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Hijos de puta y preocupados
La historia del pensamiento occidental avanza por el embarrado cauce de las ideas sobre una endeble embarcación llena muchas veces de sangrantes contradicciones. Parecía mentira que hubiesen corrido siglos de corrientes filosóficas de toda laya sin que ningún pensador hubiese escrito un tratado sobre la naturaleza del hijo de puta, siendo como es desde el comienzo de los tiempos una disciplina troncal en la configuración del homo sapiens. No es que uno pretenda ni mucho menos restar importancia a otros asuntos de enjundia en el devenir de la existencia, como el de dónde puñeteramente venimos y el adónde puñeteramente vamos, pero ninguna mente racional dudará de que existía un vacío en el análisis de la condición humana mientras no se abordase, con un corpus teórico mínimamente presentable, la figura del hijo de puta.
"Este libro es ante todo un libro de autoayuda, bueno, mejor dicho, un libro de antiayuda"
Sin embargo, a pesar de tratarse de un elemento tan primordial como el aire, a pesar de ser casi el big bang de toda filosofía, antigua o moderna, solo el teatro le había otorgado el protagonismo intelectual que se merece. Los que queríamos profundizar en estas aguas farragosas y pestilentes debíamos resignarnos a recurrir al talento escénico de William Shakespeare (¡qué gran hijo de puta es Macbeth!) ya que el mundo de las ideas, tan elevado él, lo había desterrado al contenedor de lo no merecido de ser analizado al considerarlo un tema demasiado vulgar. Tuvo que surgir en Portugal, que es de donde surgen tantas cosas buenas aquí en la Península, el escritor Alberto Pimenta para que alguien se atreviese al fin a escribir un discurso sobre el hijo de puta con la seriedad necesaria que exigía el objeto de estudio. Lo publicó en su país en los años setenta del pasado siglo y en España accedemos ahora a esta obra, califiquémosla de pionera, gracias a una traducción de la editorial ‘Pepitas de calabaza’. Si tenemos en cuenta la cantidad ingente de execrables canalladas ocurridas a lo largo la historia, podría pensarse que se dilató en demasía la concepción de este texto, pero, claro, tal demora en su creación pudo deberse a una explicación de lo más lógica desde el punto de vista de la propia maldad humana. Pues, por mucho que haya habido siglos muy hijos de puta tanto antes de Cristo como después de Cristo, parece razonable que este discurso haya llegado a las imprentas precisamente en el siglo más hijo de puta de todos ellos: el siglo XX.
A la búsqueda de la esencia del hijo de puta se introduce en el análisis un concepto tan pertinente en nuestros días como es el de la preocupación. Pocas veces se había analizado con tanta lucidez un síntoma tan claro de la idiotez de nuestro tiempo, a saber, el que todos andemos preocupados por todo y que encima lo que más nos preocupe de todo sea la despreocupación de los que no están preocupados. Como ven, el método de Pimenta se basa en atrapar un concepto de la calle, un concepto que, debido a su cotidianidad, nunca entraría en las aulas de una facultad de filosofía, para desarrollarlo acto seguido con un tratamiento metodológico tan riguroso como el que llevaría a cabo un tomista. De esta forma tan original y brillante, la vanguardia se cuela de rondón en la escolástica, y, como le ocurría a la escolástica, que en su ambición cognitiva aspiraba a comprender la totalidad de las conciencias y de los cuerpos, su mensaje se torna universal. Si en la argumentación de la filosofía medieval, Dios se presentaba como un ente omnipresente que amparaba bajo su manto protector tanto el bien como el mal, el hijo de puta a su vez cumple la misma paradoja de estar en todas partes, en el hacer y en el no hacer, porque, en cada uno de sus actos de hacer y no hacer, conserva una perenne disponibilidad para la indisponibilidad del espíritu.
Reconocerán, incluso los más entusiastas defensores de la maquinilla de afeitar y otros ingenios tecnológicos tan prácticos, que este rango lo adquirió por méritos propios, a causa de la carrera desenfrenada que emprendió el espíritu colectivo por desembarazarse de cualquier remordimiento de conciencia que le amargase la fiesta enloquecida del progreso. La deriva final de tanta autocomplacencia se materializó en la incapacidad de trasladar los avances científicos al campo de la moral. No hay mayor símbolo de esa degeneración de la ciencia en manos de los mercaderes de la guerra que la ocurrencia hija de puta del presidente Truman, una ocurrencia a la altura del incendiario Nerón, de arrasar las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki. Me temo que los historiadores futuros recordarán esta centuria no por las patatas a la riojana, una bomba culinaria, sino por otra bomba bastante más indigesta como fue la bomba atómica. A su vez los filósofos venideros relegarán el existencialismo como causa del absurdo que dominó este siglo y buscarán otras fuentes más aclaratorias de tanta esquizofrenia gobernante en los márgenes del pensamiento oficial. Aquí intuyo que desempeñará un papel fundamental este librito, tan breve como jugoso, de Alberto Pimenta. Porque este escritor heterodoxo se toma tan en serio su material de trabajo que no se conforma con pergeñar una radiografía de la evidente naturaleza empírica del hijo de puta (¡quién no se ha topado con un hijo de puta en su vida!) sino que rastrea también la faceta más soterrada de su naturaleza ontológica.
Alberto Pimenta enhebra su teoría con una gracia poética, macerada de ingeniosos juegos de palabras, que ya la quisieran para sí tantos mamotretos de filosofía. Si los tratados ensayísticos al uso, aburren por su pesada solemnidad académica, este discurso, sin embargo, divierte por su fresca inteligencia. Lo que demuestra que la inteligencia auténtica es divertida. Resulta un placer neuronal adentrarse en los meandros de una prosa rimada que se retuerce como una boa amazónica hasta exprimir el último jugo de cada una de sus consecuentes reflexiones. A causa de su sonoridad y exuberancia verbal, dan ganas de leer este discurso en voz alta como se leían aquellos códices en los refectorios de los monasterios para aleccionar a los comensales. Porque, no se dejen engañar por su título, este libro es ante todo un libro de autoayuda, bueno, mejor dicho, un libro de antiayuda. Al igual que Valle-Inclán inventó el esperpento retorciendo los mimbres de la tragedia clásica, Pimenta deforma los preceptos de los libros de autoayuda inaugurando a su vez un nuevo género: el de los libros de antiayuda.
Con una campaña de marketing apropiada, El Corte Inglés podría forrarse con esta clase de textos. Porque sepan que los libros de antiayuda ayudan no solo del derecho, como sucede con los convencionales, sino también del revés. En este caso, en este Discurso sobre el hijo de puta, del derecho ayuda al hijo de puta a ser más hijo de puta; y del revés le ayuda a ser menos hijo de puta. El lector soberano decidirá por cuál de las dos lecturas decantarse.
Imágenes:
1. Fotograma de Macbeth de Orson Welles (1948)
2. Portada del libro Discurso sobre el hijo de puta
3. Alberto Pimenta fotografiado por Sandra Bernardo
Hijos de puta y preocupados
La historia del pensamiento occidental avanza por el embarrado cauce de las ideas sobre una endeble embarcación llena muchas veces de sangrantes contradicciones. Parecía mentira que hubiesen corrido siglos de corrientes filosóficas de toda laya sin que ningún pensador hubiese escrito un tratado sobre la naturaleza del hijo de puta, siendo como es desde el comienzo de los tiempos una disciplina troncal en la configuración del homo sapiens. No es que uno pretenda ni mucho menos restar importancia a otros asuntos de enjundia en el devenir de la existencia, como el de dónde puñeteramente venimos y el adónde puñeteramente vamos, pero ninguna mente racional dudará de que existía un vacío en el análisis de la condición humana mientras no se abordase, con un corpus teórico mínimamente presentable, la figura del hijo de puta.
Sin embargo, a pesar de tratarse de un elemento tan primordial como el aire, a pesar de ser casi el big bang de toda filosofía, antigua o moderna, solo el teatro le había otorgado el protagonismo intelectual que se merece. Los que queríamos profundizar en estas aguas farragosas y pestilentes debíamos resignarnos a recurrir al talento escénico de William Shakespeare (¡qué gran hijo de puta es Macbeth!) ya que el mundo de las ideas, tan elevado él, lo había desterrado al contenedor de lo no merecido de ser analizado al considerarlo un tema demasiado vulgar. Tuvo que surgir en Portugal, que es de donde surgen tantas cosas buenas aquí en la Península, el escritor Alberto Pimenta para que alguien se atreviese al fin a escribir un discurso sobre el hijo de puta con la seriedad necesaria que exigía el objeto de estudio. Lo publicó en su país en los años setenta del pasado siglo y en España accedemos ahora a esta obra, califiquémosla de pionera, gracias a una traducción de la editorial ‘Pepitas de calabaza’. Si tenemos en cuenta la cantidad ingente de execrables canalladas ocurridas a lo largo la historia, podría pensarse que se dilató en demasía la concepción de este texto, pero, claro, tal demora en su creación pudo deberse a una explicación de lo más lógica desde el punto de vista de la propia maldad humana. Pues, por mucho que haya habido siglos muy hijos de puta tanto antes de Cristo como después de Cristo, parece razonable que este discurso haya llegado a las imprentas precisamente en el siglo más hijo de puta de todos ellos: el siglo XX.
A la búsqueda de la esencia del hijo de puta se introduce en el análisis un concepto tan pertinente en nuestros días como es el de la preocupación. Pocas veces se había analizado con tanta lucidez un síntoma tan claro de la idiotez de nuestro tiempo, a saber, el que todos andemos preocupados por todo y que encima lo que más nos preocupe de todo sea la despreocupación de los que no están preocupados. Como ven, el método de Pimenta se basa en atrapar un concepto de la calle, un concepto que, debido a su cotidianidad, nunca entraría en las aulas de una facultad de filosofía, para desarrollarlo acto seguido con un tratamiento metodológico tan riguroso como el que llevaría a cabo un tomista. De esta forma tan original y brillante, la vanguardia se cuela de rondón en la escolástica, y, como le ocurría a la escolástica, que en su ambición cognitiva aspiraba a comprender la totalidad de las conciencias y de los cuerpos, su mensaje se torna universal. Si en la argumentación de la filosofía medieval, Dios se presentaba como un ente omnipresente que amparaba bajo su manto protector tanto el bien como el mal, el hijo de puta a su vez cumple la misma paradoja de estar en todas partes, en el hacer y en el no hacer, porque, en cada uno de sus actos de hacer y no hacer, conserva una perenne disponibilidad para la indisponibilidad del espíritu.
Reconocerán, incluso los más entusiastas defensores de la maquinilla de afeitar y otros ingenios tecnológicos tan prácticos, que este rango lo adquirió por méritos propios, a causa de la carrera desenfrenada que emprendió el espíritu colectivo por desembarazarse de cualquier remordimiento de conciencia que le amargase la fiesta enloquecida del progreso. La deriva final de tanta autocomplacencia se materializó en la incapacidad de trasladar los avances científicos al campo de la moral. No hay mayor símbolo de esa degeneración de la ciencia en manos de los mercaderes de la guerra que la ocurrencia hija de puta del presidente Truman, una ocurrencia a la altura del incendiario Nerón, de arrasar las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki. Me temo que los historiadores futuros recordarán esta centuria no por las patatas a la riojana, una bomba culinaria, sino por otra bomba bastante más indigesta como fue la bomba atómica. A su vez los filósofos venideros relegarán el existencialismo como causa del absurdo que dominó este siglo y buscarán otras fuentes más aclaratorias de tanta esquizofrenia gobernante en los márgenes del pensamiento oficial. Aquí intuyo que desempeñará un papel fundamental este librito, tan breve como jugoso, de Alberto Pimenta. Porque este escritor heterodoxo se toma tan en serio su material de trabajo que no se conforma con pergeñar una radiografía de la evidente naturaleza empírica del hijo de puta (¡quién no se ha topado con un hijo de puta en su vida!) sino que rastrea también la faceta más soterrada de su naturaleza ontológica.
Alberto Pimenta enhebra su teoría con una gracia poética, macerada de ingeniosos juegos de palabras, que ya la quisieran para sí tantos mamotretos de filosofía. Si los tratados ensayísticos al uso, aburren por su pesada solemnidad académica, este discurso, sin embargo, divierte por su fresca inteligencia. Lo que demuestra que la inteligencia auténtica es divertida. Resulta un placer neuronal adentrarse en los meandros de una prosa rimada que se retuerce como una boa amazónica hasta exprimir el último jugo de cada una de sus consecuentes reflexiones. A causa de su sonoridad y exuberancia verbal, dan ganas de leer este discurso en voz alta como se leían aquellos códices en los refectorios de los monasterios para aleccionar a los comensales. Porque, no se dejen engañar por su título, este libro es ante todo un libro de autoayuda, bueno, mejor dicho, un libro de antiayuda. Al igual que Valle-Inclán inventó el esperpento retorciendo los mimbres de la tragedia clásica, Pimenta deforma los preceptos de los libros de autoayuda inaugurando a su vez un nuevo género: el de los libros de antiayuda.
Con una campaña de marketing apropiada, El Corte Inglés podría forrarse con esta clase de textos. Porque sepan que los libros de antiayuda ayudan no solo del derecho, como sucede con los convencionales, sino también del revés. En este caso, en este Discurso sobre el hijo de puta, del derecho ayuda al hijo de puta a ser más hijo de puta; y del revés le ayuda a ser menos hijo de puta. El lector soberano decidirá por cuál de las dos lecturas decantarse.
Imágenes:
1. Fotograma de Macbeth de Orson Welles (1948)
2. Portada del libro Discurso sobre el hijo de puta
3. Alberto Pimenta fotografiado por Sandra Bernardo