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No aceptaré tu servidumbre

Sobre la gobernabilidad y la obediencia
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“... no hay nadie que no te haya encontrado imperfecto, sólo yo no hallo en ti imperfecciones,
no hay nadie que no haya querido esclavizarte, yo soy el único que no aceptará tu servidumbre,
yo soy el único que no te impone señor, ni dueño, ni superior, ni Dios, fuera de los que hay intrínsecamente en ti mismo.”
Walt Whitman

 

La vida es muy complicada. En su Identity Theory (2009), Burke y Stets incluyen una frase que suelo citar cada vez que tengo ocasión. Tras desplegar todos sus estudios empíricos de psicología social y defender su posición en un momento parecen flaquear y, con mucha inteligencia, llegan a una conclusión que es bien sabida por todos: la vida es muy complicada. Sí, eso escriben Burke y Stets, profesores de la Universidad de California con una larga trayectoria académica e investigadora, en un trabajo que precisamente trata de entender, nada menos, cómo se comportan los individuos y cómo gestionan sus identidades. La vida es muy complicada; una frase que todos hemos dicho mil veces y que hemos oído otras tantas; un tópico que nos sirve un poco de comodín para todo, para cerrar una conversación, para explicar una conducta, para darnos ánimos ante una adversidad. Y es bien certera la frase porque, efectivamente, la vida es muy complicada. Por eso desconfío de los análisis y de las teorías que culpabilizan o menosprecian a la gente, o hacen caer sobre los individuos un peso excesivo. Por un lado, nunca he entendido cómo es posible atraer a la gente a posiciones políticas emancipadoras mediante el insulto: la gente está alienada, la gente no se entera, la gente está manipulada. Todos, por supuesto, excepto quien enuncia estas frases descalificadoras y sus cinco amigos. Por otro lado, es profundamente injusto responsabilizar a aquellos que carecen de alternativas, poder, fuerza o capacidad para resistir. Porque la vida es muy complicada. Y no, no siempre es posible hacer frente a determinadas situaciones.    

Si la gente obedece y se conforma es, en parte, porque los que mandan, los que tienen poder, les obligan de muy diversas maneras a hacer o decir cosas que no querrían hacer o decir y que no harían ni dirían si, verdaderamente, dependiera de ellos, o si las consecuencias de no obedecer y no conformarse no fueran tan devastadoras. No me refiero solamente a los políticos y a la política institucional, sino a todos aquellos que tienen poder en cualquier situación social, en cualquier microespacio social, en la oficina, en la carretera, en una conversación informal. Emma Goldman abría su artículo “Anarquismo: lo que significa realmente” con un poema de John Henry Mackay que finalizaba así: “¡Soy un anarquista! Por lo que / no reinaré, y tampoco reinado seré”. No queda tan claro que no vayamos a ser reinados –a la fuerza ahorcan, por usar otra frase de sentido común–, y no sé cómo le fue a Mackay en su empeño, pero lo que sí es bastante evidente es que podemos renunciar a reinar. Al menos, a reinar despóticamente en la vida cotidiana imponiendo servidumbres.                 

Es poco frecuente que las cosas sucedan como en una partida de ajedrez. Un peón se come a una reina; otro peón se come a una torre. En realidad, en la vida real, las cosas se parecen más a las partidas de Stratego. Quizá lo recuerden: el Stratego era un viejo juego de mesa, a mitad de camino entre el ajedrez y una partida a la carta más alta, en el que se enfrentaban dos ejércitos y las piezas se dividían por rangos, como corresponde a los ejércitos. Tú podías ver a tus soldados que mostraban, sin embargo, la espalda a tu rival, de modo que el otro no sabía nunca si quien se aproximaba a una de sus piezas era un soldado raso o un coronel. Cada pieza, los soldados rasos, los sargentos, los coroneles, tenían una fuerza diferente y al enfrentarse el que tenía más graduación eliminaba al que tuviera menor graduación. En una partida de Stratego un soldado raso pierde siempre que se cruza con un coronel. Son las reglas del juego y simplemente el coronel puede más que el soldado raso, igual que sucede cuando jugamos a la carta más alta. No es, claro, muy edificante, pero la vida cotidiana en nuestras sociedades se parece más al Stratego que al ajedrez. Como dice la célebre parábola de los talentos: “a todo el que tiene se le dará y le sobrará, pero al que no tiene, se le quitará hasta lo que tiene”. Claro que esto no significa que no se pueda hacer nada, y que nunca un soldado raso haya podido con un coronel, pues sabemos que hay muchas ocasiones en las que esto sucede; y entonces, cuando algo así tiene lugar, lo celebramos y convertimos en héroes y heroínas a esas personas. Pero, lamentablemente, por cada Rosa Park tenemos cientos de individuos anónimos sometidos injustamente, castigados arbitrariamente, marginados y excluidos, silentes y asustados.     

       

Así que, ya lo sabemos, la vida es muy complicada y existe desigualdad y dominación en las relaciones microsociales (unos tienen la carta más alta y otros no), y la gente se ajusta y obedece y, sobre todo, hace lo que puede en estas complejas y problemáticas situaciones. La simple supervivencia y el hacer lo que se puede debería ser motivo de celebración; especialmente cuando los individuos están en condiciones adversas, como decía Lucille Clifton en su magnífico poema won't you celebrate with me[1]: cuando cada día algo ha intentado acabar con ellos y, sin embargo, no lo ha logrado. Deberíamos, creo, mirar al poder y a los micropoderes cotidianos, a aquellos que los ostentan y a las formas de ejercerlos. Son ellos los que provocan, aunque solo sea en parte, que los demás se conformen, se ajusten, obedezcan. Es preciso, por tanto, cambiar el foco; hay que mirar arriba en lugar de mirar abajo. No negaré, pues sería insensato, nuestra “colaboración” en estos procesos, dado que, como decía Lefebvre, contribuimos a hacer, más o menos conscientemente, de lo cotidiano un “espacio-tiempo de la autorregulación voluntaria y planificada”. Pero no es mi intención transitar ese espacio, pues donde quiero poner el foco es en la importancia que tiene la forma de desempeñar el poder por parte de aquellos que lo poseen. Y los micropoderes, como sabemos, están mucho más repartidos que el poder estrictamente institucional, pues quienes dominan en algunas situaciones son dominados en otras, así que aquí el intercambio de posiciones es mucho más habitual. No hay un ellos (poblado por malvados individuos) y un nosotros (de seres beatíficos e inocentes); o, por lo menos, no hay un “ellos y nosotros” absoluto, pues a veces somos ellos y otras veces formamos parte de ese nosotros. De modo que podríamos decir que cuando ocupamos posiciones de poder somos nosotros quienes forzamos, en buena medida, la obediencia de los demás, y conseguimos que los demás sean dóciles y terminen por ajustarse a las expectativas, renunciando así a sus capacidades y a su libertad. Lo hacemos nosotros, a veces, y, en otras ocasiones, nos lo hacen a nosotros.                  

En lugar de insistir en la heroicidad personal (que pone el foco en los que obedecen y, a veces, en los mecanismos para la emancipación), quizá haríamos mejor si pensáramos en la autolimitación (y poner el foco en los que mandan) cuando ocupamos espacios en los que, por la razón que sea, poseemos poder sobre los otros. Inevitablemente la autolimitación debe ir acompañada por la vigilancia mutua y la limitación externa, cuando la primera no esté funcionando efectivamente, lo que ocurre con demasiada frecuencia. Pero, claro, la vigilancia mutua solamente puede funcionar cuando el vigilado y el vigilante tienen la misma posición, la misma fuerza, el mismo poder. Sólo entre iguales es posible la vigilancia mutua. En La carretera, Cormack McCarthy –y así se recogió también en la excelente adaptación cinematográfica de la novela (con guión de Penhall y dirigida por John Hillcoat)– planteaba este problema de una manera genial. Como recordarán, el protagonista y su hijo experimentaban una serie de peripecias en su recorrido por un escenario post-apocalíptico, plagado de caníbales cuasi-zombies y amenazas, preguntándose constantemente sobre la dimensión moral de sus acciones: ¿todavía llevamos el fuego? ¿Llevamos el fuego después de abandonar a un individuo ciego a su suerte en ese mundo hostil e inhabitable? En El alma buena de Sezuán, Brecht usaba una metáfora similar cuando los dioses que bajaban para examinar el mundo humano, con la intención de ver hasta qué punto la bondad era posible, acaban despidiéndose de Shen Te de la siguiente manera:     

                                  

 "Y ahora –a una señal comienza a oírse música.
Surge una luz rosada
– volvamos a casa. Este pequeño
mundo nos ha retenido mucho. Sus alegrías y penas nos
han animado y dolido. No obstante allí sobre las estrellas,
pensaremos en ti con agrado, Shen Te, alma buena que
das aquí testimonio de nuestro espíritu y en la fría
oscuridad llevas tu lamparita. ¡Adiós y suerte!"

 

La cuestión, por tanto, no está en intentar explicar la obediencia, sino en tratar de reflexionar sobre el uso del poder. A mi modo de ver, la clave no está en quien obedece, sino en aquellos que cuando ocupan espacios de poder lo ejercen de manera vertical y despótica e impiden la autonomía y el oxígeno a los demás. Pero también son esenciales las situaciones y los escenarios sociales, pues están dotados de un determinado diseño que puede empujar hacia un lado o hacia otro. En escenarios sociales en los que se estimula la obediencia, se controla la disidencia, y se castiga el simple cuestionamiento de alguna decisión o de alguna posición, en diseños situacionales en los que el trato que se ofrece es o servidumbre o nada, la no conformidad no solamente es temeraria y, a veces, insensata, sino que es, lógicamente, infrecuente y escasa. La lamparita en la oscuridad se convierte en una carga excesiva y demasiado pesada, y puede, incluso, reforzar y mantener la dominación. A veces, como se plantea en La carretera o como relataba Primo Levi en las páginas más duras de Si esto es un hombre, desobedecer la norma exige un sacrificio absoluto. Cuando la no conformidad está desincentivada situacionalmente esa falta de incentivos no es, probablemente, atribuible enteramente a aquellos que ocupan/ocupamos momentáneamente posiciones de poder, pero sí es, al menos, reforzada y actuada cotidianamente por ellos/por nosotros. No sería tan interesante, entonces, preguntarnos por qué son/somos tan obedientes –porque a la fuerza ahorcan–, como más bien afrontar la cuestión desde el otro punto de vista: cuando ocupamos posiciones de poder, en nuestra vida cotidiana, ¿actuamos de este modo? Y, también, ¿esta situación concreta, en la que participo y de la que soy parte, posibilita la no conformidad? Y, sobre todo, ¿se podría diseñar esta situación de otra manera?    Deberíamos, creo, repetir con Whitman: “no aceptaré tu servidumbre”. Y no la aceptaré ni la impulsaré ni la favoreceré seas quien seas.           


[1]    https://www.youtube.com/watch?v=XM7q_DUk5wU

 

Las imágenes son figuras de la lotería popular mexicana, que funciona como un bingo.