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Con el aire y el crepúsculo

Sobre ‘Un horizonte falso’ de Alberto García-Alix, en Tabacalera
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Deseo ser lo más rápido posible en manifestar, y dar como primer argumento, que esta muestra quizá sea la mejor que se ha realizado sobre el trabajo de Alberto García-Alix entre las que yo he podido ver (que no son pocas). Superior incluso a la realizada —por el mismo comisario de la actual, Nicolás Combarro— en el Reina Sofía entre finales del 2008 y febrero del siguiente año. Aquella era admirable por su cualidad “totalizadora” en la exhaustiva revisión de muchos años de trabajo, pero no siempre el deseo de abarcar y mostrar lo que se podría definir como una “vida creativa” cumple con la no menos importante función de que el espectador, profesional o no, logre entender y asimilar, intelectualmente hablando, los innumerables matices creativos y procesuales, así como las circunstancias históricas y personales, que se manifiestan en un modus operandi artístico que debe tanto a la vida privada como la propia vida al hecho creativo. Pues bien, es en esta última muestra donde esa transmisión de sangre y conocimiento entre vida y arte se ha expresado y mostrado con la máxima eficacia expositiva. Digo más: con el mayor y más intenso estremecimiento visual y vivencial posible, con el ánimo de lograr esa acción —tan difícil de conseguir— que es el “reconocimiento” de lo contemplado como parte de ti mismo, como regalo artístico a tu propia realidad existencial.

Desde el mismo título de la muestra, Un horizonte falso, hasta la extraordinaria fotografía que nos da la bienvenida a la muestra, “Autorretrato. Escondido en mi miedo”, ya sospechamos que una implacable sinceridad será el santo y seña de lo que vamos a ver. Ahora bien, no deberíamos permitir, en tanto que espectadores, que esa sinceridad inicial domine y controle nuestra íntima y subjetiva percepción ante lo mostrado, pues si bien es cierto que un envalentonado dramatismo está muy presente en el recorrido de la exposición, no es menos cierto que ese “festivo pesimismo” (en García-Alix siempre hay que dejar un lugar para las productivas contradicciones sean visuales o anímicas) está fundamentado en representaciones de muy variada condición y posición, como si la misma lucidez artística que posee no le permitiera dar un paso más allá de lo que dicen, paradójicamente, las buenas formas y modales de civil convivencia o, en este caso, de elegante respeto al espectador. Es posible, entonces, creer que en este “pesimismo” (aquí el entrecomillado sirve para establecer un prudente distanciamiento brechtiano ante el estado de ánimo citado) obedece más al deseo de reclamar al “drama” el cumplimiento de determinadas leyes formales como a la necesidad de “ajustar” la relación dialéctica que se da entre forma y contenido. Por expresarlo en corto: que el “pesimismo” ejerza de disolvente de la “narración dramática”, para eliminar cualquier atisbo o reflejo de vulgar y falsa voluptuosa morbidez. De hecho, una demostración de refinado y exquisito buen gusto artístico, y que siempre —siempre— debe entenderse, lejos de adscribirlo a recursos manieristas, como un absoluto y sincero respeto por el espectador.

Alberto García-Alix es un gran retratista, un inmenso “captador” de almas vivas, aunque a veces parezca que fotografía “almas muertas” por citar el maravilloso relato de Gógol. Incluso se puede afirmar que siempre “retrata”, como bien hemos podido comprobar en esta muestra, sin distinción entre seres humanos, naturalezas, objetos, sombras o cosas. Mientras me demoraba por las salas, avanzando y retrocediendo, recordé un famoso y muy afortunado (por inteligente y bello) comentario que sobre Velázquez realizó el historiador francés de entreguerras Élie Faure. La cita es un poco larga, si bien no pediré excusas por ello, pues considero que todo apoyo logístico, y toda cita bien administrada lo es, se utiliza como herramienta para una mejor y más cabal comprensión del artista y la obra que se comenta. Dice así:

“Velázquez, pasados los cincuenta años, dejó de pintar cosas definidas. Se deslizaba entre los objetos con el aire y el crepúsculo, y divisaba en la sombra y la transparencia de los fondos las palpitaciones coloreadas que convertía en centro invisible de su callada sinfonía. Sólo extraía del mundo los cambios misteriosos, para que las formas y los tonos se penetraran en una progresión continua que no pudieran interrumpir tropiezo o sobresalto alguno. El espacio reina. Es como un soplo de aire que se deslizase sobre las superficies y se impregnase de sus emanaciones visibles para definirlas y moldearlas, y se llevase algo así como su perfume y su eco, para esparcirlos por toda la atmósfera circundante, como un polvillo imponderable. Vivía en un mundo triste. Un rey degenerado, unos hijos enfermos, idiotas, enanos, lisiados, y algunos bufones monstruosos vestidos como príncipes cuya función consistía en reírse de sí mismos para divertir a quienes vivían de espaldas a la realidad, aherrojados por la etiqueta, las intrigas y las mentiras, unidos sólo por la fe y los remordimientos. A la espera de la Inquisición y el silencio. Se palpa la nostalgia, pero no se advierte ni la fealdad ni la tristeza ni el fúnebre y cruel sentido de esa aniquilada infancia. Velázquez es el pintor de los anocheceres, de la inmensidad y del silencio. Incluso si pinta en pleno día o en cuarto cerrado o cuando la guerra o la caza retumban en derredor. Como no salían de día, cuando el aire abrasa y el sol lo quema todo, los pintores españoles comulgaban con el crepúsculo. A medida que se acercaba el final, Velázquez buscaba con más ahínco esas armonías crepusculares. Se diría que ciertas visiones se deslizan, que algún balanceo o un mecerse imperceptible evocan alguna música y, al esfumarse la aparición, seguimos buscando estas bellas sombras fugitivas en nuestros corazones, hermanas desvanecidas que hemos presentido antes de verlas y que volveremos a ver sin pretender verlas”[1].

Es tan insolentemente bello e insuperable este párrafo que uno, de tener un mínimo de vergüenza y dignidad, optaría por finalizar mi escrito en el punto que lo deja Faure. Es tan bello que Godard se lo hizo recitar a Jean-Paul Belmondo, metido en una espumosa bañera fumándose un puro, en Pierrot le Fou. Pero no será así. Servidor es atrevido por ignorante. Este muy hermoso comentario está lleno de geniales referencias indirectas a la obra de nuestro artista, y más en concreto a la magnífica exposición que es Un horizonte falso, título por cierto que Velázquez no hubiera rechazado. Al igual que el maestro sevillano, y pasados también los cincuenta años, Alberto García-Alix cada vez es más “abstracto” (no lo parece, pero así es), pues se desliza entre los objetos “con el aire y el crepúsculo”. Todo lo que ha fotografiado en estos últimos años, con un interés cada vez más acusado por determinados recursos de la fotografía alemana de los años veinte y treinta, la que genéricamente se conoce como la de la Nueva Objetividad (Neue Sachlichkeit), está atravesado, incluso dolorosamente cruzado, “por cambios misteriosos, para que las formas y los tonos se penetraran en una progresión continua que no pudieran interrumpir tropiezo o sobresalto alguno”: blanco y negro en lucha feroz por saber quién roba más luz, quién usurpa más luminosidad invisible.

¿Se “palpa la nostalgia” en estas últimas series? Sin duda que sí, “pero no se advierte ni la fealdad ni la tristeza ni el fúnebre y cruel sentido de esa aniquilada infancia”, y que nosotros debemos interpretar proustianamente en busca del tiempo perdido. Precisamente es esta consideración del Tiempo, tan presente en la muestra, lo que consigue que el bellísimo vídeo presentado —también titulado “Un horizonte falso”— me parezca una sorpresa sensacional por no esperada, pero sobre sobre por él mismo, por su calidad y noble sentimentalismo, por su callado y musical análisis del tiempo que fue, por la sofisticada interrelación entre movimiento y estatismo, por la sensual voz de su autor intentando explicar lo imposible, lo inefable, lo irremediable… Sí, ahora más que nunca, Alberto García-Alix es, al igual que Velázquez, el fotógrafo “de los anocheceres, de la inmensidad y del silencio”. Y si esas cualidades se consiguen a plena luz del día, en un cuarto cerrado y lleno de ruido, lo único que demuestra es, a más de su potencia como creador, que si en la vida todo es un horizonte falso, no menos verdad resulta que ese horizonte es, por él mismo, un seguro de vida. Por eso esta muestra puede resultar muy trágica o dramática, pero bien, bien mirada, ma non troppo…

 
Alberto García-Alix, Autorretrato. Escondido en mi miedo, 2009. Fotografía que abre la exposición Un horizonte falso, que puede verse en La Principal de Tabacalera de Madrid hasta el 10 de abril.
 

[1] Élie Faure, Historia del Arte, Alianza Editorial.