Contenido
Idea de la ceniza
Fragmentos intelectuales de una ofrenda amorosa
A José Luis Brea, In memoriam
Ciégate para siempre:
también la eternidad está llena de ojos–
allí
se ahoga lo que hizo caminar a las imágenes
al término en que han aparecido,
allí
se extingue lo que del lenguaje
también te ha retirado con un gesto,
lo que dejabas iniciarse como
la danza de dos palabras sólo hechas
de otoño y seda y nada.
Paul Celan
(Versión de José Ángel Valente)
“La soledad de la escritura —nos dice Marguerite Duras en su pequeño (más correcto sería decir “frágil”) ensayo Escribir— es una soledad sin la que el escribir no se produce, o se fragmenta exangüe de buscar qué seguir escribiendo”. Es probable que este aislamiento autoimpuesto no obedezca tanto, o no se refiera, a un enclaustramiento social y relacional como a la necesidad de volver a habitar, y colonizar de nuevo con familiares y queridas voces, un conocido territorio de convivencia compartida. La soledad, entonces, y así entendida, es menos el cerrado universo de un “egoísmo de la creación” como la necesaria transfiguración de un tiempo que fue en un espacio que se manifiesta en presente, gracias a la alquimia que únicamente la creación artística es capaz de idear y formalizar.
No andaríamos lejos, ciertamente, de retomar, por evocación, el díctum de Jorge Semprún al titular una de sus más famosas ficciones como La escritura o la vida, si bien en la obra que aquí estamos comentando, y que aún no hemos revelado título y autor, no se trataría de la afilada separación entre escribir y ser como en la asumida y necesaria manifestación de “la escritura y la vida”. La mejor escritura es siempre una acción revolucionara, pues se enfrenta a la necesidad de iluminar lo desconocido que uno, al escribir, lleva en sí mismo. Cuanto más necesario (y peligroso), por descontado, puede resultar el acto de escribir que se exige iluminar una verdad vivida y compartida que sucedió en un corto y muy intenso espacio de tiempo. Verdad que fue (de nuevo es a través de la escritura) amorosa en su más noble discurso, sentimental en su más sincera apreciación, intelectual en su calidad de revuelta y subversión. Sirva, pues, este pequeño prólogo para iniciar el comentario de Idea de la ceniza, la obra de la escritora María Virginia Jaua, recientemente publicada por la editorial Periférica.
Sería demasiado cómodo (diría más: abusivo por parte del o de los comentadores) expresar que Idea de la ceniza es una catarsis intelectual sobre el duelo como acción devastadora en toda experiencia de vida. Por supuesto que así es, y en ello insisten estas estremecedoras páginas, pero la solvencia del discurso de MVJ consigue que ese duelo lleve incorporado su propio antídoto, como si dolor y felicidad fueran un Jano bifronte, ese dios de la mitología romana que, muy oportunamente para lo que estamos comentando, es el dios de las puertas, los comienzos y los finales. En Idea de la ceniza hay muchos pórticos que se abren de la manera más inesperada, y comienzos inesperados al otro lado del atlántico, y finales (en plural: no existe un único final) aún más impensados o insospechados, pero que a su vez ese final de una vida humana muy rica en afectos y efectos (final sin duda abierto, intelectualmente hablando) es lo que ha permitido la existencia física de una obra tan hermosa y de tan complicada definición o catalogación como Idea…, pues como muy bien ha sabido explicar la autora en una entrevista de prensa, “la pérdida es muy dolorosa, pero no menos bello y necesario es lo que queda de esa ausencia”.
Por ello resulta muy importante insistir en que este libro es un discurso sobre el duelo (imposible negarlo), pero no menos justo y apropiado resulta su apreciación en tanto que discurso sobre el Amor —sirva la mayúscula como generosa abstracción de tan vasto y común sentimiento, y más allá de nominales particularismos privados—. Y el Deseo…, un deseo que se vive feliz y fatalmente en presente, expresado con el educado y respetuoso estilo libre indirecto, toda vez que el ser que escribe, el solitario de la Duras, introduce en la voz del narrador enunciados propios de un personaje que al mismo tiempos es y no es real, que se reconocen mediante marcas y signos que descartan la vinculación de ese registro del lenguaje o punto de vista con el narrador.
Para hacer un poco más comprensible este último apunte vamos a servirnos de un ejemplo y de un autor, Roland Barthes, que están muy presentes en Idea… En Fragmentos de un discurso amoroso, ensayo que conviene no olvidar que en esencia se trata de un discurso sobre el duelo, y refiriendo al Deseo, leemos: “Sin embargo, cuanto más experimento la especificad de mi deseo, menos la puedo nombrar; a la precisión del enfoque corresponde un temblor del nombre; la propiedad del deseo no puede producir sino una impropiedad del enunciado”. Qué bella y certera expresión, el temblor del nombre, el mismo que los más próximos lectores de Idea… sabemos quién es, pero que al igual que la autora/amada tampoco nosotros nos atrevemos a escribirlo, como si su hacedora quisiera, muy generosamente, hacernos partícipes de ese temor y temblor. Por supuesto, aquí se nos aparece, lo esperábamos, un “fracaso del lenguaje”, que no sería otra realidad que ese “resto” que toda ausencia deja, cual dorada ceniza, como signo indestructible, como señal inmortal, como cifra y contraseña de aquello que ahora es “polvo enamorado” y suerte inmensa que tenemos de saber que los clásicos siempre vendrán en nuestra ayuda.
Idea de la ceniza es, apropiándonos descaradamente del feliz título de una obra de Jean-Luc Nancy, un “ser singular plural”. A lo largo de sus páginas está siempre presente una tan bella como bizarra idea de “comunidad”, concepto, por otra parte, muy presente en el discurso estético/filosófico, en vida, de quien ahora es enamorada ceniza. Existe un bello verso de Hölderlin que nos puede asistir muy bien, y como únicamente la poesía es capaz de lograrlo, para mejor comprender(nos) en lo que pretendemos decir. Es el siguiente: “Es bueno sostenerse sobre otros. Porque nadie lleva en soledad la vida”. Es verdad, ni siquiera el que se recluye para escribir la soledad habitada de la pérdida. Esta idea de “comunidad” que entre las páginas de Idea… se nos hace tan visible, y que queda suspendida como esa delicada e imperceptible lluvia dorada que tienen los majestuosos viejos retratados por Rembrandt, sería algo así como lo que el mismo Nancy define, preguntándose: “¿Cómo hacernos pensar juntos, lo que sin embargo estamos haciendo, estemos o no ‘de acuerdo’? ¿Cómo estamos nosotros, el uno o la una con el otro? Lo que quiere decir: ¿qué hay de nuestra comunicación, de este libro, por tanto, de sus frases, y del conjunto de la situación que les da mayor o menor sentido?”.
En buena parte las respuestas a estos interrogantes se encuentran dentro de Idea de la ceniza, por eso estoy convencido de que este libro inclasificable es más, mucho más, que un discurso de y sobre el duelo. De alguna manera en estas páginas están cifradas, con la ayuda de la prosa rigurosa y limpia que utiliza María Virginia Jaua, no pocas de las preocupaciones intelectuales y filosóficas que ocuparon el tiempo creativo del ser amado. ¿Acaso puede haber un duelo más gozoso que aquel que a través de la escritura rinde homenaje a quien fue amante y maestro?
Idea de la ceniza
A José Luis Brea, In memoriam
Ciégate para siempre:
también la eternidad está llena de ojos–
allí
se ahoga lo que hizo caminar a las imágenes
al término en que han aparecido,
allí
se extingue lo que del lenguaje
también te ha retirado con un gesto,
lo que dejabas iniciarse como
la danza de dos palabras sólo hechas
de otoño y seda y nada.
Paul Celan
(Versión de José Ángel Valente)
“La soledad de la escritura —nos dice Marguerite Duras en su pequeño (más correcto sería decir “frágil”) ensayo Escribir— es una soledad sin la que el escribir no se produce, o se fragmenta exangüe de buscar qué seguir escribiendo”. Es probable que este aislamiento autoimpuesto no obedezca tanto, o no se refiera, a un enclaustramiento social y relacional como a la necesidad de volver a habitar, y colonizar de nuevo con familiares y queridas voces, un conocido territorio de convivencia compartida. La soledad, entonces, y así entendida, es menos el cerrado universo de un “egoísmo de la creación” como la necesaria transfiguración de un tiempo que fue en un espacio que se manifiesta en presente, gracias a la alquimia que únicamente la creación artística es capaz de idear y formalizar.
No andaríamos lejos, ciertamente, de retomar, por evocación, el díctum de Jorge Semprún al titular una de sus más famosas ficciones como La escritura o la vida, si bien en la obra que aquí estamos comentando, y que aún no hemos revelado título y autor, no se trataría de la afilada separación entre escribir y ser como en la asumida y necesaria manifestación de “la escritura y la vida”. La mejor escritura es siempre una acción revolucionara, pues se enfrenta a la necesidad de iluminar lo desconocido que uno, al escribir, lleva en sí mismo. Cuanto más necesario (y peligroso), por descontado, puede resultar el acto de escribir que se exige iluminar una verdad vivida y compartida que sucedió en un corto y muy intenso espacio de tiempo. Verdad que fue (de nuevo es a través de la escritura) amorosa en su más noble discurso, sentimental en su más sincera apreciación, intelectual en su calidad de revuelta y subversión. Sirva, pues, este pequeño prólogo para iniciar el comentario de Idea de la ceniza, la obra de la escritora María Virginia Jaua, recientemente publicada por la editorial Periférica.
Sería demasiado cómodo (diría más: abusivo por parte del o de los comentadores) expresar que Idea de la ceniza es una catarsis intelectual sobre el duelo como acción devastadora en toda experiencia de vida. Por supuesto que así es, y en ello insisten estas estremecedoras páginas, pero la solvencia del discurso de MVJ consigue que ese duelo lleve incorporado su propio antídoto, como si dolor y felicidad fueran un Jano bifronte, ese dios de la mitología romana que, muy oportunamente para lo que estamos comentando, es el dios de las puertas, los comienzos y los finales. En Idea de la ceniza hay muchos pórticos que se abren de la manera más inesperada, y comienzos inesperados al otro lado del atlántico, y finales (en plural: no existe un único final) aún más impensados o insospechados, pero que a su vez ese final de una vida humana muy rica en afectos y efectos (final sin duda abierto, intelectualmente hablando) es lo que ha permitido la existencia física de una obra tan hermosa y de tan complicada definición o catalogación como Idea…, pues como muy bien ha sabido explicar la autora en una entrevista de prensa, “la pérdida es muy dolorosa, pero no menos bello y necesario es lo que queda de esa ausencia”.
Por ello resulta muy importante insistir en que este libro es un discurso sobre el duelo (imposible negarlo), pero no menos justo y apropiado resulta su apreciación en tanto que discurso sobre el Amor —sirva la mayúscula como generosa abstracción de tan vasto y común sentimiento, y más allá de nominales particularismos privados—. Y el Deseo…, un deseo que se vive feliz y fatalmente en presente, expresado con el educado y respetuoso estilo libre indirecto, toda vez que el ser que escribe, el solitario de la Duras, introduce en la voz del narrador enunciados propios de un personaje que al mismo tiempos es y no es real, que se reconocen mediante marcas y signos que descartan la vinculación de ese registro del lenguaje o punto de vista con el narrador.
Para hacer un poco más comprensible este último apunte vamos a servirnos de un ejemplo y de un autor, Roland Barthes, que están muy presentes en Idea… En Fragmentos de un discurso amoroso, ensayo que conviene no olvidar que en esencia se trata de un discurso sobre el duelo, y refiriendo al Deseo, leemos: “Sin embargo, cuanto más experimento la especificad de mi deseo, menos la puedo nombrar; a la precisión del enfoque corresponde un temblor del nombre; la propiedad del deseo no puede producir sino una impropiedad del enunciado”. Qué bella y certera expresión, el temblor del nombre, el mismo que los más próximos lectores de Idea… sabemos quién es, pero que al igual que la autora/amada tampoco nosotros nos atrevemos a escribirlo, como si su hacedora quisiera, muy generosamente, hacernos partícipes de ese temor y temblor. Por supuesto, aquí se nos aparece, lo esperábamos, un “fracaso del lenguaje”, que no sería otra realidad que ese “resto” que toda ausencia deja, cual dorada ceniza, como signo indestructible, como señal inmortal, como cifra y contraseña de aquello que ahora es “polvo enamorado” y suerte inmensa que tenemos de saber que los clásicos siempre vendrán en nuestra ayuda.
Idea de la ceniza es, apropiándonos descaradamente del feliz título de una obra de Jean-Luc Nancy, un “ser singular plural”. A lo largo de sus páginas está siempre presente una tan bella como bizarra idea de “comunidad”, concepto, por otra parte, muy presente en el discurso estético/filosófico, en vida, de quien ahora es enamorada ceniza. Existe un bello verso de Hölderlin que nos puede asistir muy bien, y como únicamente la poesía es capaz de lograrlo, para mejor comprender(nos) en lo que pretendemos decir. Es el siguiente: “Es bueno sostenerse sobre otros. Porque nadie lleva en soledad la vida”. Es verdad, ni siquiera el que se recluye para escribir la soledad habitada de la pérdida. Esta idea de “comunidad” que entre las páginas de Idea… se nos hace tan visible, y que queda suspendida como esa delicada e imperceptible lluvia dorada que tienen los majestuosos viejos retratados por Rembrandt, sería algo así como lo que el mismo Nancy define, preguntándose: “¿Cómo hacernos pensar juntos, lo que sin embargo estamos haciendo, estemos o no ‘de acuerdo’? ¿Cómo estamos nosotros, el uno o la una con el otro? Lo que quiere decir: ¿qué hay de nuestra comunicación, de este libro, por tanto, de sus frases, y del conjunto de la situación que les da mayor o menor sentido?”.
En buena parte las respuestas a estos interrogantes se encuentran dentro de Idea de la ceniza, por eso estoy convencido de que este libro inclasificable es más, mucho más, que un discurso de y sobre el duelo. De alguna manera en estas páginas están cifradas, con la ayuda de la prosa rigurosa y limpia que utiliza María Virginia Jaua, no pocas de las preocupaciones intelectuales y filosóficas que ocuparon el tiempo creativo del ser amado. ¿Acaso puede haber un duelo más gozoso que aquel que a través de la escritura rinde homenaje a quien fue amante y maestro?