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Tratados de paz
O el “Museo total de la Guerra para la llegada de la Paz y la desactivación de la Historia”
“En un periodo de esperanza revolucionaria, vi una obra de arte que había sobrevivido y era una prueba de la desesperación del pasado; en una época que hemos de sobrellevar como se pueda, esa misma obra, milagrosamente, nos ofrece un angosto paso a través de la desesperación”
John Berger, Mirar, acerca del Retablo de Grünewald (Ed. Gustavo Gili)
Hay muestras y exposiciones de arte que indefectiblemente pluralizan y enriquecen sus contenidos en un “más allá” de la idea o ideas que originalmente sirvieron para hacer estallar (el belicoso infinitivo utilizado, algo así como un atentado discursivo, es oportuno y de alguna manera necesario) el proceso que desemboca en la doble misión (o preocupación pedagógico/intelectual) de exponer y enseñar. La paradoja productiva se materializa en que sin idea no hay exposición posible. O no debería. Así ocurre con la muestra Tratados de paz 1516-2016, comisariada por Pedro G. Romero en múltiples sedes y territorios y en momentos diacrónicos (hubo ensayos previos con el mismo argumento durante el 2013, y se inaugurarán otras después de estas principales). Tratados de paz se inscribe dentro de las manifestaciones culturales con motivo de la capitalidad cultural de San Sebastián/Donostia durante el año en curso, y como la muestra más ambiciosa de todas las programadas. Quien escribe este texto únicamente ha podido ver los contenidos que se exhiben en el Koldo Mitxelena y en el Museo de San Telmo, ambos en la capital guipuzcoana, así como las organizadas en Bayona, al otro lado de una frontera que ahora no es ni política ni cultural. Estos emplazamientos citados (expresado con más lógica: los contenidos en ellos mostrados) son donde se encuentran expuestas las ideas centrales y sus afluentes, a la manera de un gran delta, de una muestra tan compleja —“compleja” de estructurar y ponerla en pie, pues visual y conceptualmente, aun pareciendo “confusa”, es de una feliz, crítica y optimista claridad— como Tratados de paz que es esencialmente metastásica, expansiva y “arrogante”, por ser inteligentemente plural, intelectual y discursiva. O lo que es lo mismo: visualmente brutal.
Hay informaciones periodísticas que hablan unas de cuatrocientas obras visibles, otras de seiscientas. No importa, pues la idea que la provoca seguiría siendo admirable lo mismo con cien que con mil. Ciertamente son muchísimas las obras de artistas (vivos y muertos, históricos y contemporáneos) mostradas, y que por respeto democrático a todos ellos no citaré el nombre propio de ninguno, con el deseo de no entorpecer nominalmente el fluir de una corriente arrolladora, máxime cuando, de una manera muy sutil y sofisticada, en Tratados de paz el objeto de arte es presentado como documento histórico sin dejar de ser realización estética y los documentos han sido “elevados” a una condición que se podría definir como de “visualización artística” y sin por ello abandonar su condición notarial y, sobre todo, de “testigo de cargo” de un pasado ya “historizado”; inmerso, como en el poema de Borges, “en la soledad del mármol y el acero”.
Es muy probable que no haya ninguna acción humana que no tenga a la Utopía/utopía en el horizonte no tanto de una conquista (realizable o no) como de un Sueño/sueño. Tratados de paz se inicia también con una Utopía, la de Tomás Moro, y desde entonces (año 1516) remonta la corriente de este fluir hasta nuestro presente. Si hay utopías en mayúscula y minúscula (históricas y domésticas) también hay Tratados de paz con la misma diferenciación gramatical, como el comisario ha declarado en una de las varias entrevistas realizadas por este motivo[1]. Esa fisura que supone estar dentro y fuera de la Historia/historia ha sido presentada por Pedro G. Romero de una forma tan sólida como sugerente —hablar de la Paz sin recurrir a la Guerra, entre otros motivos porque la Utopía pertenece a la familia conceptual de la primera, pues no existe el horizonte utópico de la guerra—, toda vez que no pocas de las obras presentadas nos muestran los despojos de la Historia (también la del Arte) con el mismo interés con que el historiador Aby Warburg, y a decir de Georges Didi-Huberman, ambos creo recordar que presentes en Tratados de paz, en “sus largas duraciones, latencias y síntomas, memorias enterradas y resurgidas, anacronismo y umbrales críticos”[2]. Ahora bien, el espectador no ve estas “latencias y síntomas” pero sí es invitado a “sospechar” (que viene a ser lo mismo) sobre lo que las imágenes nos dicen y ocultan. Hablamos, en efecto, de “formas de ver” (otro de los argumentos ocultos más brillantes que se presentan en Tratados de paz), o por ceder de nuevo la palabra al comisario: “Hay consumismo cultural y saber experto, y entre medias miles de maneras de acercarse al arte, a este proyecto”[3].
Digamos, entonces, que los “tratados de paz” son infinitos e infinitas las estrategias de abordarlos (punto fuerte de la muestra, sirviéndose de la Historia del Arte en un sentido interpretativo ampliado), que se enfrenta como un especular Doppelgänger al único punto de vista que defienden los ¿inexistentes? “tratados de guerra”. Tácito, historiador romano (circa 55-120), expresa: “Hacen una carnicería y la llaman paz”. Hay mucha ironía inteligentemente expuesta en Tratados de paz, así como multitud de temas y argumentos, lógico en una muestra que se desborda (o se devora) a sí misma. En la misma podemos contemplar análisis y discursos que irían desde la “industrialización de la conciencia” de Alexander Kluge hasta la “industrialización de la mirada” de Paul Virilio; desde el “desprecio” por una ortodoxia de la instalación de las obras de arte dentro del cubo blanco modernista hasta el interés intelectual por la instalación barroca y de aluvión propios de las reliquias artísticas de la Historia. Pero no es menos brillante e incisiva en la continua “destrucción semiológica” que muestra e interpreta con vigor y fuerza visual en muchos, muchísimos, de los trabajos expuestos. O el sereno análisis que por aquí y por allí inciden en que aquello que está en juego es distinguir entre los pasados utilizables y los datos descartables o inservibles. Tratados de paz es una soberbia demostración de esa bella frase de Agamben (aparece en su ensayo Profanaciones) cuando dice que “toda distracción no es sino un anticipo de la redención”. O de la Paz, también podríamos añadir.
“Submarinos usados. Compro y vendo.” Así empieza esta “ficción” (por comodidad la defino así) fascinante de Claudio Magris. El no-argumento sería éste: un oscuro profesor de Trieste ha conseguido atesorar una terrible y letal colección de armas y dispositivos de destrucción, grandes y pequeños, con el fin de crear un “Museo total de la Guerra para la llegada de la Paz y la desactivación de la Historia”. El relato empieza cuando otra profesora conocida suya (hija de judía deportada y sargento afroamericano), ya muerto el coleccionista en un incendio que no terminamos de saber cómo fue, se encarga de poner en pie el Museo tal como lo quería su creador (hay una lectura implícita y colateral muy brillante sobre la idea y función del Museo, guarde y proteja éste lo que fuere). A partir de aquí asistimos a un auténtico “viaje al fin de la noche” por algunos ejemplos de la maldad histórica y política (y “humana”) del siglo XX en Europa, sirviéndose de tristemente conocidos nombres propios y hechos históricos de una brutalidad difícil de creer. Pero sucedió, ya lo creo que sucedió. En Trieste fue, dato que yo desconocía, el único lugar de Italia donde las autoridades nazis construyeron, con la inestimable ayuda de muchos “colaboracionistas” locales que nunca faltan, un campo de concentración con sus correspondientes cámaras de gas y hornos crematorios. Magris utiliza una escritura seca, fría, testimonial, rara, como de “prospecto” (especialmente en la descripción técnica, sin abusar ni cansar, de las armas guerreras de destrucción), de alguna manera “administrativa” o judicial, bellísima sin duda en la demorada demostración gramatical, pero voluntariamente desprovista de cualquier seducción de fácil o agradecida lectura. Pues bien, en un momento de este “tratado de ética histórica” leemos lo siguiente: “Es humo (el de la quema) el objetivo de mi búsqueda, esos nombres convertidos en cenizas. No lucho contra el olvido del olvido, contra la culpable ignorancia, de haber olvidado, de haber querido olvidar, de no querer o poder saber que hay un error que se ha querido —¿debido?— olvidar”[4].
Recuerdo haber comentado a Pedro G. Romero, durante la inauguración, lo “inquietante” que resultaba, y por esos sinuosos caminos del azar, la aparición del libro de Magris casi al mismo tiempo que se hacía visible su exposición. Estaba de acuerdo, me dijo, máxime (ahora lo pienso) porque Tratados de paz es también un discurso sobre los “tratados del olvido”. El “olvido”, ciertamente, es una abstracción no menos poderosa e inevitable que las nueve secciones, o “cortes”, en los que se ha dividido la muestra, siguiendo las pautas definidas por Francisco de Vitoria y la Escuela Ibérica de la Paz, en sus dos sedes principales: “Territorios”, “Historia”, “Emblemas”, “Milicia”, ”Muertos”, “Población”, “Economía”, “Armas” y “Tratados”. El “Olvido” bien pudiera ser el décimo apartado que cerraría la serie, pues es obligado preguntarnos, siguiendo a Andreas Huyssen: “¿Qué sucedería si la relación entre la memoria y el olvido estuviera transformándose bajo presiones culturales en las que comienzan a hacer mella las nuevas tecnologías de la información, la política de los medios y el consumo a ritmo vertiginoso?”[5]. No es otro, desde luego, el desquiciado afán que mueve al protagonista de Magris a crear el “Museo total de la Guerra para la llegada de la Paz y la desactivación de la Historia”, y que hemos utilizado en el título de este texto.
Una muestra(s) extraordinaria, bella a su manera, muy inteligente y a veces cruel y áspera, intelectualmente activa y poderosa, íntima e inabarcable, muy humana y brutal, guerrera y pacifista, por momentos arrogante y narcisista, nostálgicamente “occidental” pero con muchas lanzaderas a los cuatro puntos cardinales. Humilde y necesaria y desesperada.
La exposición Tratados de paz 1516-2016 se puede visitar en el Museo de San Telmo y el Koldo Mitxelena Kulturunea, ambos en Donostia/San Sebastián, hasta el 2 de octubre de este año.
Obra reproducida, de arriba abajo:
Aurelio Arteta, Ezpatadantzaris, ca. 1913. © Aurelio Arteta, VEGAP, cortesía del Museo de Bellas Artes de Álava.
Richard Hamilton, The State, 1994. Colección del MACBA, depósito de la familia Bombelli. © Gasull Fotografía.
Francisco de Zurbarán, Hércules lucha contra el león de Nemea, 1634. © Museo Nacional del Prado.
Pedro G. Romero, Archivo FX. Los países, 2009.
[1] El Cultural, 17/6/2016, entrevistado por Bea Espejo.
[2] Georges Didi-Huberman, Atlas. ¿Cómo llevar el mundo a cuestas?, Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Madrid, 2011.
[3] Íbid.
[4] Claudio Magris, No ha lugar a proceder, Ed. Anagrama, Barcelona, 2016.
[5] Andreas Huyssen, En busca del futuro perdido. Cultura y memoria en tiempos de globalización, FCE, Buenos Aires, 2001.
Tratados de paz
“En un periodo de esperanza revolucionaria, vi una obra de arte que había sobrevivido y era una prueba de la desesperación del pasado; en una época que hemos de sobrellevar como se pueda, esa misma obra, milagrosamente, nos ofrece un angosto paso a través de la desesperación”
John Berger, Mirar, acerca del Retablo de Grünewald (Ed. Gustavo Gili)
Hay muestras y exposiciones de arte que indefectiblemente pluralizan y enriquecen sus contenidos en un “más allá” de la idea o ideas que originalmente sirvieron para hacer estallar (el belicoso infinitivo utilizado, algo así como un atentado discursivo, es oportuno y de alguna manera necesario) el proceso que desemboca en la doble misión (o preocupación pedagógico/intelectual) de exponer y enseñar. La paradoja productiva se materializa en que sin idea no hay exposición posible. O no debería. Así ocurre con la muestra Tratados de paz 1516-2016, comisariada por Pedro G. Romero en múltiples sedes y territorios y en momentos diacrónicos (hubo ensayos previos con el mismo argumento durante el 2013, y se inaugurarán otras después de estas principales). Tratados de paz se inscribe dentro de las manifestaciones culturales con motivo de la capitalidad cultural de San Sebastián/Donostia durante el año en curso, y como la muestra más ambiciosa de todas las programadas. Quien escribe este texto únicamente ha podido ver los contenidos que se exhiben en el Koldo Mitxelena y en el Museo de San Telmo, ambos en la capital guipuzcoana, así como las organizadas en Bayona, al otro lado de una frontera que ahora no es ni política ni cultural. Estos emplazamientos citados (expresado con más lógica: los contenidos en ellos mostrados) son donde se encuentran expuestas las ideas centrales y sus afluentes, a la manera de un gran delta, de una muestra tan compleja —“compleja” de estructurar y ponerla en pie, pues visual y conceptualmente, aun pareciendo “confusa”, es de una feliz, crítica y optimista claridad— como Tratados de paz que es esencialmente metastásica, expansiva y “arrogante”, por ser inteligentemente plural, intelectual y discursiva. O lo que es lo mismo: visualmente brutal.
Hay informaciones periodísticas que hablan unas de cuatrocientas obras visibles, otras de seiscientas. No importa, pues la idea que la provoca seguiría siendo admirable lo mismo con cien que con mil. Ciertamente son muchísimas las obras de artistas (vivos y muertos, históricos y contemporáneos) mostradas, y que por respeto democrático a todos ellos no citaré el nombre propio de ninguno, con el deseo de no entorpecer nominalmente el fluir de una corriente arrolladora, máxime cuando, de una manera muy sutil y sofisticada, en Tratados de paz el objeto de arte es presentado como documento histórico sin dejar de ser realización estética y los documentos han sido “elevados” a una condición que se podría definir como de “visualización artística” y sin por ello abandonar su condición notarial y, sobre todo, de “testigo de cargo” de un pasado ya “historizado”; inmerso, como en el poema de Borges, “en la soledad del mármol y el acero”.
Es muy probable que no haya ninguna acción humana que no tenga a la Utopía/utopía en el horizonte no tanto de una conquista (realizable o no) como de un Sueño/sueño. Tratados de paz se inicia también con una Utopía, la de Tomás Moro, y desde entonces (año 1516) remonta la corriente de este fluir hasta nuestro presente. Si hay utopías en mayúscula y minúscula (históricas y domésticas) también hay Tratados de paz con la misma diferenciación gramatical, como el comisario ha declarado en una de las varias entrevistas realizadas por este motivo[1]. Esa fisura que supone estar dentro y fuera de la Historia/historia ha sido presentada por Pedro G. Romero de una forma tan sólida como sugerente —hablar de la Paz sin recurrir a la Guerra, entre otros motivos porque la Utopía pertenece a la familia conceptual de la primera, pues no existe el horizonte utópico de la guerra—, toda vez que no pocas de las obras presentadas nos muestran los despojos de la Historia (también la del Arte) con el mismo interés con que el historiador Aby Warburg, y a decir de Georges Didi-Huberman, ambos creo recordar que presentes en Tratados de paz, en “sus largas duraciones, latencias y síntomas, memorias enterradas y resurgidas, anacronismo y umbrales críticos”[2]. Ahora bien, el espectador no ve estas “latencias y síntomas” pero sí es invitado a “sospechar” (que viene a ser lo mismo) sobre lo que las imágenes nos dicen y ocultan. Hablamos, en efecto, de “formas de ver” (otro de los argumentos ocultos más brillantes que se presentan en Tratados de paz), o por ceder de nuevo la palabra al comisario: “Hay consumismo cultural y saber experto, y entre medias miles de maneras de acercarse al arte, a este proyecto”[3].
Digamos, entonces, que los “tratados de paz” son infinitos e infinitas las estrategias de abordarlos (punto fuerte de la muestra, sirviéndose de la Historia del Arte en un sentido interpretativo ampliado), que se enfrenta como un especular Doppelgänger al único punto de vista que defienden los ¿inexistentes? “tratados de guerra”. Tácito, historiador romano (circa 55-120), expresa: “Hacen una carnicería y la llaman paz”. Hay mucha ironía inteligentemente expuesta en Tratados de paz, así como multitud de temas y argumentos, lógico en una muestra que se desborda (o se devora) a sí misma. En la misma podemos contemplar análisis y discursos que irían desde la “industrialización de la conciencia” de Alexander Kluge hasta la “industrialización de la mirada” de Paul Virilio; desde el “desprecio” por una ortodoxia de la instalación de las obras de arte dentro del cubo blanco modernista hasta el interés intelectual por la instalación barroca y de aluvión propios de las reliquias artísticas de la Historia. Pero no es menos brillante e incisiva en la continua “destrucción semiológica” que muestra e interpreta con vigor y fuerza visual en muchos, muchísimos, de los trabajos expuestos. O el sereno análisis que por aquí y por allí inciden en que aquello que está en juego es distinguir entre los pasados utilizables y los datos descartables o inservibles. Tratados de paz es una soberbia demostración de esa bella frase de Agamben (aparece en su ensayo Profanaciones) cuando dice que “toda distracción no es sino un anticipo de la redención”. O de la Paz, también podríamos añadir.
“Submarinos usados. Compro y vendo.” Así empieza esta “ficción” (por comodidad la defino así) fascinante de Claudio Magris. El no-argumento sería éste: un oscuro profesor de Trieste ha conseguido atesorar una terrible y letal colección de armas y dispositivos de destrucción, grandes y pequeños, con el fin de crear un “Museo total de la Guerra para la llegada de la Paz y la desactivación de la Historia”. El relato empieza cuando otra profesora conocida suya (hija de judía deportada y sargento afroamericano), ya muerto el coleccionista en un incendio que no terminamos de saber cómo fue, se encarga de poner en pie el Museo tal como lo quería su creador (hay una lectura implícita y colateral muy brillante sobre la idea y función del Museo, guarde y proteja éste lo que fuere). A partir de aquí asistimos a un auténtico “viaje al fin de la noche” por algunos ejemplos de la maldad histórica y política (y “humana”) del siglo XX en Europa, sirviéndose de tristemente conocidos nombres propios y hechos históricos de una brutalidad difícil de creer. Pero sucedió, ya lo creo que sucedió. En Trieste fue, dato que yo desconocía, el único lugar de Italia donde las autoridades nazis construyeron, con la inestimable ayuda de muchos “colaboracionistas” locales que nunca faltan, un campo de concentración con sus correspondientes cámaras de gas y hornos crematorios. Magris utiliza una escritura seca, fría, testimonial, rara, como de “prospecto” (especialmente en la descripción técnica, sin abusar ni cansar, de las armas guerreras de destrucción), de alguna manera “administrativa” o judicial, bellísima sin duda en la demorada demostración gramatical, pero voluntariamente desprovista de cualquier seducción de fácil o agradecida lectura. Pues bien, en un momento de este “tratado de ética histórica” leemos lo siguiente: “Es humo (el de la quema) el objetivo de mi búsqueda, esos nombres convertidos en cenizas. No lucho contra el olvido del olvido, contra la culpable ignorancia, de haber olvidado, de haber querido olvidar, de no querer o poder saber que hay un error que se ha querido —¿debido?— olvidar”[4].
Recuerdo haber comentado a Pedro G. Romero, durante la inauguración, lo “inquietante” que resultaba, y por esos sinuosos caminos del azar, la aparición del libro de Magris casi al mismo tiempo que se hacía visible su exposición. Estaba de acuerdo, me dijo, máxime (ahora lo pienso) porque Tratados de paz es también un discurso sobre los “tratados del olvido”. El “olvido”, ciertamente, es una abstracción no menos poderosa e inevitable que las nueve secciones, o “cortes”, en los que se ha dividido la muestra, siguiendo las pautas definidas por Francisco de Vitoria y la Escuela Ibérica de la Paz, en sus dos sedes principales: “Territorios”, “Historia”, “Emblemas”, “Milicia”, ”Muertos”, “Población”, “Economía”, “Armas” y “Tratados”. El “Olvido” bien pudiera ser el décimo apartado que cerraría la serie, pues es obligado preguntarnos, siguiendo a Andreas Huyssen: “¿Qué sucedería si la relación entre la memoria y el olvido estuviera transformándose bajo presiones culturales en las que comienzan a hacer mella las nuevas tecnologías de la información, la política de los medios y el consumo a ritmo vertiginoso?”[5]. No es otro, desde luego, el desquiciado afán que mueve al protagonista de Magris a crear el “Museo total de la Guerra para la llegada de la Paz y la desactivación de la Historia”, y que hemos utilizado en el título de este texto.
Una muestra(s) extraordinaria, bella a su manera, muy inteligente y a veces cruel y áspera, intelectualmente activa y poderosa, íntima e inabarcable, muy humana y brutal, guerrera y pacifista, por momentos arrogante y narcisista, nostálgicamente “occidental” pero con muchas lanzaderas a los cuatro puntos cardinales. Humilde y necesaria y desesperada.
La exposición Tratados de paz 1516-2016 se puede visitar en el Museo de San Telmo y el Koldo Mitxelena Kulturunea, ambos en Donostia/San Sebastián, hasta el 2 de octubre de este año.
Obra reproducida, de arriba abajo:
Aurelio Arteta, Ezpatadantzaris, ca. 1913. © Aurelio Arteta, VEGAP, cortesía del Museo de Bellas Artes de Álava.
Richard Hamilton, The State, 1994. Colección del MACBA, depósito de la familia Bombelli. © Gasull Fotografía.
Francisco de Zurbarán, Hércules lucha contra el león de Nemea, 1634. © Museo Nacional del Prado.
Pedro G. Romero, Archivo FX. Los países, 2009.
[1] El Cultural, 17/6/2016, entrevistado por Bea Espejo.
[2] Georges Didi-Huberman, Atlas. ¿Cómo llevar el mundo a cuestas?, Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Madrid, 2011.
[3] Íbid.
[4] Claudio Magris, No ha lugar a proceder, Ed. Anagrama, Barcelona, 2016.
[5] Andreas Huyssen, En busca del futuro perdido. Cultura y memoria en tiempos de globalización, FCE, Buenos Aires, 2001.