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Ensayo y ‘ensayismo’
Reflexiones a propósito del libro ‘Nosotros o el caos. Así es la derecha que viene’, de Esteban Hernández
El ensayo parece vivir su momento dorado como género literario. La irrupción de la crisis, en sus múltiples manifestaciones, parece haber avivado la demanda del gran público por comprender qué está pasando en el mundo, y la falta de herramientas conceptuales para dar un sentido a los fenómenos políticos y económicos que se han ido acelerando desde el estallido de la burbuja crediticia parece haber popularizado también una urgencia por tirar del freno de emergencia social e intelectual.
Owen Jones encabeza las listas de superventas en la sección de ensayo con Chavs. La demonización de la clase obrera (Capitán Swing, 2012) y su reciente El Establishment. La casta al desnudo (Seix Barral, 2015). Mirando más cerca, César Rendueles se ha hecho famoso gracias a Sociofobia. El cambio político en la era de la utopía digital (Capitán Swing, 2013) y parece que las ventas de su último libro, Capitalismo canalla. Una historia personal del capitalismo a través de la literatura (Seix Barral, 2015), van viento en popa. También me comenta mi librera de referencia que la irrupción de Podemos en el panorama político ha agotado las existencias de La razón populista (Fondo de Cultura Económica, 2005), de Ernesto Laclau, y disparado las ventas de todo lo que tenga que ver con este tema.
Paradójicamente, si el ensayo ha sido avivado por la necesidad de reflexionar pausada y críticamente sobre lo que nos acontece, la industria editorial parece haber entendido este mensaje en la dirección contraria: hay que vender, vender y vender. El problema es que no tantos quieren comprar, comprar y comprar; al menos no un tostón incomprensible. No es fácil que una obra que sea seria, profunda y analice un problema en su complejidad llegue a ser un éxito de ventas. Algunos especialistas, después de haber trabajado muchos años en un asunto concreto y tras escribir numerosos trabajos infumables, son capaces de sintetizar toda su labor en un texto divulgativo o en un ensayo. El inconveniente radica en que estos no se fabrican al ritmo que demanda la industria editorial. Así que parece que sólo les queda optar por el simulacro: lanzar al mercado obras que tenga la apariencia de pero que no requieran el esfuerzo de. Obras que al consumidor despistado le permitan participar en un espectáculo comercial que sacie su hambre de conocimiento sin necesidad de realizar ningún esfuerzo. Al igual que hoy podemos comer una “hamburguesa de autor” Michelin en un McDonald’s, ya tenemos en nuestras estanterías fast-books de autor: den la bienvenida al ensayismo.
Indies, hipsters y gafapastas (Capitán Swing, 2014), de Víctor Lenore, lleva tiempo convertido en uno de los fenómenos editoriales de la temporada que se aprovecha, muy oportunamente, de este auge del ensayo para colarse en nuestras estanterías. Fidel Moreno ya dio buena cuenta de este libro y lo describió en unos términos que coinciden con lo que denomino ensayismo: «Si el autor en lugar de disparar a bulto, o de hablar de oídas y sobre habladurías, se hubiera parado a escuchar las canciones de esos grupos y a dar cuenta de lo que dicen, no habría podido deslizar el sobreentendido de que esas músicas de la clase trabajadora son más auténticas, menos alienantes, más solidarias y menos individualistas —dejemos, para no hacer sangre, el sexismo a un lado— que las que salieron de la tribu del gran jefe indie». Opinadores profesionales de todo signo aseguran muy convencidos que son necesarias reflexiones serias y pausadas sobre todo lo que acontece, mientras que, sin despeinarse lo más mínimo, se prestan a disertar sobre cualquier tema y a hacer pasar sus opiniones por conocimiento.
Esteban Hernández hace algo muy parecido en Nosotros o el caos. Así es la derecha que viene (Deusto, 2015), con la salvedad de que trata de legitimar su papel como comentarista haciendo una dura crítica al trabajo académico. Decir que todos los periodistas son opinadores profesionales sería injusto y rotundamente falso. Lo mismo es aplicable a lo que ocurre en la universidad: no todos los que allí trabajamos somos unos vagos intelectuales encerrados en nuestras disciplinas, ni todos abrazamos las técnicas cuantitativas como si el mundo fuese reducible a números. ¿Por qué Esteban Hernández se afana tanto en desprestigiar el trabajo universitario? La única razón que se me ocurre es muy torticera: lanzar un ataque preventivo contra los que probablemente quieran desmontar su libro. Porque esta obra, a pesar de acertar en algunas cuestiones importantes, ha de ser desmontada; no vaya a ser que algún despistado se crea, como reza la portada, que está ante «un análisis del nuevo conservadurismo en la empresa y en la política», o que entre sus páginas encontrará «alta sociología para todos los públicos», como afirma Santiago Alba Rico en la contraportada (nota al margen: espero que Alba Rico haya escrito esto sin haber leído el libro).
Digo que no se analiza ningún tipo de nuevo conservadurismo porque, muy increíblemente, en el libro no se hace ninguna referencia a en qué consiste el conservadurismo. Lo cual es alarmante, porque, discúlpenme la obviedad, afirmar que lo que acontece es distinto a lo que había requiere una explicación: no basta con decir que algo es novedoso y comenzar a describirlo, habrá que argumentar en qué se diferencia de lo anterior y cuáles son las razones por la que se afirma que es nuevo. Otro punto increíble sobre la portada es que la segunda parte del título promete, además, un relato sobre cómo es «la derecha que viene». Aquí la confusión es total, porque si está equiparando derecha y conservadurismo qué menos que en las páginas interiores se desarrolle una explicación al respecto, ya que no son lo mismo. Si, en cambio, lo que se está haciendo es analizar la derecha conservadora que está por llegar, más valdría entonces no confundir al público y decirlo directamente. Aunque ya les advierto: no busquen respuestas a ninguna de estas preguntas en el interior; no están.
Abramos ahora el libro. El trabajo de la academia adolece de muchos problemas, esto es innegable, y de ahí que resulte muy fácil ganarse al lector cayendo en la crítica superficial a las decadentes instituciones académicas, pero también es de justicia reconocer las virtudes del trabajo universitario. La primera de ellas es que permite dar autoridad a libros que no la pueden tener por sí mismos. Nótese lo irónico del asunto: la contraportada del texto recoge con orgullo declaraciones de profesores universitarios, las opiniones interiores son apoyadas con las debidas referencias científicas; mientras que, al mismo tiempo, el autor afirma que la actividad universitaria «[c]on unas pocas fórmulas, gracias al inmenso poder deductivo del psiquismo, da cuenta de todo lo existente bajo una coherencia sin apenas fisuras»; ya que «pensar la realidad provoca la ilusión narcisista de dominarla». No deja de ser gracioso que esta aguda observación —sólo digna de la alta sociología para todos los públicos— sea utilizada para acusar al trabajo académico de estar plagado de «esquemas simplificantes» que hacen que «las ideas nuevas (o simplemente las ajenas) tiend[a]n a volverse invisibles, a menudo denigradas como poco científicas o como ineficaces». Despachar así el trabajo de tantos investigadores que dedican su vida a intentar desentrañar el funcionamiento del mundo es de una miopía intelectual alarmante. Más aún cuando esto se hace, únicamente, en base a un trabajo que data de 1997: Avances en psicoterapia psicoanalítica, de Hugo Bleichmar, publicado por Paidós ese año. Aunque supongo que el rato que habrá pasado leyendo el libro de Bleichmar le habrá otorgado unos niveles de iluminación dignos de tal proeza.
La segunda virtud que tiene esta narcisista institución es que nos acostumbra a cumplir ciertas exigencias metodológicas —no todo iban a ser esquemas simplificantes—, por lo que resulta relativamente fácil identificar dos de las grandes trampas que utiliza el ensayismo habitualmente.
La primera de ellas ha quedado ya medio esbozada: la hipersimplificación del mundo para hacer llevadera la complejidad de la realidad social. Cuando el ensayismo opera así, y dibuja con brocha gorda los fenómenos sociales, no resulta difícil obtener una caricatura del mundo y, a partir de ésta, conseguir que las piezas vayan encajando solas. Esto es muy útil para desarrollar una argumentación liviana que convenza al lector del sentido que el autor quiere imprimirle el mundo. El problema es que a base de simplificar y simplificar se acaban haciendo asociaciones por parecidos de familia más que por relaciones de causa-efecto; y así se acaban confundiendo churras con merinas todo el tiempo.
Nosotros o el caos está plagado de ejemplos de esto mismo. Uno de los más ilustrativos es el que ocurre en el capítulo titulado “La estupidez funcional”. Aquí se comienza acusando a la universidad de no comprender correctamente el mundo por ser presa de los «esquemas simplificantes» hasta que, de repente, esto no es sólo un problema de esta institución, sino que resulta ser un rasgo natural del ser humano. Y obviamente también está presente en la empresa, lugar en el que genera una «estupidez funcional» que consiste en «centrarse en aspectos específicos perdiendo de vista el conjunto, examinando los beneficios y perjuicios de una decisión desde un punto de vista reducido, ligado a la consecución rápida y eficiente de un fin dado e ignorando las preguntas relacionadas con la puesta en acción de ese objetivo». Esteban Hernández ha redescubierto así la burocracia y le ha cambiado el nombre, ignorando que cualquier organización burocrática está basada en la especialización y en la relación mando-obediencia, y que su objetivo es precisamente el descrito.
Pero como de lo que se trata es de que las piezas simplificadas encajen, la idea de «estupidez funcional» sigue estirándose hasta ser la causa última de todos los males. Así, nos encontramos con que ésta alumbró la “teoría de la «cópula gaussiana» [que] corrió como la pólvora por Wall Street”, una teoría sin la cual “la crisis de 2008 no hubiera tenido lugar”. Muy probablemente si no hubiera habido informática tampoco se habría producido la crisis de 2008, pero esto no nos dice nada útil para comprender lo ocurrido. El problema es que a base de simplificaciones se nos está diciendo algo parecido a esto: los seres humanos comprendemos el mundo a través de «esquemas simplificantes» y estos generan una «estupidez funcional» que es la culpable de una teoría matemática que provocó la crisis, luego la crisis la provocaron los humanos y su natural estupidez, ¿no? Está bien saber que no fueron marcianos los causantes de ésta, pero hubiera sido interesante introducir alguna explicación sobre el funcionamiento del capitalismo actual para no hacer recaer toda la responsabilidad de ese evento histórico en la naturaleza humana.
Esta idea de la estupidez funcional simplificante está muy presente a lo largo de todo el libro, hasta el punto de que parece ser uno de los rasgos más característicos de la derecha —¿o conservadurismo?— que viene. Aquí hay un problema grave: si esta estupidez es consustancial a la naturaleza humana, no puede ser el rasgo predominante de una mentalidad históricamente determinada, ya que siempre habría estado ahí. Me explico. Si de lo que se trata es de ver cómo es un nuevo grupo humano —sus características ideológicas, sus comportamientos, etc.— que ostenta el poder en la actualidad y cuáles son sus rasgos distintivos, de nada sirve que se diga que lo más característico es algo que todos los seres humanos comparten por naturaleza. Sería una enorme pérdida de tiempo que alguien escribiese un libro diciendo que lo específico de los presidentes franceses es que comen y orinan.
La segunda trampa más habitual en el ensayismo consiste en confundir declaración, autoridad y representatividad. El periodismo suele emplear la declaración para dar voz a los protagonistas de la actualidad o para respaldar alguna argumentación con las palabras de un experto. Este segundo uso permite dar autoridad a un escrito —«mirad, no lo digo yo, lo dice un experto»— y descarga la responsabilidad de una afirmación desde el autor del texto al personaje citado. Sin embargo, no toda declaración puede ser empleada en este sentido: un experto en una determinada materia puede opinar sobre multitud de cuestiones que poco o nada tienen que ver con su ámbito de especialidad. Esto puede parecer una perogrullada, pero a la vista del uso y abuso que se hace en el ensayismo, no parece que esté de más recordarlo.
Si, por el contrario, lo que se persigue al reproducir una declaración es dar cuenta de una opinión o forma de pensar común entre un grupo de personas, hay que asegurarse de que tal declaración es, efectivamente, representativa. No basta con entrevistar a un investigador para conocer el sentir generalizado en la universidad, ni hablar con un manager de un sector determinado para saber lo que piensan el resto de personas de su misma posición —independientemente del sector al que pertenezcan—. Normalmente nuestras opiniones suelen estar muy mediadas por nuestras experiencias, por lo que existen una serie de precauciones metodológicas que seguir para obtener un discurso representativo. Tampoco es lícito hacer desfilar un carrusel de ejemplos seleccionados para que encajen en la narrativa —como bien señalaba Fidel Moreno al respecto de Indies, hipsters y gafapastas—; hay que ser mínimamente rigurosos y explicar por qué se escogen unos y se dejan fuera otros. No hacer esto es engañar al lector; y esto es, simplemente, trampa.
Y al final alguien acabará descubriéndola.
Ensayo y ‘ensayismo’
El ensayo parece vivir su momento dorado como género literario. La irrupción de la crisis, en sus múltiples manifestaciones, parece haber avivado la demanda del gran público por comprender qué está pasando en el mundo, y la falta de herramientas conceptuales para dar un sentido a los fenómenos políticos y económicos que se han ido acelerando desde el estallido de la burbuja crediticia parece haber popularizado también una urgencia por tirar del freno de emergencia social e intelectual.
Owen Jones encabeza las listas de superventas en la sección de ensayo con Chavs. La demonización de la clase obrera (Capitán Swing, 2012) y su reciente El Establishment. La casta al desnudo (Seix Barral, 2015). Mirando más cerca, César Rendueles se ha hecho famoso gracias a Sociofobia. El cambio político en la era de la utopía digital (Capitán Swing, 2013) y parece que las ventas de su último libro, Capitalismo canalla. Una historia personal del capitalismo a través de la literatura (Seix Barral, 2015), van viento en popa. También me comenta mi librera de referencia que la irrupción de Podemos en el panorama político ha agotado las existencias de La razón populista (Fondo de Cultura Económica, 2005), de Ernesto Laclau, y disparado las ventas de todo lo que tenga que ver con este tema.
Paradójicamente, si el ensayo ha sido avivado por la necesidad de reflexionar pausada y críticamente sobre lo que nos acontece, la industria editorial parece haber entendido este mensaje en la dirección contraria: hay que vender, vender y vender. El problema es que no tantos quieren comprar, comprar y comprar; al menos no un tostón incomprensible. No es fácil que una obra que sea seria, profunda y analice un problema en su complejidad llegue a ser un éxito de ventas. Algunos especialistas, después de haber trabajado muchos años en un asunto concreto y tras escribir numerosos trabajos infumables, son capaces de sintetizar toda su labor en un texto divulgativo o en un ensayo. El inconveniente radica en que estos no se fabrican al ritmo que demanda la industria editorial. Así que parece que sólo les queda optar por el simulacro: lanzar al mercado obras que tenga la apariencia de pero que no requieran el esfuerzo de. Obras que al consumidor despistado le permitan participar en un espectáculo comercial que sacie su hambre de conocimiento sin necesidad de realizar ningún esfuerzo. Al igual que hoy podemos comer una “hamburguesa de autor” Michelin en un McDonald’s, ya tenemos en nuestras estanterías fast-books de autor: den la bienvenida al ensayismo.
Indies, hipsters y gafapastas (Capitán Swing, 2014), de Víctor Lenore, lleva tiempo convertido en uno de los fenómenos editoriales de la temporada que se aprovecha, muy oportunamente, de este auge del ensayo para colarse en nuestras estanterías. Fidel Moreno ya dio buena cuenta de este libro y lo describió en unos términos que coinciden con lo que denomino ensayismo: «Si el autor en lugar de disparar a bulto, o de hablar de oídas y sobre habladurías, se hubiera parado a escuchar las canciones de esos grupos y a dar cuenta de lo que dicen, no habría podido deslizar el sobreentendido de que esas músicas de la clase trabajadora son más auténticas, menos alienantes, más solidarias y menos individualistas —dejemos, para no hacer sangre, el sexismo a un lado— que las que salieron de la tribu del gran jefe indie». Opinadores profesionales de todo signo aseguran muy convencidos que son necesarias reflexiones serias y pausadas sobre todo lo que acontece, mientras que, sin despeinarse lo más mínimo, se prestan a disertar sobre cualquier tema y a hacer pasar sus opiniones por conocimiento.
Esteban Hernández hace algo muy parecido en Nosotros o el caos. Así es la derecha que viene (Deusto, 2015), con la salvedad de que trata de legitimar su papel como comentarista haciendo una dura crítica al trabajo académico. Decir que todos los periodistas son opinadores profesionales sería injusto y rotundamente falso. Lo mismo es aplicable a lo que ocurre en la universidad: no todos los que allí trabajamos somos unos vagos intelectuales encerrados en nuestras disciplinas, ni todos abrazamos las técnicas cuantitativas como si el mundo fuese reducible a números. ¿Por qué Esteban Hernández se afana tanto en desprestigiar el trabajo universitario? La única razón que se me ocurre es muy torticera: lanzar un ataque preventivo contra los que probablemente quieran desmontar su libro. Porque esta obra, a pesar de acertar en algunas cuestiones importantes, ha de ser desmontada; no vaya a ser que algún despistado se crea, como reza la portada, que está ante «un análisis del nuevo conservadurismo en la empresa y en la política», o que entre sus páginas encontrará «alta sociología para todos los públicos», como afirma Santiago Alba Rico en la contraportada (nota al margen: espero que Alba Rico haya escrito esto sin haber leído el libro).
Digo que no se analiza ningún tipo de nuevo conservadurismo porque, muy increíblemente, en el libro no se hace ninguna referencia a en qué consiste el conservadurismo. Lo cual es alarmante, porque, discúlpenme la obviedad, afirmar que lo que acontece es distinto a lo que había requiere una explicación: no basta con decir que algo es novedoso y comenzar a describirlo, habrá que argumentar en qué se diferencia de lo anterior y cuáles son las razones por la que se afirma que es nuevo. Otro punto increíble sobre la portada es que la segunda parte del título promete, además, un relato sobre cómo es «la derecha que viene». Aquí la confusión es total, porque si está equiparando derecha y conservadurismo qué menos que en las páginas interiores se desarrolle una explicación al respecto, ya que no son lo mismo. Si, en cambio, lo que se está haciendo es analizar la derecha conservadora que está por llegar, más valdría entonces no confundir al público y decirlo directamente. Aunque ya les advierto: no busquen respuestas a ninguna de estas preguntas en el interior; no están.
Abramos ahora el libro. El trabajo de la academia adolece de muchos problemas, esto es innegable, y de ahí que resulte muy fácil ganarse al lector cayendo en la crítica superficial a las decadentes instituciones académicas, pero también es de justicia reconocer las virtudes del trabajo universitario. La primera de ellas es que permite dar autoridad a libros que no la pueden tener por sí mismos. Nótese lo irónico del asunto: la contraportada del texto recoge con orgullo declaraciones de profesores universitarios, las opiniones interiores son apoyadas con las debidas referencias científicas; mientras que, al mismo tiempo, el autor afirma que la actividad universitaria «[c]on unas pocas fórmulas, gracias al inmenso poder deductivo del psiquismo, da cuenta de todo lo existente bajo una coherencia sin apenas fisuras»; ya que «pensar la realidad provoca la ilusión narcisista de dominarla». No deja de ser gracioso que esta aguda observación —sólo digna de la alta sociología para todos los públicos— sea utilizada para acusar al trabajo académico de estar plagado de «esquemas simplificantes» que hacen que «las ideas nuevas (o simplemente las ajenas) tiend[a]n a volverse invisibles, a menudo denigradas como poco científicas o como ineficaces». Despachar así el trabajo de tantos investigadores que dedican su vida a intentar desentrañar el funcionamiento del mundo es de una miopía intelectual alarmante. Más aún cuando esto se hace, únicamente, en base a un trabajo que data de 1997: Avances en psicoterapia psicoanalítica, de Hugo Bleichmar, publicado por Paidós ese año. Aunque supongo que el rato que habrá pasado leyendo el libro de Bleichmar le habrá otorgado unos niveles de iluminación dignos de tal proeza.
La segunda virtud que tiene esta narcisista institución es que nos acostumbra a cumplir ciertas exigencias metodológicas —no todo iban a ser esquemas simplificantes—, por lo que resulta relativamente fácil identificar dos de las grandes trampas que utiliza el ensayismo habitualmente.
La primera de ellas ha quedado ya medio esbozada: la hipersimplificación del mundo para hacer llevadera la complejidad de la realidad social. Cuando el ensayismo opera así, y dibuja con brocha gorda los fenómenos sociales, no resulta difícil obtener una caricatura del mundo y, a partir de ésta, conseguir que las piezas vayan encajando solas. Esto es muy útil para desarrollar una argumentación liviana que convenza al lector del sentido que el autor quiere imprimirle el mundo. El problema es que a base de simplificar y simplificar se acaban haciendo asociaciones por parecidos de familia más que por relaciones de causa-efecto; y así se acaban confundiendo churras con merinas todo el tiempo.
Nosotros o el caos está plagado de ejemplos de esto mismo. Uno de los más ilustrativos es el que ocurre en el capítulo titulado “La estupidez funcional”. Aquí se comienza acusando a la universidad de no comprender correctamente el mundo por ser presa de los «esquemas simplificantes» hasta que, de repente, esto no es sólo un problema de esta institución, sino que resulta ser un rasgo natural del ser humano. Y obviamente también está presente en la empresa, lugar en el que genera una «estupidez funcional» que consiste en «centrarse en aspectos específicos perdiendo de vista el conjunto, examinando los beneficios y perjuicios de una decisión desde un punto de vista reducido, ligado a la consecución rápida y eficiente de un fin dado e ignorando las preguntas relacionadas con la puesta en acción de ese objetivo». Esteban Hernández ha redescubierto así la burocracia y le ha cambiado el nombre, ignorando que cualquier organización burocrática está basada en la especialización y en la relación mando-obediencia, y que su objetivo es precisamente el descrito.
Pero como de lo que se trata es de que las piezas simplificadas encajen, la idea de «estupidez funcional» sigue estirándose hasta ser la causa última de todos los males. Así, nos encontramos con que ésta alumbró la “teoría de la «cópula gaussiana» [que] corrió como la pólvora por Wall Street”, una teoría sin la cual “la crisis de 2008 no hubiera tenido lugar”. Muy probablemente si no hubiera habido informática tampoco se habría producido la crisis de 2008, pero esto no nos dice nada útil para comprender lo ocurrido. El problema es que a base de simplificaciones se nos está diciendo algo parecido a esto: los seres humanos comprendemos el mundo a través de «esquemas simplificantes» y estos generan una «estupidez funcional» que es la culpable de una teoría matemática que provocó la crisis, luego la crisis la provocaron los humanos y su natural estupidez, ¿no? Está bien saber que no fueron marcianos los causantes de ésta, pero hubiera sido interesante introducir alguna explicación sobre el funcionamiento del capitalismo actual para no hacer recaer toda la responsabilidad de ese evento histórico en la naturaleza humana.
Esta idea de la estupidez funcional simplificante está muy presente a lo largo de todo el libro, hasta el punto de que parece ser uno de los rasgos más característicos de la derecha —¿o conservadurismo?— que viene. Aquí hay un problema grave: si esta estupidez es consustancial a la naturaleza humana, no puede ser el rasgo predominante de una mentalidad históricamente determinada, ya que siempre habría estado ahí. Me explico. Si de lo que se trata es de ver cómo es un nuevo grupo humano —sus características ideológicas, sus comportamientos, etc.— que ostenta el poder en la actualidad y cuáles son sus rasgos distintivos, de nada sirve que se diga que lo más característico es algo que todos los seres humanos comparten por naturaleza. Sería una enorme pérdida de tiempo que alguien escribiese un libro diciendo que lo específico de los presidentes franceses es que comen y orinan.
La segunda trampa más habitual en el ensayismo consiste en confundir declaración, autoridad y representatividad. El periodismo suele emplear la declaración para dar voz a los protagonistas de la actualidad o para respaldar alguna argumentación con las palabras de un experto. Este segundo uso permite dar autoridad a un escrito —«mirad, no lo digo yo, lo dice un experto»— y descarga la responsabilidad de una afirmación desde el autor del texto al personaje citado. Sin embargo, no toda declaración puede ser empleada en este sentido: un experto en una determinada materia puede opinar sobre multitud de cuestiones que poco o nada tienen que ver con su ámbito de especialidad. Esto puede parecer una perogrullada, pero a la vista del uso y abuso que se hace en el ensayismo, no parece que esté de más recordarlo.
Si, por el contrario, lo que se persigue al reproducir una declaración es dar cuenta de una opinión o forma de pensar común entre un grupo de personas, hay que asegurarse de que tal declaración es, efectivamente, representativa. No basta con entrevistar a un investigador para conocer el sentir generalizado en la universidad, ni hablar con un manager de un sector determinado para saber lo que piensan el resto de personas de su misma posición —independientemente del sector al que pertenezcan—. Normalmente nuestras opiniones suelen estar muy mediadas por nuestras experiencias, por lo que existen una serie de precauciones metodológicas que seguir para obtener un discurso representativo. Tampoco es lícito hacer desfilar un carrusel de ejemplos seleccionados para que encajen en la narrativa —como bien señalaba Fidel Moreno al respecto de Indies, hipsters y gafapastas—; hay que ser mínimamente rigurosos y explicar por qué se escogen unos y se dejan fuera otros. No hacer esto es engañar al lector; y esto es, simplemente, trampa.
Y al final alguien acabará descubriéndola.