Contenido

Apocalípticos e integrados en la Theory

Una respuesta a la provocación
Modo lectura

“¿No hay una filosofía en la que la vieja mano huesuda nos saque el cerebro, nos desatornille el cerebro de la cabeza?”
Peter Sloterdijk [1]

Estando de acuerdo con la mayoría de lo que dice la autora del reciente artículo sobre la Theory, escrito por Barbara Carnevali, este fue irritándome irremediablemente, señal de que hay gato encerrado o de que me sentí aludida, o quizás una combinación de ambas. Pido perdón por adelantado a la autora porque su provocación, como buena ídem, ha suscitado una serie de asociaciones odiosas de las que no la hago de ninguna manera responsable. En definitiva, esta no es una respuesta contra lo que defiende Carnevali sino una especie de tormenta perfecta que se ha desatado con el aleteo de una mariposa en el interlineado de su texto.

En primer lugar, me presento poniendo por delante una serie de complejos académicos que preferiría no tener pero que seguramente deba reconocer que tengo. No soy filósofa, no soy antropóloga, no soy ni siquiera (fíjense cómo está la cosa) socióloga, psicóloga o periodista. Hace mucho tiempo, en un lugar muy lejano, estudié algo conocido como Bellas Artes que nadie, ni sus propios profesores, sabe muy bien en qué consiste. Siempre quise ser pintora, pero por supuesto mi paso por Bellas Artes no me ayudó a generar una práctica pictórica sólida, sino que, lejos de ello, probablemente me abocó a la tal Theory. Es una larga historia que no pretendo contar con pelos y señales, pero cabe trazar una breve cronología con el fin de llegar al asunto que me atañe y me irrita.

Había leído, y continué leyendo durante la carrera, filosofía: Platón, Heidegger, Nietzsche, Sartre, Spinoza… ¡libros enteros, oigan! Aunque si perciben una cierta ausencia de orden y coherencia en esta bibliografía es porque efectivamente no hay ni orden, ni coherencia. Leía “filosofía” por pura inquietud: sin ningún tipo de estructura y de la misma manera que si leyera, por ejemplo, poesía. También leí a Levi-Strauss, a Frazer, a Margaret Mead… un poco lo que me iban recomendando, lo que me llamaba la atención. Creo recordar que en toda la carrera tuvimos una asignatura semestral de Estética y dos cuatrimestres de Historia del Arte que a día de hoy me comentan se han visto reducidos a uno solo. Sintiendo en lo más profundo de mi ser esta falta de doxa, me metí en varias asignaturas de libre configuración en otras facultades que consideraba más respetables, principalmente Filosofía e Historia del Arte. La primera sorpresa llegó cuando comprobé que en el catálogo de asignaturas de libre configuración la mayoría de las asignaturas que me interesaban venían marcadas con un asterisco que a pie de página desvelaba su significado sin contemplaciones: “Abstenerse estudiantes de Bellas Artes”. Por si no me había quedado claro que éramos los patitos feos de la academia -por no decir abiertamente que se nos consideraba unos auténticos gilipollas (cosa que quizás éramos la mayoría, aunque no más que otros)-, me metí en una asignatura de Filosofía y dos de Historia del Arte, elecciones que también, al igual que las bibliográficas, hice de acorde a la única metodología que me era conocida: a voleo. Aquí llegó la segunda sorpresa. La doxa que yo tanto anhelaba conocer estaba cubierta por una capa de caspa de grosor variable, y aunque la asignatura de Filosofía fue sin duda de lo más estimulante, sobre todo en comparación con los dos plomazos de Historia del Arte que a duras penas aprobé -entre otras cosas porque no me dirigía de usted a mis compañeros durante mis presentaciones-, también sentí que, a pesar de que estaba genuinamente interesada, no dejé de ser una presencia incómoda para el profesor.

Durante la carrera fui una acérrima defensora de la teoría: me matriculé en todas y cualquier asignatura del departamento de Historia y Teoría del Arte, leí todo lo que los profesores que respetaba citaban y recomendaban. Por desgracia, ellos habían estudiado Historia del Arte y yo no, así que yo fui “colocando las cosas” donde buenamente podía y olvidando la inmensa mayoría, mientras que en otras facultades los alumnos y alumnas archivaban ordenadamente sus lecturas por escuelas de pensamiento, de acuerdo con una serie de coordenadas geopolíticas y en el cajón correspondiente a un periodo histórico específico. Pero eso no importa, ¿cierto? Lo importante es “pensar libremente”, desarrollar un pensamiento “realmente crítico”, creativo e innovador. Sin duda fue un periodo emocionante en el que la montaña de referencias creció exponencialmente. Motivada por semejante crecimiento y comprobando que muchos de mis compañeros eran incapaces de articular lo que se conoce como “discurso teórico”, me vi involucrada en varias situaciones en las que, por lo visto, acababa arrojando luz (los dioses me perdonen) sobre la producción artística de este o aquel. Tan motivada por esto como desmotivada estaba con las dificultades inherentes a la operación existencial de ser en el mundo que exigía tomarse la pintura en serio a largo plazo, pensé que quizás sería “mejor” si me dedicase al comisariado y/o la academia. Aquí empieza otro capítulo de mi triste historia, señores y señoras, puesto que pronto descubrí que mi trabajo teórico, cuando apreciado, era “muy valiente” y cuando despreciado, “poco académico”. Mi ingenuidad -y me atrevo a decir que la de la mayoría de los compañeros que eligieron el mismo rumbo que yo- con respecto a lo que la academia significaba era, por supuesto, mayúscula. Es más, con algo de animadversión voy a resaltar que ninguno de nuestros profesores (ninguno de los cuales había estudiado Bellas Artes, evidentemente), se molestó en aclararnos que íbamos de culo y cuesta abajo, puesto que nadie en su sano juicio va a darle una plaza, con lo escasas que andan, a un “académico” cuya formación original sea Bellas Artes, ni siquiera a uno que tenga un doctorado en Teoría del Arte en Bellas Artes, por muy “cum laude” que sea -y perdonen que llegados este punto la académica snob y esquizoide en que me he convertido se ría al ver los términos “cum laude” y “Bellas Artes” en la misma frase. Porque todos sabemos cuáles son las “verdaderas” ciencias humanas. Y los únicos que no lo sabemos somos los gilipollas que hemos elegido hacer una carrera académica desde las Bellas Artes como si tal cosa existiera o existiese.

Fast-forward al futuro. La primera vez que envié un ensayo para su publicación a este medio me respondieron muy amablemente, diciéndome “fantástico, pero demasiado académico”, cosa que me dejó absolutamente descolocada puesto que, obcecada con la p___ búsqueda de la verdad (soy consciente de que este texto está adquiriendo tintes tarantinescos) en el pasado he tendido a desatender otros aspectos del trabajo, tales como la auto-burocracia, tan necesaria, o la contextualización adecuada del trabajo “en el panorama actual”, así como “ejemplos adecuados” para reforzar mis argumentos, por lo que estoy acostumbrada a que se me espete más bien que mi trabajo no es lo suficientemente académico. Lamentablemente, creo estar empezando a comprender -finalmente- en qué radica eso, lo cual posiblemente refuerce la teoría de que a los de Bellas Artes nos falta un hervor, puesto que ya han pasado diez años desde que acabé la carrera y me tiré al monte. También demuestra que, por fin, la academia ha hecho mella en mi duro cráneo: mi director de tesis me tiró atrás algún capítulo por ser “demasiado erudito” y El Estado Mental me tilda de demasiado académico un artículo. Pero también cabe mencionar que dicho texto fue rechazado por una publicación académica por el motivo inverso, y que en la última respuesta que he recibido de un periódico de esta índole se me espeta que aunque el artículo aborda una cuestión interesante, pertinente y original incluso, no produce una argumentación conclusiva. Tampoco hay una introducción que prepare adecuadamente al lector: el texto comienza y termina, me dicen. ¿Por qué no dejo claro en la abertura del texto el motivo ulterior que me mueve a escribir el texto, el lugar preciso al que deseo llegar con él, y reincido en tales motivos en una conclusión que le ponga el broche final al ensayo?

Años de deriva tan “a voleo” como obcecada por convertirme en una académica respetable: porque considero que el asunto que “investigo”, mi trabajo, no merece ser despreciado y que si para encontrarle un lugar digno debo adecuarme a formatos de perogrullo, apuntalarlo con mierdas tales como la consabida metodología, vale la pena hacerlo. Pero el otro día vi de refilón en la tele de un hotel esa peli de Almodóvar titulada La piel que habito y recordé que cuando Bruno Galindo me entrevistó para su programa “En la zona”, hubo un momento en que me pidió que hablase sin citas y yo no pude. La castración, amigos, es irreversible, pero eso no me convierte, como al prota castrado de la peli, en mujer. Así pues, para que nos entendamos, ni chicha ni limoná. ¿Y qué me queda? Pues ni más ni menos que la Theory, que, al igual que muchos otros que estudiaron Bellas Artes y sí tuvieron el valor de tirar pa’lante, es mi única herramienta para sobrevivir en este hostil mundo lleno de humanistas de primera división que se creen la pera limonera. En el blanco reino de las llamadas “ciencias humanas” hay algunos más apestados y sucios que otros, pensadores “débiles” abocados a enseñar un poco de pierna por aquí, una teta conceptual por allá; a desarrollar nuestro trabajo en las peligrosas áreas que lindan con la Theory. Entre otras cosas, porque por mucha filosofía/antropología que lea nunca voy a ser filósofa/antropóloga y, la verdad, ni Dios lo quiera, como decía la gran Lola cuando le preguntaban que si sabía inglés. Mi bibliografía es un Wunderkabinett sin orden ni concierto.

Entiendo por el artículo que la autora se refiere a la Theory mala. Yo también odio la Theory mala, la complaciente. En el llamado “mundo del arte” es frecuente encontrarse con auténticas perlas del lado más oscuro de la Theory. Pero no puedo sino hacer examen de conciencia y preguntarme si estaré tan lejos, a estas alturas, de ella. Todo depende del cristal con que se mire, pues si bien generalmente me considero una enemiga acérrima del lado oscuro de la Theory, una caballera jedi del auténtico pensamiento paranoico-crítico, cualquier filósofo me desmontaría de un kantianazo sin despeinarse y yo no tendría con qué responderle. Seguramente tendería al sincericidio, al que como buena sagitario soy tan proclive, y le diría que Kant me parece un soberano coñazo y que me leo a Sloterdijk sin haberme leído a Kant y me lo paso pipa, con lo que quedaría descalificada para los restos. Muchos más puros que yo me considerarán una sucia Theoretista, porque aunque me he dejado la piel en escribir textos de verdad, he entendido, por fin, que la academia no quiere esa verdad, y que si la quieren la quieren en sus términos y esos términos nunca son ni serán los míos. Ahora bien, cuanto más me arrimo al lado “oscuro” de la Theory mejor se me entiende, más “palatables” son mis textos académicos, mejor “defiendo” mi trabajo porque “otros” piensan como yo. Otros que, efectivamente, están de moda, y bendita sea la moda que por una vez juega a mi favor. Sin ella, sin la antropología simétrica, sin la ontología objetual, sin los realismos especulativos, sin el esquizoanálisis, sin el anti-método cartográfico, sin todo esto y más, filtrado según un cierto criterio utilitarista -sin la Theory, en definitiva-, no sería más que una tarada trasnochada invocando al Gran Vinculador de Giordano Bruno, al Bricoleur de Lévi-Strauss, a la Bruja de Michelet y a la Diosa de Cashford y Baring. Y lo sé de primera mano porque he sido esa tarada durante muchos años. Como dice Sloterdijk, “quien no busque el poder, tampoco querrá su saber, su equipamiento sapiencial, y quien rechaza a ambos ya no es, en secreto, ciudadano de esta civilización” [2]. Esta es la circunstancia, la verdad (“discúlpeseme la fórmula altisonante pero inevitable”), que me parece que el artículo no asume.

Intentando recuperar mi centro: estoy esencialmente de acuerdo con casi todo lo que critica Barbara Carnevali en su artículo sobre la Theory. Pero el lugar desde el que se produce dicha crítica me pone los pelillos de punta. La Theory es definida en varios puntos como una especie de filosofía de segunda o falsa filosofía, argumento un poco demasiado platónico para mi gusto, como si la filosofía fuese el lugar de la revelación de la idea al desnudo y la Theory un sucedéneo. Pero me temo que hace bastante que la filosofía, así, en general, ha dejado de ser el lugar de las epifanías cósmicas y no digamos ya la academia. Si la Theory corre el riesgo de resultar banal, la filosofía corre el mismo riesgo, aunque donde una peca de fugaz y efectista la otra peca de pedante y enyesada. La debilidad principal de la Theory no es, como dice Carnevali, “la pérdida de todos los atributos específicos que han constituido la grandeza y la potencia crítica de la filosofía en sus diversas escuelas y tradiciones” (“la claridad, la solidez definitoria y argumentativa que define su práctica desde el punto de vista formal”)[3] . Esta es precisamente su fortaleza. Como decía Bruce Lee, “Be water, my friend”.

Comparto la preocupación principal de la autora de “que el pensamiento pierda su razón de ser reduciéndose a un supermercado de ideas prefabricadas en módulos, compradas al por mayor y después ensambladas en casa como los muebles de Ikea”, pero me parece como poco naïf incitar sin las debidas advertencias a que quien busque la teoría pruebe a pensar libremente, ya que sólo así será verdaderamente crítico. Que nos lo digan a los bello-artistas y demás librepensadores a la fuerza, “calibanes” de las ciencias humanas que llevamos una década o más construyendo andamios referenciales con objets trouvés y detritus. Entiendo, entiendo lo que se quiere decir cuando se dice que la filosofía “no es una disciplina académica, no requiere diplomas y, aún menos, una formación específica, sino que es un modo de pensar no escolástico y anticonvencional”. Entiendo, entiendo lo que se quiere decir cuando se dice que “la literatura y el arte son partes integrantes de ella”. No me opongo a esta aseveración, pero vivir en un barril, para qué nos vamos a engañar, no mola. Es posible que la verdadera filosofía esté en ese barril; la vieja mano huesuda, como dice Sloterdijk, que nos desatornille y saque el cerebro. Pero si Diógenes saliera de su barril hoy con la intención de desatornillarnos el cerebro no le concederíamos ni el beneficio de la duda, ni mucho menos una plaza en la universidad. Así que habrá que actuar en consecuencia. Y lo que esto signifique lo dejo al sucio entender de cada quién.

 

[1] Sloterdijk, Peter. Crítica de la razón cínica. Madrid: Siruela, 2011, pp. 30-31.
[2] Ibidem., p. 16
[3] Por cierto, características estas de las que carece cualquier obra de María Zambrano, filosofaza de primer orden.

El artículo de Barbara Carnevali al que replica Claudia Rodíguez-Ponga se puede leer aquí.

En portada, detalle de una de las láminas de ¿Dónde está Wally?, de Martin Handford.