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Soy descendiente de Carlomagno
Primeras líneas en los libros de Ciencias Sociales
Es frecuente recordar los comienzos de las grandes obras literarias, deleitarse en ellos, repetir sus palabras con exactitud de relojero. La genialidad está, dicen algunos, en el inicio de los relatos y de las novelas, en los primeros versos de un poema, dado que es ahí, en esas primeras líneas, en las que se marca el tono y se define la voz, se presenta la trama o se ubica, se muestra algo del misterio que se abordará, se plantean el ritmo y la perspectiva. Pocos son, sin embargo, los que recuerdan las primeras frases de las grandes obras de las Ciencias Sociales, y probablemente haya buenas razones para ello: los textos no suelen ser tan populares ni sus primeras palabras tan brillantes y cautivadores; de hecho, tampoco se les requiere tanta elaboración, pues se entiende que el lector continuará leyendo por más que se le torture retóricamente, las frases se sucedan como ecuaciones matemáticas y el autor, como decía Latour, se exprese como si fuera Dios quien le estuviera dictando los diez mandamientos o como si fuera la ciencia misma hecha carne y no él quien hablara[1]. Pero, alguien tiene que decirlo, los que nos dedicamos a leer estos textos también somos seres humanos y agradeceríamos, estimados colegas, que cuidaran, aunque sea solamente un poco, el lenguaje y las formas de expresión. Con todo, es de justicia reconocer que los textos clásicos presentan inicios más elaborados –lo que se puede hacer extensivo, en lo que se refiere al lenguaje, a los textos en su totalidad–, y el resultado es que algunos de ellos son simplemente geniales y unos pocos, también, han pasado a ser bien conocidos, repetidos y citados. Un buen comienzo puede atraer a un nuevo lector, del mismo modo que invitar a una relectura, o nos puede llevar durante unos minutos a rememorar la obra completa.
Hay varias fórmulas que se repiten en las frases que suelen abrir este tipo de textos: la presentación de la tesis central; la crítica a la manera en que otros (desde otras disciplinas, desde la propia disciplina o la gente en general) han abordado las cosas hasta entonces; y el planteamiento de un preámbulo en tono personal, que explica las razones por las que se convirtió en algo ineludible la necesidad de escribir el artículo o el libro en cuestión. A veces se combina una o varias de esas tres formas con un golpe en la mesa, por decirlo así, una explosión de rabia o de denuncia, una crítica casi gritada, y es ahí cuando nos parece entrever, entre las líneas y las palabras, la mirada de espanto, de estupor, de angustia o de ira de quien ha creído encontrar la explicación de por qué las cosas son como son. En estos libros hay poco que celebrar, normalmente, aunque no es infrecuente que junto a esa mirada indignada vaya surgiendo otra melodía que suena al mismo tiempo hasta que acaba ocupando un espacio propio y nos habla de cómo se podrían cambiar las cosas. En cuanto al estilo, es bien variado, pero se mueve entre las coordenadas de una escritura cientificista e impersonal y el reconocimiento de la presencia de un yo que se lamenta, que protesta, que señala o que avisa.
Empecemos, pues, el viaje a los comienzos de algunas obras que son, a mi modo de ver, imprescindibles, aunque, por supuesto, la selección que hago es personal y arbitraria, y está inclinada considerablemente a la sociología. No puedo evitar sugerirles que lean en voz alta aquellos fragmentos que mejor les parezcan (se prestan mejor al juego, claro, aquellos en los que predomina una voz personal que se indigna o exclama); comprobarán, sin duda, cómo algunos de ellos requieren ir elevando el tono a medida que avanzamos en la lectura.
Uno de los comienzos más conocidos es, como ya habrán anticipado, el arranque del Manifiesto Comunista de Marx y Engels: “Un fantasma recorre Europa: el fantasma del Comunismo”. Magistral, sin duda; descriptivo, movilizador e inquietante por igual. Aunque tampoco se queda corto, pese a ser menos conocido, el comienzo de la autobiografía de Saint-Simon, que da título a este artículo: “Soy descendiente de Carlomagno”. Pocos inicios más poderosos, que mejor retraten la controvertida personalidad de un autor, y que inviten de forma más efectiva a continuar leyendo. Aunque, claro, no es ese el tono imperante en el resto de los textos, dado que en este peculiar caso se trata de unas breves notas autobiográficas, pero sobre todo porque es Saint-Simon quien escribe. Con igual enfoque autobiográfico, aunque desde una perspectiva radicalmente diferente, están escritas las primeras palabras de Mi aprendizaje de Beatrice Potter Webb: “Por debajo de la superficie de nuestra vida cotidiana, en la historia personal de muchos de nosotros, hay una controversia continua entre un Ego que afirma y un Ego que niega”.
Pero dejemos aquí las autobiografías, y volvamos a nuestros textos y a Marx: “La riqueza de las sociedades en que impera el régimen capitalista de producción se nos aparece como un 'inmenso arsenal de mercancías' y la mercancía como su forma elemental. Por eso, nuestra investigación arranca del análisis de la mercancía”; así es como comienza El Capital. Un enfoque claramente compatible con las primeras palabras que escribió Engels en La situación de la clase obrera en Inglaterra: “La historia de la clase obrera en Inglaterra comienza en la segunda mitad del siglo pasado, con la invención de la máquina de vapor y las máquinas destinadas a trabajar el algodón. Es sabido que estas invenciones desencadenaron una revolución industrial que, simultáneamente, transformó la sociedad burguesa en su conjunto y cuya importancia en la historia del mundo apenas ahora comienza a comprenderse”.
Junto al ya mencionado inicio del Manifiesto Comunista, las palabras con las que Marx abre El 18 de Brumario de Luis Bonaparte figuran entre los tres o cuatro comienzos más populares, y están bien presentes, creo, en el imaginario colectivo: “Hegel dice en alguna parte que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal aparecen, como si dijéramos, dos veces. Pero se olvidó de agregar: una vez como tragedia y la otra como farsa”. Podríamos pensar que, en principio, iniciar un texto con la fórmula “Hegel dice” no va a resultar; no obstante, la cita es poderosa y el giro final (“pero se olvidó de agregar”) te hace esbozar una media sonrisa y te prepara para lo que vendrá en las siguientes páginas. Y, en otro registro, pero en el apartado de los grandes éxitos de las primeras frases, hay que ser Montesquieu para escribir, sin titubear, las primeras, y también muy repetidas, líneas de su monumental Del espíritu de las leyes: “Las leyes en su más amplia significación son las relaciones necesarias que se derivan de la naturaleza de las cosas”. Una frase que era de obligada memorización en los tiempos remotos del bachillerato.
Tocqueville, que era un gran escritor, inicia su El Antiguo Régimen y la Revolución de la siguiente manera: “Nada más propio para inducir a la modestia a los filósofos y a los hombres de Estado que la historia de nuestra Revolución, porque jamás hubo acontecimiento más importante, con raíces más remotas, mejor preparado y más imprevisto”. Una forma muy elegante de recordar algo que no deberíamos olvidar y que sigue siendo actual: ni vieron lo que venía ni nosotros hemos visto tantas cosas que han ido sucediendo después, a pesar de que los procesos sociohistóricos estaban en marcha. Otra muestra más de la capacidad de Alexis de Tocqueville para centrar el tema y reclamar la atención del lector la encontramos en el comienzo de La democracia en América: “Entre las cosas nuevas que durante mi estancia en los Estados Unidos llamaron mi atención, ninguna me sorprendió tanto como la igualdad de condiciones”. En la siguiente frase es capaz de avanzar la tesis del libro: “Sin dificultad descubrí la prodigiosa influencia que este primer hecho ejerce sobre la marcha de la sociedad, pues da a la opinión pública una cierta dirección, un determinado giro a las leyes, máximas nuevas a los gobernantes y costumbres peculiares a los gobernados”.
En un registro más impersonal y profesional, si se quiere, tenemos al Durkheim de La división del trabajo social: “Aunque la división del trabajo no sea cosa que date de ayer, sin embargo, solamente a finales del siglo último es cuando las sociedades han comenzado a tener conciencia de esa ley, cuyos efectos sentían sin darse cuenta”. Mucho más frías, aunque compartan el mismo grado de ambición, son las primeras palabras de Las formas elementales de la vida religiosa, probablemente su mejor obra: “En este libro nos proponemos estudiar la religión más primitiva y simple actualmente conocida, analizarla e intentar darle una explicación”. De un modo similar, pero mucho más centrado en polémicas disciplinares, comienza George Herbert Mead su Espíritu, persona y sociedad: “La psicología social, como norma general, ha abordado las diversas fases de la experiencia social desde el punto de vista psicológico de la experiencia individual. El enfoque que me gustaría sugerir es aquel que aborda la experiencia desde el punto de vista de la sociedad, al menos desde el punto de vista de la comunicación como algo esencial para el orden social”. Advierta el lector que en esas dos frases reside el germen de todo un nuevo paradigma.
El mismo registro impersonal desde el que escribían Durkheim y Mead es el que eligió Max Weber para dar comienzo a Economía y Sociedad, un texto muy influyente, una obra enciclopédica y excesiva, que arranca con un inicio humilde que, desde luego, contrasta con la creatividad y los hallazgos de todo tipo que encontramos cuando abrimos al azar cualquiera de sus capítulos: “El método de esta introductoria definición de conceptos, de la que no puede prescindirse fácilmente no obstante ser de modo inevitable abstracta y lejana, al parecer, de la realidad, no pretende novedad en modo alguno”. Sin embargo, el arranque de La ética protestante y el espíritu del capitalismo es mucho más sugerente: “Cuando un hijo de la civilización europea moderna se prepara para investigar un problema cualquiera de la historia universal, es inevitable y lógico que se lo plantee desde el siguiente punto de vista: ¿qué serie de circunstancias ha determinado que precisamente solo en Occidente hayan nacido ciertos fenómenos culturales que – al menos, tal como nos los representamos – parecen marcar una dirección evolutiva de validez y alcance universal?”. Ambicioso y genial el primer párrafo que planteó Weber; no se me ocurre que nadie pueda decidir no seguir leyendo ese libro. Entre lo más académico y lo más sugerente cabría ubicar estas palabras de Sydney Webb y Beatrice Potter Webb que abre La democracia industrial: “En los “trade clubs” del siglo XVIII, la democracia aparecía en su forma más simplificada. Como los ciudadanos de Uri o de Appenzell, los trabajadores tardaron en reconocer cualquier otra autoridad que no fuera la de 'las voces' de todos los implicados”.
Mary Wollstoncraft daba comienzo con fuerza y enfatizando su presencia a su clásico Vindicación de los derechos de la mujer: “Después de considerar el transcurrir histórico y observar el mundo viviente con ansiosa solicitud, las emociones más melancólicas de triste indignación han afligido mi espíritu; he suspirado cuando me he visto obligada a confesar que la Naturaleza ha hecho una gran diferencia entre un hombre y otro, o que la civilización que hasta ahora ha habido en el mundo ha sido muy parcial”. Y con un similar fondo crítico abría Sigmund Freud El malestar en la cultura: “No podemos eludir la impresión de que el hombre suele aplicar cánones falsos en sus apreciaciones, pues mientras anhela para sí y admira en los demás el poderío, el éxito y la riqueza, menosprecia, en cambio, los valores genuinos que la vida le ofrece”. Pero quizá son Goldman, Simmel y Du Bois los que son capaces de presentar con más fuerza el golpe en la mesa que plantean desarrollar en las siguientes páginas, y son, por ello, probablemente los que te sacuden interiormente con más fuerza. Así, Emma Goldman en Minorías versus mayorías escribe: “Si hubiera que juzgar sumariamente la tendencia de nuestro tiempo, diría simplemente: Cantidad. La multitud, el espíritu de la masa domina por doquier, destruyendo la calidad. Nuestra vida entera descansa sobre la cantidad, sobre lo numeroso: producción, política y educación. El trabajador, que en un tiempo tuvo el orgullo de la perfección y de la calidad de su trabajo, ha sido reemplazado por un autómata incompetente, privado de cerebro, el cual elabora enormes cantidades de cosas sin valor ninguno, y generalmente insultantes, en su grosería y ordinariez, para la humanidad”. Las primeras palabras de su Anarquismo: lo que significa realmente son las siguientes: “La historia del desarrollo y crecimiento humano es, a la vez, la historia de la lucha terrible de cada nueva idea anunciando la llegada de un muy brillante amanecer. En su agarre persistente de la tradición, lo viejo con sus medios más crueles y repugnantes pretende detener el advenimiento de lo nuevo, cualesquiera sean la forma y el período en que aquel se manifieste”. George Simmel, en su breve texto Las grandes urbes y la vida del espíritu, plantea el dilema al que tratará de dar respuesta en buena parte de sus escritos: “Los más profundos problemas de la vida moderna manan de la pretensión del individuo de conservar la autonomía y peculiaridad de su existencia frente a la prepotencia de la sociedad, de los históricamente heredado, de la cultura externa y de la técnica de la vida (la última transformación alcanzada de la lucha con la naturaleza, que el hombre tuvo que sostener por su existencia corporal)”. Y Du Bois te cautiva inevitablemente en las primeras palabras que abren Las almas del pueblo negro: “Aquellos que caminaban en la oscuridad cantaban canciones en los días antiguos – canciones de pena – dado que estaban apesadumbrados. Y por eso ante cada palabra que he escrito en este libro he incluido una frase, un eco evocador de estas raras y viejas canciones en las que el alma de los esclavos negros habla a los hombres”. Lo cierto es que posteriormente el libro no solo no decepciona, sino que va creciendo en intensidad y fuerza, con su combinación de escenas, imágenes, análisis y fragmentos que tienen la misma fuera que el que acabo de citar.
Entre todos los comienzos, y a pesar de que no resulta sencillo ni es seguramente necesario, si tuviera que elegir me quedaría con las primeras palabras que escribió Rousseau para dar comienzo a la segunda parte de su Discurso sobre el origen de la desigualdad de los hombres: “El primer hombre a quien, cercando un terreno, se lo ocurrió decir esto es mío y halló gentes bastante simples para creerle fue el verdadero fundador de la sociedad civil. ¡Cuántos crímenes, guerras, asesinatos; cuántas miserias y horrores habría evitado al género humano aquel que hubiese gritado a sus semejantes, arrancando las estacas de la cerca o cubriendo el foso!: "¡Guardaos de escuchar a este impostor; estáis perdidos si olvidáis que los frutos son de todos y la tierra de nadie!”.
[1] Latour, B. Ciencia en acción
En portada, retrato de Sigmund Freud en su mesa de trabajo (Hutton/Getty), y los siguientes son Eric Hobsbawm, Emma Goldman y Mary Wollstonecraft (retratada en 1791 por John Opie).
Soy descendiente de Carlomagno
Es frecuente recordar los comienzos de las grandes obras literarias, deleitarse en ellos, repetir sus palabras con exactitud de relojero. La genialidad está, dicen algunos, en el inicio de los relatos y de las novelas, en los primeros versos de un poema, dado que es ahí, en esas primeras líneas, en las que se marca el tono y se define la voz, se presenta la trama o se ubica, se muestra algo del misterio que se abordará, se plantean el ritmo y la perspectiva. Pocos son, sin embargo, los que recuerdan las primeras frases de las grandes obras de las Ciencias Sociales, y probablemente haya buenas razones para ello: los textos no suelen ser tan populares ni sus primeras palabras tan brillantes y cautivadores; de hecho, tampoco se les requiere tanta elaboración, pues se entiende que el lector continuará leyendo por más que se le torture retóricamente, las frases se sucedan como ecuaciones matemáticas y el autor, como decía Latour, se exprese como si fuera Dios quien le estuviera dictando los diez mandamientos o como si fuera la ciencia misma hecha carne y no él quien hablara[1]. Pero, alguien tiene que decirlo, los que nos dedicamos a leer estos textos también somos seres humanos y agradeceríamos, estimados colegas, que cuidaran, aunque sea solamente un poco, el lenguaje y las formas de expresión. Con todo, es de justicia reconocer que los textos clásicos presentan inicios más elaborados –lo que se puede hacer extensivo, en lo que se refiere al lenguaje, a los textos en su totalidad–, y el resultado es que algunos de ellos son simplemente geniales y unos pocos, también, han pasado a ser bien conocidos, repetidos y citados. Un buen comienzo puede atraer a un nuevo lector, del mismo modo que invitar a una relectura, o nos puede llevar durante unos minutos a rememorar la obra completa.
Hay varias fórmulas que se repiten en las frases que suelen abrir este tipo de textos: la presentación de la tesis central; la crítica a la manera en que otros (desde otras disciplinas, desde la propia disciplina o la gente en general) han abordado las cosas hasta entonces; y el planteamiento de un preámbulo en tono personal, que explica las razones por las que se convirtió en algo ineludible la necesidad de escribir el artículo o el libro en cuestión. A veces se combina una o varias de esas tres formas con un golpe en la mesa, por decirlo así, una explosión de rabia o de denuncia, una crítica casi gritada, y es ahí cuando nos parece entrever, entre las líneas y las palabras, la mirada de espanto, de estupor, de angustia o de ira de quien ha creído encontrar la explicación de por qué las cosas son como son. En estos libros hay poco que celebrar, normalmente, aunque no es infrecuente que junto a esa mirada indignada vaya surgiendo otra melodía que suena al mismo tiempo hasta que acaba ocupando un espacio propio y nos habla de cómo se podrían cambiar las cosas. En cuanto al estilo, es bien variado, pero se mueve entre las coordenadas de una escritura cientificista e impersonal y el reconocimiento de la presencia de un yo que se lamenta, que protesta, que señala o que avisa.
Empecemos, pues, el viaje a los comienzos de algunas obras que son, a mi modo de ver, imprescindibles, aunque, por supuesto, la selección que hago es personal y arbitraria, y está inclinada considerablemente a la sociología. No puedo evitar sugerirles que lean en voz alta aquellos fragmentos que mejor les parezcan (se prestan mejor al juego, claro, aquellos en los que predomina una voz personal que se indigna o exclama); comprobarán, sin duda, cómo algunos de ellos requieren ir elevando el tono a medida que avanzamos en la lectura.
Uno de los comienzos más conocidos es, como ya habrán anticipado, el arranque del Manifiesto Comunista de Marx y Engels: “Un fantasma recorre Europa: el fantasma del Comunismo”. Magistral, sin duda; descriptivo, movilizador e inquietante por igual. Aunque tampoco se queda corto, pese a ser menos conocido, el comienzo de la autobiografía de Saint-Simon, que da título a este artículo: “Soy descendiente de Carlomagno”. Pocos inicios más poderosos, que mejor retraten la controvertida personalidad de un autor, y que inviten de forma más efectiva a continuar leyendo. Aunque, claro, no es ese el tono imperante en el resto de los textos, dado que en este peculiar caso se trata de unas breves notas autobiográficas, pero sobre todo porque es Saint-Simon quien escribe. Con igual enfoque autobiográfico, aunque desde una perspectiva radicalmente diferente, están escritas las primeras palabras de Mi aprendizaje de Beatrice Potter Webb: “Por debajo de la superficie de nuestra vida cotidiana, en la historia personal de muchos de nosotros, hay una controversia continua entre un Ego que afirma y un Ego que niega”.
Pero dejemos aquí las autobiografías, y volvamos a nuestros textos y a Marx: “La riqueza de las sociedades en que impera el régimen capitalista de producción se nos aparece como un 'inmenso arsenal de mercancías' y la mercancía como su forma elemental. Por eso, nuestra investigación arranca del análisis de la mercancía”; así es como comienza El Capital. Un enfoque claramente compatible con las primeras palabras que escribió Engels en La situación de la clase obrera en Inglaterra: “La historia de la clase obrera en Inglaterra comienza en la segunda mitad del siglo pasado, con la invención de la máquina de vapor y las máquinas destinadas a trabajar el algodón. Es sabido que estas invenciones desencadenaron una revolución industrial que, simultáneamente, transformó la sociedad burguesa en su conjunto y cuya importancia en la historia del mundo apenas ahora comienza a comprenderse”.
Junto al ya mencionado inicio del Manifiesto Comunista, las palabras con las que Marx abre El 18 de Brumario de Luis Bonaparte figuran entre los tres o cuatro comienzos más populares, y están bien presentes, creo, en el imaginario colectivo: “Hegel dice en alguna parte que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal aparecen, como si dijéramos, dos veces. Pero se olvidó de agregar: una vez como tragedia y la otra como farsa”. Podríamos pensar que, en principio, iniciar un texto con la fórmula “Hegel dice” no va a resultar; no obstante, la cita es poderosa y el giro final (“pero se olvidó de agregar”) te hace esbozar una media sonrisa y te prepara para lo que vendrá en las siguientes páginas. Y, en otro registro, pero en el apartado de los grandes éxitos de las primeras frases, hay que ser Montesquieu para escribir, sin titubear, las primeras, y también muy repetidas, líneas de su monumental Del espíritu de las leyes: “Las leyes en su más amplia significación son las relaciones necesarias que se derivan de la naturaleza de las cosas”. Una frase que era de obligada memorización en los tiempos remotos del bachillerato.
Tocqueville, que era un gran escritor, inicia su El Antiguo Régimen y la Revolución de la siguiente manera: “Nada más propio para inducir a la modestia a los filósofos y a los hombres de Estado que la historia de nuestra Revolución, porque jamás hubo acontecimiento más importante, con raíces más remotas, mejor preparado y más imprevisto”. Una forma muy elegante de recordar algo que no deberíamos olvidar y que sigue siendo actual: ni vieron lo que venía ni nosotros hemos visto tantas cosas que han ido sucediendo después, a pesar de que los procesos sociohistóricos estaban en marcha. Otra muestra más de la capacidad de Alexis de Tocqueville para centrar el tema y reclamar la atención del lector la encontramos en el comienzo de La democracia en América: “Entre las cosas nuevas que durante mi estancia en los Estados Unidos llamaron mi atención, ninguna me sorprendió tanto como la igualdad de condiciones”. En la siguiente frase es capaz de avanzar la tesis del libro: “Sin dificultad descubrí la prodigiosa influencia que este primer hecho ejerce sobre la marcha de la sociedad, pues da a la opinión pública una cierta dirección, un determinado giro a las leyes, máximas nuevas a los gobernantes y costumbres peculiares a los gobernados”.
En un registro más impersonal y profesional, si se quiere, tenemos al Durkheim de La división del trabajo social: “Aunque la división del trabajo no sea cosa que date de ayer, sin embargo, solamente a finales del siglo último es cuando las sociedades han comenzado a tener conciencia de esa ley, cuyos efectos sentían sin darse cuenta”. Mucho más frías, aunque compartan el mismo grado de ambición, son las primeras palabras de Las formas elementales de la vida religiosa, probablemente su mejor obra: “En este libro nos proponemos estudiar la religión más primitiva y simple actualmente conocida, analizarla e intentar darle una explicación”. De un modo similar, pero mucho más centrado en polémicas disciplinares, comienza George Herbert Mead su Espíritu, persona y sociedad: “La psicología social, como norma general, ha abordado las diversas fases de la experiencia social desde el punto de vista psicológico de la experiencia individual. El enfoque que me gustaría sugerir es aquel que aborda la experiencia desde el punto de vista de la sociedad, al menos desde el punto de vista de la comunicación como algo esencial para el orden social”. Advierta el lector que en esas dos frases reside el germen de todo un nuevo paradigma.
El mismo registro impersonal desde el que escribían Durkheim y Mead es el que eligió Max Weber para dar comienzo a Economía y Sociedad, un texto muy influyente, una obra enciclopédica y excesiva, que arranca con un inicio humilde que, desde luego, contrasta con la creatividad y los hallazgos de todo tipo que encontramos cuando abrimos al azar cualquiera de sus capítulos: “El método de esta introductoria definición de conceptos, de la que no puede prescindirse fácilmente no obstante ser de modo inevitable abstracta y lejana, al parecer, de la realidad, no pretende novedad en modo alguno”. Sin embargo, el arranque de La ética protestante y el espíritu del capitalismo es mucho más sugerente: “Cuando un hijo de la civilización europea moderna se prepara para investigar un problema cualquiera de la historia universal, es inevitable y lógico que se lo plantee desde el siguiente punto de vista: ¿qué serie de circunstancias ha determinado que precisamente solo en Occidente hayan nacido ciertos fenómenos culturales que – al menos, tal como nos los representamos – parecen marcar una dirección evolutiva de validez y alcance universal?”. Ambicioso y genial el primer párrafo que planteó Weber; no se me ocurre que nadie pueda decidir no seguir leyendo ese libro. Entre lo más académico y lo más sugerente cabría ubicar estas palabras de Sydney Webb y Beatrice Potter Webb que abre La democracia industrial: “En los “trade clubs” del siglo XVIII, la democracia aparecía en su forma más simplificada. Como los ciudadanos de Uri o de Appenzell, los trabajadores tardaron en reconocer cualquier otra autoridad que no fuera la de 'las voces' de todos los implicados”.
Mary Wollstoncraft daba comienzo con fuerza y enfatizando su presencia a su clásico Vindicación de los derechos de la mujer: “Después de considerar el transcurrir histórico y observar el mundo viviente con ansiosa solicitud, las emociones más melancólicas de triste indignación han afligido mi espíritu; he suspirado cuando me he visto obligada a confesar que la Naturaleza ha hecho una gran diferencia entre un hombre y otro, o que la civilización que hasta ahora ha habido en el mundo ha sido muy parcial”. Y con un similar fondo crítico abría Sigmund Freud El malestar en la cultura: “No podemos eludir la impresión de que el hombre suele aplicar cánones falsos en sus apreciaciones, pues mientras anhela para sí y admira en los demás el poderío, el éxito y la riqueza, menosprecia, en cambio, los valores genuinos que la vida le ofrece”. Pero quizá son Goldman, Simmel y Du Bois los que son capaces de presentar con más fuerza el golpe en la mesa que plantean desarrollar en las siguientes páginas, y son, por ello, probablemente los que te sacuden interiormente con más fuerza. Así, Emma Goldman en Minorías versus mayorías escribe: “Si hubiera que juzgar sumariamente la tendencia de nuestro tiempo, diría simplemente: Cantidad. La multitud, el espíritu de la masa domina por doquier, destruyendo la calidad. Nuestra vida entera descansa sobre la cantidad, sobre lo numeroso: producción, política y educación. El trabajador, que en un tiempo tuvo el orgullo de la perfección y de la calidad de su trabajo, ha sido reemplazado por un autómata incompetente, privado de cerebro, el cual elabora enormes cantidades de cosas sin valor ninguno, y generalmente insultantes, en su grosería y ordinariez, para la humanidad”. Las primeras palabras de su Anarquismo: lo que significa realmente son las siguientes: “La historia del desarrollo y crecimiento humano es, a la vez, la historia de la lucha terrible de cada nueva idea anunciando la llegada de un muy brillante amanecer. En su agarre persistente de la tradición, lo viejo con sus medios más crueles y repugnantes pretende detener el advenimiento de lo nuevo, cualesquiera sean la forma y el período en que aquel se manifieste”. George Simmel, en su breve texto Las grandes urbes y la vida del espíritu, plantea el dilema al que tratará de dar respuesta en buena parte de sus escritos: “Los más profundos problemas de la vida moderna manan de la pretensión del individuo de conservar la autonomía y peculiaridad de su existencia frente a la prepotencia de la sociedad, de los históricamente heredado, de la cultura externa y de la técnica de la vida (la última transformación alcanzada de la lucha con la naturaleza, que el hombre tuvo que sostener por su existencia corporal)”. Y Du Bois te cautiva inevitablemente en las primeras palabras que abren Las almas del pueblo negro: “Aquellos que caminaban en la oscuridad cantaban canciones en los días antiguos – canciones de pena – dado que estaban apesadumbrados. Y por eso ante cada palabra que he escrito en este libro he incluido una frase, un eco evocador de estas raras y viejas canciones en las que el alma de los esclavos negros habla a los hombres”. Lo cierto es que posteriormente el libro no solo no decepciona, sino que va creciendo en intensidad y fuerza, con su combinación de escenas, imágenes, análisis y fragmentos que tienen la misma fuera que el que acabo de citar.
Entre todos los comienzos, y a pesar de que no resulta sencillo ni es seguramente necesario, si tuviera que elegir me quedaría con las primeras palabras que escribió Rousseau para dar comienzo a la segunda parte de su Discurso sobre el origen de la desigualdad de los hombres: “El primer hombre a quien, cercando un terreno, se lo ocurrió decir esto es mío y halló gentes bastante simples para creerle fue el verdadero fundador de la sociedad civil. ¡Cuántos crímenes, guerras, asesinatos; cuántas miserias y horrores habría evitado al género humano aquel que hubiese gritado a sus semejantes, arrancando las estacas de la cerca o cubriendo el foso!: "¡Guardaos de escuchar a este impostor; estáis perdidos si olvidáis que los frutos son de todos y la tierra de nadie!”.
[1] Latour, B. Ciencia en acción
En portada, retrato de Sigmund Freud en su mesa de trabajo (Hutton/Getty), y los siguientes son Eric Hobsbawm, Emma Goldman y Mary Wollstonecraft (retratada en 1791 por John Opie).