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En defensa del cuñado

De la tecnocracia también se puede salir
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“La oposición de un elemento frente a otro en una misma sociedad no es un factor meramente negativo, aunque sólo sea porque muchas veces es el único medio que hace posible la convivencia con personalidades propiamente intolerables. Si no tuviéramos fuerza y derecho que oponer a la tiranía y al egoísmo, al capricho y a la falta de tacto, no soportaríamos relaciones tan dolorosas, sino que nos veríamos impulsados a recursos de desesperación, que ciertamente destruirían la relación, pero precisamente por eso no serían lucha.
G. Simmel

En Los empleados, Siegfried Kracauer hacía una crítica a todos aquellos que desatienden las dinámicas de la vida cotidiana, dado que al hacerlo producían una crítica cultural que se quedaba solamente en los síntomas (las grandes sacudidas) en lugar de rastrear, como él pretendía, el origen de los problemas del presente en la aparentemente insípida cotidianidad, “en la secuencia de pequeños acontecimientos en que la vida social habitual consiste”; si estos críticos lograran penetrar con sus análisis en la “estructura de la realidad” avanzarían en la buena dirección. Parte de esos pequeños acontecimientos, de esas dinámicas de la vida cotidiana, son, como es evidente, las cosas que decimos; especialmente cuando enunciamos las cosas que se dicen en un determinado momento, y usamos, por tanto, fórmulas estereotipadas.

Habitar un entorno sociocultural supone ser también habitado al mismo tiempo y hasta cierto punto por tal entorno. Los dichos frecuentes, los refranes y las fórmulas aprendidas, y repetidas una y otra vez, son, por decirlo así, el fondo de pantalla de nuestras ideas. Ya advertía Ortega, en Ideas y creencias, que las ideas se tienen y en las creencias se está. Así que pasamos cierto tiempo en nuestras creencias, y éstas aparecen cristalizadas en dichos y refranes que constriñen nuestro pensamiento. Obviamente, con el paso del tiempo esas creencias de sentido común se van modificando o desaparecen, y también surgen nuevas aquí y allá. En la terminología de Ortega, las ideas exitosas devienen creencias. Algunas de estas ideas, por tanto, pasan a formar parte del acervo común de conocimiento, de las cosas que se saben, de las cosas que todo el mundo sabe y debe saber en un determinado entorno sociocultural. Es parte del espacio cognitivo compartido de sentido común, que cumple una función esencial para la vida social, como mostró Garfinkel y ha subrayado Jonathan Turner: proporcionar un sentido de facticidad, un sentido de realidad estable y reconocible[1]. Es, expresado de otra manera, el agua por la que preguntaba el célebre pez de Foster Wallace[2]. Claro que el agua está llena, como sabemos, de estructuras alienantes y creencias que no fomentan la vida emancipada, sino más bien lo contrario. No siempre somos conscientes de ello, claro, porque a veces un dicho o una broma parecen ser solamente eso y nos niegan su significado profundo. Por eso es crucial la crítica de tales creencias cuando son dañinas y perjudiciales, y por eso voy a tratar de desenmarañar lo que se esconde y los peligros que se encierran, a mi modo de ver, bajo una de estas creencias que circula en nuestra sociedad.

Es preocupante, como digo, el actual ascenso de una de estas expresiones; me refiero, en concreto, a una que aparece como broma, pero que esconde un elitismo tecnocrático de aire decimonónico potencialmente muy peligroso. Se trata del, aparentemente banal, “cuñadismo”. La expresión “X es un cuñao”, por ejemplo (a poder ser sin la preceptiva “d”). El cuñado ejemplifica, en este registro jocoso, a alguien que opina sin tener conocimiento, sin saber realmente de lo que está hablando. Se trata de una persona que va diciendo cosas por ahí, sin mucho criterio, repitiendo lo que ha oído, despachando sin respaldo empírico sus afirmaciones. Se hace eco, por tanto, de lo que se dice equivocadamente sobre tal o cual asunto (es decir, actúa enunciando una creencia que carece de fundamentación en la realidad, y además desconoce el asunto en profundidad). Decía hace poco Jorge Galindo[3] que todos somos cuñados en algún momento, y también que se utiliza esta expresión con un afán descalificador sin freno. Estoy de acuerdo en ambas cosas, pero además en estas líneas voy a negar la mayor con un enfoque diferente. Superemos la idea de que el cuñado siempre es el otro; a poder ser un otro con el que discrepamos ideológicamente. Lo que hay de fondo, me parece, es una contraposición entre el cuñado y el experto. El experto es el que posee el conocimiento de algún particular “sistema experto”, por decirlo con Giddens, que ante los demás aparece, pues, como una caja negra. Por su propia caracterización, el experto es un experto en algo (en lo que sea) y es, por tanto, uno más cuando se aborda cualquier tema que no sea de su especialidad. Él o ella poseen el conocimiento de algún campo del que los demás —los no expertos, los legos— carecen. El experto que domina su sistema experto —y no en otra cosa consisten las disciplinas académicas— puede presentarse como el único capaz de hablar de manera autorizada sobre su ámbito concreto de especialización. Todo estupendo, sin duda, desde la lógica del mercado laboral (que nos prefiere estratificados y que reclama insistentemente al sistema educativo la formación de expertos), pero mucho más problemático si de lo que hablamos es de ciudadanos que deberían ser capaces de deliberar y tomar decisiones.

La relación entre un experto y un lego puede presentarse de varias maneras: mediante la humillación (no sabes nada), mediante la condescendencia, mediante la pedagogía (yo te enseño) o mediante el diálogo. Parece claro que es la descalificación graciosilla la que suele adoptarse con cierta frecuencia últimamente. En cualquier caso, no parece fácil ni ha sido frecuente que se establezca una relación de igual a igual entre dos individuos que comparten y discuten puntos de vista, cuando cada uno de ellos domina saberes diferentes. Pero claro, los conocimientos técnicos se plantean como conocimientos arcanos, para iniciados, opuestos con frecuencia al sentido común. Ahí está la gracia, y también, como suele suceder, el negocio. Aunque, haciendo un esfuerzo, de la asimetría también se puede salir; como muestra, por ejemplo, la “sociología pública” defendida por Burawoy[4].

La exaltación de los expertos tiene como principal consecuencia sociopolítica, a mi modo de ver, disminuir a los legos, desarmarlos, silenciarlos, porque ellos no saben lo que el experto sabe y, por tanto, lo mejor que pueden hacer es sentarse en la mesa de los niños, comer con la boca cerrada y no hacer demasiado ruido. Hemos llegado al punto en el que asistimos a la proliferación de recetarios (elaborados supuestamente por expertos) para hacer frente a conversaciones con legos, con no expertos, sobre temas controvertidos. Ejemplos no faltan. El argumentario nos indica qué debemos decir, cómo son de verdad las cosas, no tanto con una intención pedagógica (explicarnos algo que desconocíamos) como con la intención de contrarrestar los argumentos de los otros, arrojándoles los datos precocinados de rigor. Los recetarios son, por supuesto, acciones políticas para defender posiciones ideológicas, basadas, eso sí, en una determinada interpretación de ciertos datos, por lo que tienen una cierta relación con la realidad. Pero no los hemos pensado nosotros, nos son impuestos, vienen de fuera, vienen del mismo lado que las creencias, a veces, o aspiran a convertirse en creencias, en otras ocasiones. Y, en muchos casos, no tenemos el tiempo o las capacidades necesarias o, simplemente, no sentimos la necesidad de examinar la forma en que se han generado y analizado tales datos. Para nosotros son argumentos de autoridad expresados por personas o instituciones que tienen legitimidad para hacer tales afirmaciones. Y eso nos permite sentirnos seguros, y nos motiva, tal y como se nos recomienda, a lanzar tales argumentos en una discusión. Pero puede suceder que el otro haga lo propio, conceptualizándonos a nosotros como cuñados, y nos estampe en la frente su argumentario. Entonces se pasaría, idealmente, a defender y cuestionar, alternativamente, los datos (su fuente, la metodología que se empleó, etc.) del otro; aunque ese escenario es ya poco probable porque la calificación del otro como cuñado, su reducción a una figura grotesca, implica su completa descalificación y la descalificación del argumentario que nos ha estampado en la frente.

El problema es que determinadas cuestiones —realmente las más importantes y trascendentes para nuestras vidas— no se pueden dilucidar científica y técnicamente, sino que son, en esencia, cuestiones políticas. Como escribía el recientemente fallecido Ulrich Beck, en La sociedad del riesgo (1986), en un contexto en el que los riesgos son difícilmente calculables, lo que se precisa es una democratización radical: una extensión de la democratización a la ciencia, a la técnica, a la economía, a la administración (y habría que añadir, claro, que una democratización de la democracia tampoco nos vendría mal). La decisión de situar un cementerio nuclear o de construir una central nuclear no es una cuestión técnica (aunque, por supuesto, es técnico su desarrollo concreto). Este es un asunto muy viejo. La tecnocracia contra la democracia. Especialistas sin espíritu, decía Weber, gozadores sin corazón. Es preciso, pues, reconceptualizar el asunto: no se trata de confrontar a los expertos con los cuñados, sino que lo que tienen enfrente es a los ciudadanos, a la gente. Y claro que necesitamos datos e informes elaborados por expertos para poder tomar decisiones, igual que necesitamos oír la voz de los no expertos y de todos, cada uno aportando lo que quiera y pueda; pero, al final, las decisiones son políticas. No creo que sea muy polémico afirmar que en este país necesitamos más debate público, y que se incluyan más voces, que no sean silenciadas de manera brutal y sin más argumentos que una descalificación grosera. Y esto implica tratar de conceder el derecho a tener voz a todos y todas, y, por supuesto, una vez escuchada esa voz se puede y se debe rebatir y discutir lo que sea preciso.

Todavía es más viejo disfrazar la ideología de conocimiento experto. Y, claro, la desigualdad. Recuerdo siempre un fragmento del documental La toma (A. Lewis, 2004) en el que una de las trabajadoras de la fábrica textil Brukman, recuperada por los trabajadores tras la espantada del capital especulador, al ser preguntada por Naomi Klein sobre cómo se están organizado, dice:

“Estamos pagando un salario justo, te diría, para todos. Lo hablamos en general: hay tanta plata, se va a dar tanto, tanto se va a guardar. Y, bueno, para nosotros, como obreros, la cuenta es fácil. Yo no entiendo por qué para los patrones es tan difícil repartir, comprar y pagar cuentas. Para mí es fácil: se suma y se resta”.

La no experta, la que se supone que no sabe, dice: se reparte, se suma y se resta; mientras que el experto, el no cuñado, nos dice que hay que bajar salarios, cerrar la fábrica y deslocalizar, y despedir a todo el mundo. El mundo de los expertos puede operar como un ámbito que justifica la desigualdad, por un lado, al tiempo que disfraza las decisiones ideológicas, por el otro. Todos los expertos lo saben. El menosprecio a los cuñados es el menosprecio a la gente que expresa sus opiniones, que tiene derecho a pensar, a proponer, a deliberar y a ser escuchada. La artificial oscuridad del lenguaje de los expertos, junto con la afirmación de la excesiva complejidad del sistema experto que sea, son dos formas de arrebatar a la gente la posibilidad de tomar decisiones que afectan directamente a sus vidas y a las vidas de los demás. Es, claramente, una dinámica de exclusión, de eliminación de los otros. Escribía Félix Ovejero que la deliberación democrática se ve imposibilitada cuando opera la “triple I”: es decir, cuando todos los demás son considerados imbéciles, ignorantes o inmorales, y son, por tanto, eliminados como interlocutores[5]. Cuando opera el mecanismo ideológico de la descalificación de los legos, los no expertos son eliminados de la conversación antes incluso de sentarse en la silla, por su propia cualidad de cuñados. Además, tal cualidad —parecen decirnos— es culpa suya, porque cualquiera podría investigar y documentarse sobre cualquier tema antes de emitir una opinión o un juicio político.

Por supuesto, los no expertos tienen derecho a equivocarse —igual que los expertos, que se equivocan con mucha frecuencia, con consecuencias a veces devastadoras para la gente común e incluso para ellos mismos, y que, en otras ocasiones, investidos de su autoridad de expertos se lanzan a expresar opiniones sobre cuestiones que no son de su especialidad—. Entiendo la reacción que es, en parte, generacional, frente a la impotencia que genera el desprecio (con respecto a los otros, pero también con respecto a la realidad) de algunos de aquellos que han tenido voz hasta ahora, y algunos que la siguen teniendo: políticos, tertulianos, periodistas, académicos, escritores, etc. Y sé que hay gente bienintencionada que maneja esta expresión y que entiende este tipo de descalificación como una reacción subversiva (desde abajo) frente a los que ostentan la voz y el poder. Sin embargo, esta lógica tiene un efecto boomerang que potencialmente dificulta la participación de la gente en los debates públicos, pues lo que hay en juego aquí no es la (muy sana) ridiculización de algún poderoso injusto que miente descaradamente, sino la desactivación política de la gente, convertidos todos en cuñados. Esto motiva la consiguiente suplantación de esas voces apagadas por las opiniones de los expertos. La respuesta, creo, no está en el desprecio generalizado a la gente, ni en la (enésima) idealización de los expertos (con sus números, tablas y datos, con sus citas eruditas). Parte de la respuesta quizá resida en el enfoque, en no repetir ese mismo desprecio (desde arriba) con triquiñuelas, manipulaciones, juego sucio de tercera, pero sobre todo en evitar que algunos se crean con derecho a todo frente a los otros (tanto desde arriba como desde abajo). Y quizá, también, en la prudencia, en el debate calmado e inclusivo que no descalifique a priori, que no expulse con tanta facilidad a la gente, que se oponga, como decía Simmel, al capricho, al egoísmo y a la tiranía, y que no deje de examinar críticamente lo que cualquiera —sea experto o lego— expone.

 
La portada es un detalle del personaje Lucy de la tira Peanuts, creada por Charles M. Schulz. La tira que aparece más abajo fue publicada el 15 de enero de 1970. © Peanuts, by Schulz.
 

[1] H. Garfinkel (2006/1967), Estudios en Etnometodología. Barcelona: Anthropos. J. H. Turner (1988), A Theory of Social Interaction. Stanford: Stanford University Press.

[2] Álvaro Marcos resume aquí la fábula del pez: https://elestadomental.com/revistas/num4/que-cono-es-el-agua. La conferencia entera puede consultarse aquí: https://www.youtube.com/watch?v=TwzEZPLisBM.