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Terror
Resulta difícil, extremadamente imposible, estar a la altura de la Historia constantemente. Casi a diario aparecen en los periódicos hitos históricos que colman las tertulias y los telediarios de sesudas reflexiones acerca de lo irrepetible de tal o cual evento concreto. Pareciese que la espectacularidad de estar vivos, de la cotidianidad de la vida, se hubiese colado en las parrillas televisivas como si viviésemos en la época del humanismo más virtuoso que celebra el tempus fugit.
Sin embargo, la realidad parece convenir que la cotidianidad ha de recorrer caminos extraños que poco o nada tienen de cotidiano, y de ahí lo irrepetible de la historia, de cada evento histórico que se asoma a nuestras pantallas. ¿Cuál será el próximo hito de la Historia que me deparará el día? ¿Cómo habré de reaccionar ante la imposibilidad de que algo así vuelva a repetirse? ¿Qué comunidad de referencia he de escoger para cerciorarme de la trascendencia de este momento?
Si algo nos conmueve de una situación como esta, no es tanto la sensación de vivir un tiempo irrepetible como la de que hay algo que no se ajusta bien, como si hubiese un fuerte desfase entre lo que experimentamos y la narrativa en la que nos hemos instalado sobre lo que experimentamos. Una suerte de anomia social que se instala en nuestro ánimo más allá de la fragmentación social, una especie de incomprensión sobre nosotros mismos en relación al mundo. Cada evento histórico ha de estar rodeado de un halo de espectacularidad que nos recuerde su carácter irrepetible y su importancia. A su vez, esta narrativa ahonda en nuestra anomia social y –permítanme la expresión– espiritual, haciendo que nuestra percepción de las cosas se vuelva aún más solitaria, quizá más cínica, ante la Historia.
Lo que ocurre en el mundo y lo que realmente nos ocurre en lo cotidiano parecen estar unidos tan sólo por una serie de finas capas de fuegos artificiales que nos se nos presentan tan lejanas como sorprendentes. Todo está mediado por una sensación de incomprensión que somos incapaces de abordar de una manera racional. Si de algún modo podemos incluir en nuestra experiencia diaria esta cantidad de eventos espectaculares e irrepetibles es mediante la conmoción colectiva, mediante la movilización de las emociones desde lo social a lo individual. Y la dirección de este camino es importante, ya que somos incapaces de sentir la Historia por nosotros mismos. No tendríamos la capacidad ni las ganas de interiorizar todo lo que ocurre en el mundo si no fuera porque la narrativa que lo rodea nos da las emociones que hemos de compartir. Esto tenía antaño un nombre, duelo, y estaba muy codificado socialmente: cómo vestir, actuar y representar las emociones que nos debían embriagar ante un evento histórico para nuestras vidas. Y este carácter histórico del evento vital era bien conocido por el resto de nuestros compatriotas –ya sea la comunidad de referencia la familia, los amigos o el pueblo–, pues este saber compartido sobre cómo emocionarse ante lo que ocurre es lo que permitía superar, de algún modo, esa anomia social inevitable del mundo moderno.
Estos códigos sociales sobre cómo emocionarnos han pasado a un segundo lugar. No podía ser de otra manera. Si las comunidades de referencia son importantes para saber cómo velar el duelo, no es de extrañar que, cuando la Historia nos acorrala a cada momento, los códigos asociados a la comunidad desaparezcan y nos obliguen a pensar unos nuevos que estén a la altura de la cotidiana singularidad del evento. Aunque sea mentira ya que mañana, esta tarde, dentro de un rato, un nuevo episodio de la Historia nos obligará a sobrecogernos y a asumir nuestro papel irrelevante en el mundo.
La paradoja de todo esto es que cada evento, en su propia espectacularidad, forma su comunidad de referencia en torno a la cual fraguar los códigos del nuevo duelo o júbilo. El amigo-enemigo del que nos habló Carl Schmitt ya no se fragua sobre el poder del soberano, sino ante aquellos que han de tomar las riendas para dar forma a las emociones que deben respetar los nuevos súbditos. Si usted no es capaz de emocionarse correctamente ante la Historia es sospechoso de pertenecer al bando equivocado, y eso puede suponerle la inclusión en la lista de los enemigos de un soberano líquido que se cuela en la tiranía de la cotidianidad. Si en algo consiste el terror es precisamente en la interiorización de esta imposibilidad de emocionarse correctamente.
Terror
Resulta difícil, extremadamente imposible, estar a la altura de la Historia constantemente. Casi a diario aparecen en los periódicos hitos históricos que colman las tertulias y los telediarios de sesudas reflexiones acerca de lo irrepetible de tal o cual evento concreto. Pareciese que la espectacularidad de estar vivos, de la cotidianidad de la vida, se hubiese colado en las parrillas televisivas como si viviésemos en la época del humanismo más virtuoso que celebra el tempus fugit.
Sin embargo, la realidad parece convenir que la cotidianidad ha de recorrer caminos extraños que poco o nada tienen de cotidiano, y de ahí lo irrepetible de la historia, de cada evento histórico que se asoma a nuestras pantallas. ¿Cuál será el próximo hito de la Historia que me deparará el día? ¿Cómo habré de reaccionar ante la imposibilidad de que algo así vuelva a repetirse? ¿Qué comunidad de referencia he de escoger para cerciorarme de la trascendencia de este momento?
Si algo nos conmueve de una situación como esta, no es tanto la sensación de vivir un tiempo irrepetible como la de que hay algo que no se ajusta bien, como si hubiese un fuerte desfase entre lo que experimentamos y la narrativa en la que nos hemos instalado sobre lo que experimentamos. Una suerte de anomia social que se instala en nuestro ánimo más allá de la fragmentación social, una especie de incomprensión sobre nosotros mismos en relación al mundo. Cada evento histórico ha de estar rodeado de un halo de espectacularidad que nos recuerde su carácter irrepetible y su importancia. A su vez, esta narrativa ahonda en nuestra anomia social y –permítanme la expresión– espiritual, haciendo que nuestra percepción de las cosas se vuelva aún más solitaria, quizá más cínica, ante la Historia.
Lo que ocurre en el mundo y lo que realmente nos ocurre en lo cotidiano parecen estar unidos tan sólo por una serie de finas capas de fuegos artificiales que nos se nos presentan tan lejanas como sorprendentes. Todo está mediado por una sensación de incomprensión que somos incapaces de abordar de una manera racional. Si de algún modo podemos incluir en nuestra experiencia diaria esta cantidad de eventos espectaculares e irrepetibles es mediante la conmoción colectiva, mediante la movilización de las emociones desde lo social a lo individual. Y la dirección de este camino es importante, ya que somos incapaces de sentir la Historia por nosotros mismos. No tendríamos la capacidad ni las ganas de interiorizar todo lo que ocurre en el mundo si no fuera porque la narrativa que lo rodea nos da las emociones que hemos de compartir. Esto tenía antaño un nombre, duelo, y estaba muy codificado socialmente: cómo vestir, actuar y representar las emociones que nos debían embriagar ante un evento histórico para nuestras vidas. Y este carácter histórico del evento vital era bien conocido por el resto de nuestros compatriotas –ya sea la comunidad de referencia la familia, los amigos o el pueblo–, pues este saber compartido sobre cómo emocionarse ante lo que ocurre es lo que permitía superar, de algún modo, esa anomia social inevitable del mundo moderno.
Estos códigos sociales sobre cómo emocionarnos han pasado a un segundo lugar. No podía ser de otra manera. Si las comunidades de referencia son importantes para saber cómo velar el duelo, no es de extrañar que, cuando la Historia nos acorrala a cada momento, los códigos asociados a la comunidad desaparezcan y nos obliguen a pensar unos nuevos que estén a la altura de la cotidiana singularidad del evento. Aunque sea mentira ya que mañana, esta tarde, dentro de un rato, un nuevo episodio de la Historia nos obligará a sobrecogernos y a asumir nuestro papel irrelevante en el mundo.
La paradoja de todo esto es que cada evento, en su propia espectacularidad, forma su comunidad de referencia en torno a la cual fraguar los códigos del nuevo duelo o júbilo. El amigo-enemigo del que nos habló Carl Schmitt ya no se fragua sobre el poder del soberano, sino ante aquellos que han de tomar las riendas para dar forma a las emociones que deben respetar los nuevos súbditos. Si usted no es capaz de emocionarse correctamente ante la Historia es sospechoso de pertenecer al bando equivocado, y eso puede suponerle la inclusión en la lista de los enemigos de un soberano líquido que se cuela en la tiranía de la cotidianidad. Si en algo consiste el terror es precisamente en la interiorización de esta imposibilidad de emocionarse correctamente.