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El sorteo de barro

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Entre los que nos dedicamos a estudiar la política desde un punto de vista teórico existe una cierta fascinación –que suele llegar a nivel de fetiche muchas veces– por lo que pasó hace muchos siglos en la Antigua Grecia. Especialmente nos encantan, desde nuestra mirada de seres que habitan el siglo XXI, aquellas discusiones que enfrentaron a los partidarios de un sistema de gobierno llamado aristocrático con los que querían llevar el poder al pueblo (‘demos-kratia’).

Aunque debería caer por su propio peso que las condiciones sociales y económicas de aquellos griegos y las nuestras tienen poco o nada que ver, se siguen utilizando citas de sus grandes pensadores como argumentos de autoridad para la discusión política actual. Insisto: no son meros recursos pedantes empleados como fuegos artificiales para convencer al lector, sino que se emplean como auténticos argumentos de autoridad. Como si Aristóteles, por poner un ejemplo, al hablar de pueblo (‘demos’) estuviera aludiendo a lo mismo que nosotros entendemos hoy día por pueblo. Valiente aberración: aquí que coincida la palabra nada tiene que ver con que el contenido sea remotamente comparable. Y esto tendríamos que tenerlo muy presente cada vez que alguien emplease el argumento de un pensador clásico como fuente de autoridad. Basta una breve mirada sobre la historia para darse cuenta de que su pueblo y el nuestro se parecen tanto como la idea de libertad de los antiguos y la de los modernos.

Imaginemos que en Madrid quisiéramos tener nuestra propia Torre Eiffel. A tal fin la alcaldesa Ana Botella decide encargar una reproducción exacta de su cúspide, ya que es la parte que más le gusta a los madrileños, y cuando comienza las obras –ya sea por pereza o falta de presupuesto– decide colocar la maravillosa cúspide sobre una enorme montaña de barro. El resultado sería como mínimo grotesco. Pues bien, algo parecido ocurre con los debates que se han producido recientemente en torno al sorteo como mecanismo de selección en Podemos. Torpemente se espera que al tomar –de manera aislada– este elemento  del entramado socio-político ateniense se produzcan hoy unos resultados similares a los que este generaba antaño. Si una bonita cúspide sobre un montón de barro no genera una nueva Torre Eiffel, el sorteo sin las condiciones sociales y económicas de hace siglos no produce virtud. Más bien al contrario.

La polis ateniense era una comunidad pequeña y muy homogénea, al menos para quienes tenían el privilegio de ser ciudadanos, que no eran muchos. Así que en esas condiciones no parecía mala idea utilizar el sorteo para elegir a ciertos cargos y evitar así que una pequeña minoría (la aristocracia) se hiciera con el poder. El objetivo último de todo esto era evitar que se disfrazase como bien común aquello que no era más que intereses particulares. Algo parecido a lo que hoy llamaríamos evitar la corrupción. La premisa detrás de este razonamiento –y que no se suele contar– es que cualquiera que no fuese aristócrata estaría en condiciones de velar por el interés de todos. ¿Por qué? Porque los intereses (económicos) de los no aristócratas eran prácticamente los mismos. La persona que sea capaz de trasladar esta premisa a la contienda política actual simplemente miente.

Cambiemos intereses por posicionamientos ideológicos y circunscribamos el sorteo a una organización política. ¿Cualquiera de sus simpatizantes podría ser la voz de todas las posiciones ideológicas? Quizá exista algún superhéroe capaz de anular los cortocircuitos mentales que debe producir defender al mismo tiempo una idea y la contraria, pero como el objetivo al diseñar instituciones políticas no es la de confiar en superhéroes sino la de encontrar mecanismos que permitan que un mortal corriente no se corrompa, la prudencia nos dice que igual con el sorteo nos fallase algo. Pensemos en un tema controvertido como la legalización de la prostitución e imaginemos que en la organización el 60% de sus integrantes está a favor, el 38% en contra y un 2% defiende la persecución penal de los clientes. Si esta contase con cargos representativos obtendría una dirección que reflejara la pluralidad de opiniones. Incluso permitiría que ese 2% se constituyese como corriente minoritaria y tuviese también voz. Al fin y al cabo un peligro de la democracia es la tiranía de la mayoría, así que proteger a las minorías parece una buena idea. Sin embargo, si optase por el sorteo para elegir a sus directores de orquesta la minoría casi seguro que no tendría voz alguna. En el caso de que la organización quisiera mezclar representación y sorteo obtendría una situación paradójica. Aunque la minoría quedase protegida por algún mecanismo concreto, sería la opción mayoritaria la que acabaría con una notable sobrerrepresentación: la parte representativa les daría lógicamente más cargos, ¡pero es que la parte elegida por sorteo también!, ya que por una cuestión de probabilidad el sorteo beneficia a los que son más. En definitiva obtendrían más puestos de dirección tanto por la vía de la representación como por la del sorteo. Epic fail. Adiós pluralidad.

Si el objetivo del sorteo es evitar la corrupción de los cargos quizá sea una buena idea pensar detenidamente qué es la corrupción hoy y cómo podemos evitarla. Porque si nos dedicamos a buscar inspiraciones históricas sin la adecuada contextualización lo más probable es que generemos problemas mayores que los que tratamos de solucionar. Vivimos un momento político apasionante que nos pertenece exclusivamente a nosotros y que nos obliga a estar a la altura. Pensemos e imaginemos qué mundo nos gustaría vivir porque el futuro será nuestro, no de los que ya pasaron por aquí.

 

Imagen: Discurso fúnebre de Pericles, de Philipp Von Foltz