., p. 78: “Here we have the basic idea behind magical actions, an idea involving immediate and limitless effects, the idea of direct creation”.

[22] BUTLER, Judith. op. cit., p. 520.

[23] BUTLER, Judith. op. cit., p. 520: “In Merleau-Ponty’s reflections in The Phenomenology of Perception "the body in its sexual being," he takes issue with such accounts of bodily experience and claims that the body is “an historical idea" rather than "a natural species.”

[24] VAN VELTHEM, Lucia. Mulheres de cera, argila e arumã. Rio de Janeiro: Revista Mana 15(1): 213-236, 2009.

[25] GELL, Alfred. The art of Anthropology. Nova Iorque: Berg, 2006. p. 52-53.

[26] Ibidem.

[27] Idem, p. 223.

[28] MAUSS, Marcel. op. cit., p. 35.