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El hotel eléctrico

O del "luxo" al "lixo" en un abracadabra
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“Pude capturar, en una foto al azar que tomé en las calles de San Francisco, al conquistador del culto a la serpiente y del miedo a la tormenta, al heredero de los nativos y de los buscadores de oro que desplazaron al indígena: el Tío Sam. Lleno de orgullo y con su sombrero de copa, ambula por la calle frente a la ondulada imitación de un edificio antiguo, mientras que por encima de su sombrero se extiende el cable eléctrico. Mediante esta serpiente de cobre, Edison ha despojado del rayo a la naturaleza.”

Aby Warburg, El ritual de la serpiente.

Viviendo en Brasil, de vez en cuando nos da por ver televisión española. Entre los programas que hemos “quemado” está La mitad invisible, de Ortega, donde supimos de la existencia de un cortometraje de principios de siglo llamado El hotel eléctrico, de Segundo de Chomón. En este corto, lujo, magia y tecnología confluyen y por fin colapsan tras la intervención de un operario borracho.

En realidad, la película es bastante deprimente (y simple), pero al mismo tiempo visionaria por un motivo que la convierte en muy actual, y no se trata del uso del “stop-motion”, sino de la poca importancia de sus “protagonistas” humanos, reducidos prácticamente a maniquíes. El decorado mágico-eléctrico se humaniza, y los humanos cumplen fascinados su papel de decorado, felices en su “objetidad” mientras sus deseos son atendidos por una cohorte de utensilios animados, en teoría, eléctricamente, aunque lo que vemos más bien parece sacado de La bruja novata, Mary Poppins o Merlín el Mago. Con una diferencia: aquí no hay ni bruja ni brujo, ni maga ni mago. La única voluntad que anima aquello dista mucho de la gran (o pequeña pero punzante) voluntad del operador mágico y, más que voluntad propiamente, sería mas justo decir que hay un capricho: el del consumidor estupefacto que se dice a sí mismo a ver que pasa si aprieto este botón.

Como decía Regis Debray, “las máquinas son hoy como la política de antaño. Podemos no ocuparnos de ellas, pero entonces son ellas las que se ocupan de nosotros”[1]. Literalmente. El Hotel Eléctrico −y lo pongo con mayúsculas no por error sino para pensarlo como un lugar real− encarna el encanto de la tecnología y la tecnologíaa del encanto[2]; nos remite a la idea de Arthur C. Clarke de que cualquier tecnología lo suficientemente avanzada es indistinguible de la magia. ¿Servidumbre maquínica[3]? También. Debray dice que “la servidumbre es la inversión por el hombre de lo mediatizado en inmediato”, el modo en que “el sujeto recibe como implacable y natural lo que es artificial, construido por sus propios dispositivos”. Así, sus creaciones “se le echan encima como el granizo o la tormenta cuando es su propio sistema de representación el que las ha lanzado”[4].

Donde antes había casas encantadas ahora hay hoteles eléctricos: llegó la era de lo visible, aunque sólo y estrictamente en apariencia. Por supuesto, seguimos sin ver ni entender los mecanismos invisibles que animan los cachivaches del Hotel Eléctrico, pero nos quedamos muy tranquilos porque sabemos que están allí, que tienen explicación, y que esa explicación ha sido demostrada fehaciente y visiblemente. Somos la primera civilización “en haber establecido un rasgo de igualdad entre visibilidad, realidad y veracidad”. Ecuación jodida o, como dice Debray con bastante más clase, “ontología fantasmal”; pero de esos fantasmas de cuya existencia había que dar fe a golpe de foto, por muy trucada que estuviese. Lo representable resulta, como poco, discutible, pero lo que no se puede representar (o auto-representar) es falso.

En una cultura que además exige ser encantada sin parar, incluso a pesar (o precisamente porque) ya no cree en la magia, esto exige una moral de doble rasero que a veces me deja muy confusa, así que perdonen si parezco contradecirme. Para que la tecnología nos encante debemos olvidar los mecanismos de que se sirve o desconocerlos por completo; pero para respetarla es preciso recordar que estos mecanismos existen y son comprensibles, visibles y tangibles, es decir, que han sido adecuadamente legitimados. ¡Que no se vea la mano que mece la cuna, que no se vea la cara de quien te trae el coco a la tumbona, que no se vea, QUE NO SE VEA! Lo más lujoso que te puede suceder en un hotel es que cada vez que salgas de tu cuarto entren seres invisibles (cual “house elves” de Harry Potter) a ordenarlo todo sin dejar rastro de sí mismos, o que en el momento en que te dispones a pedir una caipirinha alguien se materialice a tu lado, a ser posible en ese ángulo muerto que sólo te permite adivinar por el rabillo del ojo la presencia de quien te traerá la bebida en una bandeja fluctuante.

En El Hotel Eléctrico las máquinas mágicas han pasado a suplantar por completo la mano de obra, a excepción del conserje que las recibe y del operario borracho que lo echa todo a perder, que parecen ser el mismo tipo con y sin gorra. ¡Va-ya-por-dios! No en vano empezaba Alberto Murcia un artículo sobre la epistemología y la magia (publicado en el diario de este mismo medio) con el famoso pedo milenarista de Fernando Arrabal. El “Arrabal-borracho” pasa a recibir de sus colegas de debate la consideración de enajenado o inferior intelectual: “Arrabal-borracho” no es un adecuado sujeto de conocimiento y por lo tanto se vuelve un poco más invisible.

Las mujeres, igual que el servicio, también son proclives a la desmaterialización fantasmagórica, como nota Murcia en su análisis sobre la miniserie Jonathan Strange and Mr. Norrell y como queda ampliamente documentado en el libro de Karen Beckman The Vanishing Woman. Como la ninfa de Agamben, la mujer evanescente de Beckman fluctúa entre lo material y lo inmaterial, apareciendo pero, sobre todo y muchísimo más importante, desapareciendo en los momentos oportunos. Su potencial erótico radica en su capacidad de hacer mutis por el foro, atravesar una pared sin perder la compostura; ser leve como el aire. Pero no como el alma, sino como el aire, que es distinto.

Así pues, el mundo está repleto de seres invisibles y evanescentes que hacen funcionar la máquina mágicamente, hasta que a uno de esos sujetos invisibles se le pasan las copas y se convierte en “el error humano”. El tipo sin gorra sirve de “input” de la máquina, mientras que el tipo con gorra la revienta… ¿o será que sirve de “output”? A decir verdad no me queda claro. Lo que sí veo claro es que aquello acaba en caos, y si la peli fuese contemporánea rodando rodando llegaría el Apocalipsis. Del luxo al lixo en un pispás. Es decir, del lujo a la basura en un visto y no visto. En un poema de Augusto de Campos (llamado precisamente Luxo/Lixo) la palabra Lixo está construida con la palabra Luxo, y la palabra Luxo está construida con la palabra Lixo. Creo que la idea queda bastante clara, pero por si acaso, Regina Vater hizo un video en los setenta donde esto mismo se representa con fotos de Nueva York. En una de las últimas imágenes de la secuencia podemos leer un anuncio de veneno para cucarachas que nos anima a ser nuestros propios exterminadores: “Be your own exterminator: stop roaches”.

Ahora bien, falta por resolver una última cuestión: ¿Quién ejerce la magia? El conserje no. Los usuarios parece que tampoco. Y, como ya hemos dicho, no hay magos. La magia la ejerce la máquina: es la máquina la que es mágica. La máquina la ha construido alguien, claro, igual que alguien construyó el Panóptico y el cubo aquel de la película de ciencia-ficción (Cube, 1997). La máquina es una trampa, en el sentido expandido de máquina y de trampa, como las trampas de las que habla Gell en su ensayo sobre la trampa como obra de arte y la obra de arte como trampa; una trampa que encarna a su creador y, al mismo tiempo, torna material la comprensión que el creador posee de la presa, de sus deseos, de su funcionamiento. Una máquina, en fin, muy humana. La diferencia es que en este caso la trampa ha sido puesta por el creador para el creador.

Cuando presento mi trabajo sobre magia y arte, siempre me topo con las críticas de algún marxista que aún cree que el fin del sentimiento/pensamiento mágico en el mundo sería bienvenido, que un mundo más racional sería equivalente a un mundo más justo. “Bien, ¡que acabe de una puta vez el espectáculo!”, me dicen. Precioso (o un rollo), pero en cualquier caso no me lo creo. Un mundo sin magia no es posible. El ser humano acaba creyendo en algo e invistiéndolo de poderes sobrenaturales… y cuidadín, porque puede ser Justin Bieber, tu psicoanalista, un estilo de vida, el Dios de las blancas barbas, tu propio crecimiento personal, o la dimensión invisible (pero en alguna medida plástica, como el órgano fantástico Aristotélico) de la que beben todas las creencias. Trato de inclinarme hacia esta última, simplemente porque puede ahorrarnos un número razonable de manipulaciones, evitando el fanatismo e incluso arrojando algo de luz (¿o un poco de sombra?) sobre nuestro comportamiento pasado/presente/futuro. Claro que no siempre es fácil “tratar de inclinarse” hacia ninguna parte, pues además de la sujeción social y la servidumbre maquínica resulta que estamos cuajados de formas de vida con intereses propios que alteran nuestro comportamiento (microbios, parásitos y un etcétera de cosas que desconozco), alejando aún más la esperanza de ser individuos plenamente racionales y conscientes. Así que la cuestión aquí no es si hay magia o no la hay, sino quién hace los pases, quién sujeta la chistera, quién hace de conejo y quién arde en la hoguera.

Brujas sigue habiendo: mujeres desaliñadas que despiertan suspicacias (por favor ver Mary Douglas) y operarios borrachos que cargan con las culpas. Pero, igual que las cacerías de brujas fueron durante mucho tiempo ninguneadas por los historiadores, la importancia de las nuevas cazas de brujas (incluso las que literalmente son cazas de brujas) es pasada por alto, debido, como dice Silvia Federici, a la extendida creencia de que estos fenómenos pertenecen a una era lejana y que no tienen vinculación alguna con nosotros”[5]. Federici concluye su libro citando a Arthur Miller, quien observó en relación a los juicios de Salem que “en cuanto despojamos a la persecución de las brujas de su parafernalia metafísica, comenzamos a reconocer en ella fenómenos que están muy próximos a nosotros”[6]. Os pido, amigos, que demos un pasito más, a ver si somos capaces: No se puede pensar la tecnología sin tener en cuenta la magia, ni desterrar la estética del arte occidental como si tal cosa, ni despojar a los fenómenos sociales de una supuesta “parafernalia metafísica” y quedarse tan anchos, puesto que eso que llamáis parafernalia forma parte intrínseca, inexpugnable, de cualquier cosa, y está en vuestro interés, en nuestro interés a decir verdad, que reconozcamos e investiguemos esa parafernalia, que nos hagamos fuertes en ella, pues solo la magia vence a la magia.

O nosotros nos ocupamos de la magia, o la magia se ocupa de nosotros.

… ¡Perdón! ¡Reunión equivocada! El akelarre era el sábado a la medianoche en el bosque encantado, qué despiste…

 

[1] DEBRAY, Régis. Vida y muerte de la imagen. Madrid: Paidos, 2010. p. 302

[2] GELL, Alfred.The Technology of Enchantment and the Enchantment of Technology

[3] Concepto desarrollado por Maurizio Lazaratto en su libro sobre Signos, máquinas y subjetividades a raíz del concepto de servidumbre de Deleuze y Guattari.

[4] DEBRAY, Régis, op. cit., p. 304

[5] FEDERICI, Silvia. Calibán y la bruja. Madrid: Traficantes de Sueños, 2004. p. 317.

[6] Idem.

 

Imágenes, de arriba abajo y desde la portada: ilustración de la serie Leaving the Opera in the Year 2000, de Albert Robida; Georges Méliès preparando un rodaje en su estudio; fotografía de autor desconocido tomada en Montreal en 1911, archivada por el Museo McCord; ilustración para El aprendiz de brujo (Ferdinand Barth, 1882); los ojos de Pola Negri.