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La consolación de la autoayuda
Hará ya un par de semanas descubrí algo maravilloso: la sectorial de psicología de la Asamblea Nacional Catalana. Bajo el lema «psicología para la Independencia» se agrupan una serie de textos que bien podríamos etiquetar como el primer manual oficial de autoayuda independentista. Una lectura rápida originará los prescriptivos e inevitables «ji-ji», «ja-ja», como pasa siempre que se trata de autoayuda. Sin embargo, ya sea ridiculizándola o descartándola como excrecencia mugrienta de las industrias culturales, nadie se toma en serio los preceptos que la literatura how to pone sobre la mesa: el máximo de deferencia crítica que algunos sociólogos se han permitido pasa por enarbolarla como una forma de falsa consciencia.
Asimismo, el coaching nacionalista que propone la sectorial de psicología de la ANC ha sido poco más que objeto de carcajadas paternalistas. Por eso, a pesar de que este no sea el lugar idóneo para tejer un extenso análisis del encaje de las nuevas formas de comunicación política en las estructuras retóricas de la cultura de la autoayuda —encaje perfectamente simbolizado en las estampas kitsch de paisajes adánicos con luna llena de fondo y una frase de Juan Carlos Monedero, blanco sobre violeta, sobreimpresa en ellas—, vale la pena detenernos a discutir el contenido ético de este nuevo marco mental. Algunos pueden preguntarse por qué. ¿No es la autoayuda, como el horóscopo, consumo de frases vacías, tácticamente dispuestas para decirlo todo y nada? ¿No es mero trilerismo conceptual, embebido de espiritualismo oriental y blindado con jerga psicológica, que, como el águila de Prometeo, devora nuestra ignorancia cíclicamente regenerada?
Ética y política en una memez de Paulo Coelho
Es indudable que hay algo de cierto en estas descripciones. Como ha señalado Eva Illouz, la voluntad de la autoayuda, en tanto que industria cultural, es siempre expansiva: debe evitar las controversias morales, e investirse a sí misma con los raídos ropajes de la universalidad. De ahí que resulte natural imaginar que a consecuencia de ello se produzca un vaciamiento ideológico de sus fórmulas. Sin embargo, su propuesta está lejos de ser éticamente irrelevante. Incluso la sentencia más trillada del más aclamado de sus gurús, esa máxima paulocoelhiana según la cual el universo entero conspira para que cumplamos nuestros deseos, encierra una propuesta para la (in)acción nada desdeñable: si el universo conspira a favor de nuestros intereses, la necesidad de defender estos intereses ante el universo deviene superflua.
Con esto no queremos denunciar solamente la autoayuda como una ideología conservadora, que nos satura de ilusiones mientras subsistimos precariamente entre la miseria material: la autoayuda constituye en sí misma, en su diversidad de formas, temáticas y enfoques, una ética de vida más o menos uniforme, pues propone un marco compartido de principios y límites para la acción. Así, como han constatado ciertos estudios etnográficos sobre lectores de Paulo Coelho, la autoayuda no funciona meramente como el opio del pueblo, ni tan solo como sucedáneo del simbólico Prozac: la lectura de El Alquimista configura cierta idea de libertad, así como del papel e importancia de las decisiones que tomemos, incidiendo en la corrección o incorrección de los motivos que deben animarlas.
En este sentido, El Alquimista no se distingue de un libro de filosofía moral como El existencialismo es un humanismo, de Sartre; esto es, de un texto que lejos de ser únicamente una enmienda metafísica al esencialismo, es también, y quizá principalmente, un alegato político. No ha de sorprendernos, pues, que del mismo modo que los devotos lectores de Sartre se ven impelidos a un decisionismo existencial, los lectores de Paulo Coelho acaben comprometidos con los principios expuestos y modulen su comportamiento —también el económico— en relación a tales enseñanzas prácticas.
Independencia y buena suerte
Ahora, tras este excursus a las profundidades siempre oscuras del pensamiento de Paulo Coelho y de la naturaleza de la autoayuda en general, estamos en condiciones de abordar uno de los textos más sintomáticos que hay colgado en el blog de la sectorial de psicología de la ANC, que lleva por título «Ya no necesitamos suerte». Se trata de una breve reelaboración (velada) de las tesis de La buena suerte. Claves para la prosperidad, de Àlex Rovira y Fernando Trías de Bes, libro en el que se traza una distinción entre la «suerte» —que no depende de nosotros, no dura y es superflua— y la «buena suerte» —que no es otra cosa que el resultado positivo de un acontecimiento cuya realización dependía por entero de nosotros. Así, según el texto, los catalanes habríamos tomado conciencia de nuestra autonomía, abandonando nuestro histórico trastorno obsesivo-compulsivo de mirar a Madrid (véase: cosa que no depende de nosotros) en busca de aprobación. La conclusión, tautológicamente enunciada en el título, es que Catalunya ya no necesita suerte.
Aunque no se mencione, estamos ante una recuperación de la teoría estoica de los deseos. Por eso no conviene olvidar la imagen del perro atado al carro, que es la imagen sobre la cual se asienta la distinción entre aquello que depende y no depende de nosotros: no podemos nada contra el destino —la fuerza del carro—, de modo que nuestra libertad se limita a seguir a buen paso la dirección del carro. El precio de esta autonomía absoluta —¡la buena suerte!— es ciertamente elevado, pues implica una renuncia igualmente absoluta: desear, como perros atados, lo que desea el conductor del carro.
Quizá Boecio fue uno de los pensadores que discernió las consecuencias de este argumento con mayor claridad, dado que en La consolación de la filosofía, una sátira menipea que escribió en prisión, acusado de conspiración contra Teodorico el Grande, presentaba a un personaje llamado Boecio, también encerrado en una cárcel, que recibe la visita de una extraña y verborreica señora llamada Filosofía, quien le advierte de los peligros de abandonarse a la bífida seducción de otra hipotética señora, la Fortuna. En la ficción, la Filosofía encarna la sabiduría estoica, que repite las paradojas de la Stoa popularizadas por Séneca y Cicerón: «la injusticia no puede afectar al sabio», «solo el sabio es rico», «solo el sabio es libre», etc. La conclusión de Filosofía es que la situación de Boecio, el personaje ficcional, pero también el real, no es un impedimento para la autonomía perfecta. Hambriento, privado de libertad, desposeído y condenado a muerte: ¡he ahí el hombre que solo depende de sí mismo!
Como puede vislumbrarse, el ideal de autonomía autorresponsable que encierra el concepto «buena suerte» es central en el imaginario de la autoayuda: no debemos comprometernos incondicionalmente en relaciones amorosas, no debemos dejarnos influenciar por la opinión de los demás, no debemos dejar nuestra vida laboral en manos de terceros, etc. Casi resulta natural continuar su alegato al grito de «¡no dejes que el Estado lo haga por ti! ¡Emprende!». El fundamento ético de la autoayuda presupone un individualismo metodológico, y el ideal de ascesis estoico se transforma en un programa de gestión de deseos: hemos alumbrado al empresario de sí mismo.
Todo ello hace aun más sorprendente, o más preocupante, que el imaginario independentista haya sido secuestrado por la ética de la autoayuda, dado que si a día de hoy puede realizarse una justificación moral de la necesidad de las identidades nacionales, ésta pasa por resaltar la imborrable huella que la rueda de la fortuna deja en nuestras vidas, así como el carácter dependiente de todos los ciudadanos. En otras palabras: una ética fraternal como la que presupone el nacionalismo, si es debidamente matizada y disciplinada por el marco de libertades básicas fijadas por nuestras democracias constitucionales, puede fundamentar su valor en la ampliación de las relaciones de cuidado y en la construcción de un tejido cívico que enquiste la solidaridad social es un esquema menos abstracto.
La autoayuda, en cambio, olvida la fragilidad de nuestra existencia, la vulnerabilidad de todo proyecto vital —ya sea personal o político—, proponiendo, en consecuencia, una ética cotidiana del empresario de sí mismo, autárquico e invulnerable a las contingencias. Por lo tanto, la consolación de la filosofía ha de verse, también, como un proyecto político que colisiona con ese otro proyecto político que debería ser el independentismo. Cómo ha de resolverse este choque, y qué consecuencias pueda tener el secuestro del imaginario independentista por la ética de la autoayuda —secuestro que no se limita a los cuatro textos de esta sectorial—, no es algo que podamos resolver ahora. Pero sí puede servir de advertencia contra aquellos prescriptivos, inevitables e inofensivos «ji-ji», «ja-ja» con los que se concluye toda discusión relativa a la autoayuda.
La consolación de la autoayuda
Hará ya un par de semanas descubrí algo maravilloso: la sectorial de psicología de la Asamblea Nacional Catalana. Bajo el lema «psicología para la Independencia» se agrupan una serie de textos que bien podríamos etiquetar como el primer manual oficial de autoayuda independentista. Una lectura rápida originará los prescriptivos e inevitables «ji-ji», «ja-ja», como pasa siempre que se trata de autoayuda. Sin embargo, ya sea ridiculizándola o descartándola como excrecencia mugrienta de las industrias culturales, nadie se toma en serio los preceptos que la literatura how to pone sobre la mesa: el máximo de deferencia crítica que algunos sociólogos se han permitido pasa por enarbolarla como una forma de falsa consciencia.
Asimismo, el coaching nacionalista que propone la sectorial de psicología de la ANC ha sido poco más que objeto de carcajadas paternalistas. Por eso, a pesar de que este no sea el lugar idóneo para tejer un extenso análisis del encaje de las nuevas formas de comunicación política en las estructuras retóricas de la cultura de la autoayuda —encaje perfectamente simbolizado en las estampas kitsch de paisajes adánicos con luna llena de fondo y una frase de Juan Carlos Monedero, blanco sobre violeta, sobreimpresa en ellas—, vale la pena detenernos a discutir el contenido ético de este nuevo marco mental. Algunos pueden preguntarse por qué. ¿No es la autoayuda, como el horóscopo, consumo de frases vacías, tácticamente dispuestas para decirlo todo y nada? ¿No es mero trilerismo conceptual, embebido de espiritualismo oriental y blindado con jerga psicológica, que, como el águila de Prometeo, devora nuestra ignorancia cíclicamente regenerada?
Ética y política en una memez de Paulo Coelho
Es indudable que hay algo de cierto en estas descripciones. Como ha señalado Eva Illouz, la voluntad de la autoayuda, en tanto que industria cultural, es siempre expansiva: debe evitar las controversias morales, e investirse a sí misma con los raídos ropajes de la universalidad. De ahí que resulte natural imaginar que a consecuencia de ello se produzca un vaciamiento ideológico de sus fórmulas. Sin embargo, su propuesta está lejos de ser éticamente irrelevante. Incluso la sentencia más trillada del más aclamado de sus gurús, esa máxima paulocoelhiana según la cual el universo entero conspira para que cumplamos nuestros deseos, encierra una propuesta para la (in)acción nada desdeñable: si el universo conspira a favor de nuestros intereses, la necesidad de defender estos intereses ante el universo deviene superflua.
Con esto no queremos denunciar solamente la autoayuda como una ideología conservadora, que nos satura de ilusiones mientras subsistimos precariamente entre la miseria material: la autoayuda constituye en sí misma, en su diversidad de formas, temáticas y enfoques, una ética de vida más o menos uniforme, pues propone un marco compartido de principios y límites para la acción. Así, como han constatado ciertos estudios etnográficos sobre lectores de Paulo Coelho, la autoayuda no funciona meramente como el opio del pueblo, ni tan solo como sucedáneo del simbólico Prozac: la lectura de El Alquimista configura cierta idea de libertad, así como del papel e importancia de las decisiones que tomemos, incidiendo en la corrección o incorrección de los motivos que deben animarlas.
En este sentido, El Alquimista no se distingue de un libro de filosofía moral como El existencialismo es un humanismo, de Sartre; esto es, de un texto que lejos de ser únicamente una enmienda metafísica al esencialismo, es también, y quizá principalmente, un alegato político. No ha de sorprendernos, pues, que del mismo modo que los devotos lectores de Sartre se ven impelidos a un decisionismo existencial, los lectores de Paulo Coelho acaben comprometidos con los principios expuestos y modulen su comportamiento —también el económico— en relación a tales enseñanzas prácticas.
Independencia y buena suerte
Ahora, tras este excursus a las profundidades siempre oscuras del pensamiento de Paulo Coelho y de la naturaleza de la autoayuda en general, estamos en condiciones de abordar uno de los textos más sintomáticos que hay colgado en el blog de la sectorial de psicología de la ANC, que lleva por título «Ya no necesitamos suerte». Se trata de una breve reelaboración (velada) de las tesis de La buena suerte. Claves para la prosperidad, de Àlex Rovira y Fernando Trías de Bes, libro en el que se traza una distinción entre la «suerte» —que no depende de nosotros, no dura y es superflua— y la «buena suerte» —que no es otra cosa que el resultado positivo de un acontecimiento cuya realización dependía por entero de nosotros. Así, según el texto, los catalanes habríamos tomado conciencia de nuestra autonomía, abandonando nuestro histórico trastorno obsesivo-compulsivo de mirar a Madrid (véase: cosa que no depende de nosotros) en busca de aprobación. La conclusión, tautológicamente enunciada en el título, es que Catalunya ya no necesita suerte.
Aunque no se mencione, estamos ante una recuperación de la teoría estoica de los deseos. Por eso no conviene olvidar la imagen del perro atado al carro, que es la imagen sobre la cual se asienta la distinción entre aquello que depende y no depende de nosotros: no podemos nada contra el destino —la fuerza del carro—, de modo que nuestra libertad se limita a seguir a buen paso la dirección del carro. El precio de esta autonomía absoluta —¡la buena suerte!— es ciertamente elevado, pues implica una renuncia igualmente absoluta: desear, como perros atados, lo que desea el conductor del carro.
Quizá Boecio fue uno de los pensadores que discernió las consecuencias de este argumento con mayor claridad, dado que en La consolación de la filosofía, una sátira menipea que escribió en prisión, acusado de conspiración contra Teodorico el Grande, presentaba a un personaje llamado Boecio, también encerrado en una cárcel, que recibe la visita de una extraña y verborreica señora llamada Filosofía, quien le advierte de los peligros de abandonarse a la bífida seducción de otra hipotética señora, la Fortuna. En la ficción, la Filosofía encarna la sabiduría estoica, que repite las paradojas de la Stoa popularizadas por Séneca y Cicerón: «la injusticia no puede afectar al sabio», «solo el sabio es rico», «solo el sabio es libre», etc. La conclusión de Filosofía es que la situación de Boecio, el personaje ficcional, pero también el real, no es un impedimento para la autonomía perfecta. Hambriento, privado de libertad, desposeído y condenado a muerte: ¡he ahí el hombre que solo depende de sí mismo!
Como puede vislumbrarse, el ideal de autonomía autorresponsable que encierra el concepto «buena suerte» es central en el imaginario de la autoayuda: no debemos comprometernos incondicionalmente en relaciones amorosas, no debemos dejarnos influenciar por la opinión de los demás, no debemos dejar nuestra vida laboral en manos de terceros, etc. Casi resulta natural continuar su alegato al grito de «¡no dejes que el Estado lo haga por ti! ¡Emprende!». El fundamento ético de la autoayuda presupone un individualismo metodológico, y el ideal de ascesis estoico se transforma en un programa de gestión de deseos: hemos alumbrado al empresario de sí mismo.
Todo ello hace aun más sorprendente, o más preocupante, que el imaginario independentista haya sido secuestrado por la ética de la autoayuda, dado que si a día de hoy puede realizarse una justificación moral de la necesidad de las identidades nacionales, ésta pasa por resaltar la imborrable huella que la rueda de la fortuna deja en nuestras vidas, así como el carácter dependiente de todos los ciudadanos. En otras palabras: una ética fraternal como la que presupone el nacionalismo, si es debidamente matizada y disciplinada por el marco de libertades básicas fijadas por nuestras democracias constitucionales, puede fundamentar su valor en la ampliación de las relaciones de cuidado y en la construcción de un tejido cívico que enquiste la solidaridad social es un esquema menos abstracto.
La autoayuda, en cambio, olvida la fragilidad de nuestra existencia, la vulnerabilidad de todo proyecto vital —ya sea personal o político—, proponiendo, en consecuencia, una ética cotidiana del empresario de sí mismo, autárquico e invulnerable a las contingencias. Por lo tanto, la consolación de la filosofía ha de verse, también, como un proyecto político que colisiona con ese otro proyecto político que debería ser el independentismo. Cómo ha de resolverse este choque, y qué consecuencias pueda tener el secuestro del imaginario independentista por la ética de la autoayuda —secuestro que no se limita a los cuatro textos de esta sectorial—, no es algo que podamos resolver ahora. Pero sí puede servir de advertencia contra aquellos prescriptivos, inevitables e inofensivos «ji-ji», «ja-ja» con los que se concluye toda discusión relativa a la autoayuda.