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De Milgram a Valéry

A propósito de The Experimenter
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                                                                   Una cantidad considerable de gente hace lo que se le ordena, con independencia del contenido de la acción y sin atender a las limitaciones de la propia conciencia, toda vez que ellos perciben que la orden viene de uuna fuente legítima.

S. Milgram

Las buenas personas pueden ser malvadas con otras buenas personas dentro de un contexto de normas y roles sociales aceptados, una ideología legitimadora y un apoyo institucional que trascienda la agencia individual.

Ph. Zimbardo, Ch. Maslach y C. Haney

 

Individuos que aplican descargas eléctricas a otros individuos, simplemente porque alguien se lo pide y en el marco de un experimento que, según les contaban a los sujetos que iban a ser observados, pretendía estudiar los efectos del castigo sobre el aprendizaje. Cada error en la memorización de una serie de palabras sería castigado con una descarga eléctrica, empezando con un voltaje de 15 vatios y llegando hasta los 450 vatios. 

Sorprendió, sin duda, el hoy ya clásico experimento que diseñó y llevó a cabo Stanley Milgram en los años sesenta en la Universidad de Yale. Quería entender cómo es posible que los individuos les hagan daño a otros individuos cuando una autoridad considerada legítima así se lo requiere, y en qué medida las circunstancias y la situación pueden contribuir a que más o menos gente sea capaz de ir aplicando minuciosa y pacientemente descargas eléctricas a sus semejantes.  No se trató de un solo experimento, sino que Milgram y su equipo realizaron una serie de réplicas modificando la situación, con el fin de observar las variaciones en la conducta de los individuos observados. Los resultados fueron, y siguen siendo hoy, impactantes. En función de las circunstancias hubo una horquilla de entre un 30% y un 66% de gente que llegó a aplicar 450 voltios, completando así el ciclo y llegando a aplicar la descarga máxima. Conviene recordar que las descargas no se aplicaban realmente; un actor simulaba que estaba sufriendo dicho castigo e iba modulando sus respuestas a medida que se intensificaba la descarga eléctrica supuestamente recibida (desde los gemidos iniciales –a los 75 voltios– hasta el silencio final, pasando por protestas y peticiones de acabar con el experimento –a los 180 voltios– y por indicaciones de que él ya no forma parte del experimento – a los 300 voltios).  

La película The Experimenter (dirigida y escrita por Michael Almereyda, 2015) aborda, con cierta solvencia, este célebre experimento con el que entran en contacto cada año miles de estudiantes de sociología y de psicología social, al tiempo que pretende trazar un retrato biográfico de Milgram. Y, cómo no, también se hace mención al experimento del maestro de Milgram, Solomon Asch, sobre la conformidad y la presión de grupo. Se trata del experimento en el que a una persona se le pide que diga cuál de las líneas mostradas en la parte izquierda de un gran panel se corresponde con una de las tres líneas situadas a su derecha. El sujeto observado es acompañado por seis individuos compinchados con Asch, quienes, tras una serie de aciertos, empiezan a fallar sistemáticamente en sus respuestas. El objetivo era analizar si el sujeto observado plegaba su voluntad o no a la presión del grupo; en otras palabras, se trataba de ver si somos capaces de renunciar a lo que estamos viendo claramente (la respuesta correcta era siempre muy evidente) y nos fiamos más de lo que dicen los otros, o si, simple y dramáticamente, renunciamos a afirmar la respuesta correcta dado que todos los demás ofrecen la misma respuesta incorrecta. El grupo forzó un 30% de errores. Lamentablemente, en la película se obvia la importancia de las réplicas y los diferentes resultados que se producen cuando, por ejemplo, hay un “aliado” con el que afrontar la resistencia a la presión del grupo.

Ambos experimentos clásicos, el de Asch y el de Milgram, aparecen también en un excelente documental de la BBC que aborda principalmente otro de los experimentos más impactantes –y más problemáticos desde un punto de vista ético– del pasado siglo: el de la Prisión de Stanford, realizado por Philip Zimbardo. Los experimentos de Asch, Milgram y Zimbardo son algo así como la santa trinidad de los experimentos en psicología social y sociología: conformidad, obediencia a la autoridad y asunción de papeles sociales. Los tres nos indican, cada uno a su modo, la fuerza de los otros, la fuerza de algunos otros con autoridad y la fuerza de las dinámicas petrificadas de lo social para condicionar nuestras acciones. Y, por ello, nos llaman la atención sobre la necesidad de estar atentos ante las dinámicas sociales que, en ocasiones, nos pueden empujar en una u otra dirección.

No ha tenido demasiada suerte cinematográfica el experimento de Zimbardo; cuando ha sido llevado a la ficción ha generado, entre otras, dos películas tan cuestionables como la alemana Das Experiment (Hirschbiegel, 2001) y la norteamericana The Experiment (Scheuring, 2010). En ambos casos, y por alguna razón que no alcanzo a comprender, se decidió exagerar desproporcionadamente lo que aconteció aquellos seis días en los sótanos de la Universidad de Stanford que, a mi modo de ver, es suficientemente interesante en sí mismo. El experimento de Zimbardo consistía en observar qué sucede cuando se sitúa a un grupo de voluntarios en una cárcel simulada, tras dividir el grupo y asignarles papeles de presos y guardianes. Lo que sucedió no es, desde luego, nada edificante: los carceleros se comportaron de manera cruel, mientras que los presos iban ocupando progresivamente el papel de víctimas. Zimbardo se vio obligado a suspender abruptamente el experimento.  

Mejor parados, como digo, han salido Milgram y su experimento, en esta película protagonizada por Peter Sarsgaard y Winona Ryder. El experimento sobre la obediencia, sus repercusiones y las cuestiones éticas asociadas con el mismo ocupan el espacio central de la película. Nada hay que reprochar con respecto a la ausencia de fidelidad al trabajo de Milgram. Se trata, en realidad, de una suerte de anatomía del experimento y de la personalidad de su autor, que, siguiendo la lógica del falso documental, elabora una suerte de biografía de ambos. Sin embargo, a causa quizá de ese mismo apego al espíritu del experimento de Milgram, a causa de la obsesiva fidelidad con respecto a la idea y el desarrollo original del experimento, el mensaje que transmite la película resulta insatisfactorio. Lo que obtiene el espectador es una idea edulcorada de las consecuencias del propio experimento, que genera, al mismo tiempo, una sensación de seguridad (esto no suele ocurrir) acompañada por el clásico estremecimiento situado más allá de su experiencia inmediata (esto solamente le ocurre a otra gente, en el contexto preciso de la violencia institucionalizada y el terror). La película presenta, de hecho, una tesis comodona, si se me permite expresarlo así, con las aristas limadas, despojada de toda su capacidad crítica, circunscrita al ámbito bien definido de las atrocidades humanas, de los excesos, de los terribles errores y anomalías históricas, alejándonos así de la mirada y la contemplación de  lo cotidiano. 

La tesis que subyace a los experimentos de Milgram está vinculada, claro, a la pregunta sobre cómo fue posible el Holocausto, a la búsqueda de una explicación para lograr entender lo que permite o facilita que personas corrientes causen dolor a otros individuos sin que medie ninguna motivación personal concreta. La película relaciona el juicio a Eichmann en Jerusalem, que tiene lugar en 1961, es decir, cuando Milgram estaba conduciendo su investigación, con el experimento. Y, cómo no, relaciona los análisis que Hannah Arendt lleva a cabo como enviada especial para The New Yorker a dicho juicio, cuando pergeña su celebrada tesis de la “banalidad del mal”, que terminarían conformando su clásico libro Eichmann en Jersulem (1963). Todo encaja bastante bien, los crímenes nazis, el Holocausto, la banalidad del mal, Eichmann, los sujetos que observa Milgram y su capacidad para causar daño cuando entran en un estado de desresponsabilización moral, cuando delegan la valoración de sus actos en una determinada autoridad, y se dejan llevar, entrando así en el “estado agéntico” que les permite aplicar descargas eléctricas a otro ser humano sin apenas titubear.

Es, y hay que subrayarlo, esencial entender que en función de las circunstancias el porcentaje de personas que llegan a aplicar la descarga máxima varía. Son esenciales, por tanto, las réplicas del experimento; algo que la película aborda un poco irresponsablemente, como ha señalado en un artículo reciente Scott McLemee[1]. Los porcentajes de “obedientes” disminuyen en función de la proximidad de la víctima (en la misma habitación, oyendo su voz), y ante la necesidad de ser el propio sujeto el que aplica la descarga eléctrica cogiendo de la mano a la víctima y situándola sobre el aparato que genera las descargas, y también varían en función de quién sea la autoridad que invita a realizar el experimento (si es una empresa privada, en lugar de la Universidad de Yale, desciende el porcentaje de “obedientes”). En cuanto a este último punto, cuando la autoridad es la televisión, como muestra el crudo documental franco-suizo El juego de la muerte (Nick, Bornot y Amado, 2009) –también mencionado en la película–, el porcentaje de “obedientes” asciende hasta el 80%. De modo similar a lo que ocurre con The Experimenter, El juego de la muerte se pierde, a mi juicio, en una denuncia con respecto a los males que es capaz de causar la televisión y la irresponsabilidad de los programas de entretenimiento. Pierde, así, la capacidad de crítica radical al situar en un objeto concreto (ahora la televisión, antes los horrores como el Holocausto) las consecuencias del experimento.

¿Por qué son importantes las variaciones de este experimento? Porque la lectura sencilla de sus resultados es la que nos lleva a considerar que cualquiera puede ser un torturador (como se señalaba, por cierto, en este artículo[2]). Y, sin que sea completamente equivocado, lo cierto es que lo que muestra el experimento de Milgram (y el de Asch, y el de Zimbardo, por cierto) es que en función de la situación, en función de la organización situacional, hay una mayor propensión a que una mayor parte de individuos sean capaces de obedecer órdenes claramente injustas, ajustarse a los roles sociales, disolverse en el grupo y asentir, ejercer la violencia y, a fin de cuentas, desresponsabilizarse moralmente con respecto a los actos que lleva a cabo. De ahí se deduce que el diseño de la situación es clave. Como lo era, claro, el diseño burocrático y racional del entramado nazi que creó y llevó a cabo el Holocausto, como mostró Zygmunt Bauman en Modernidad y Holocausto (1989). No creo que cause mucha sorpresa afirmar que si diseñamos las situaciones de tal modo que se fomente la desresponsabilización, el resultado sea que una significativa mayoría de gente se desresponsabilice de sus acciones. Una conclusión similar es a la que llega Randall Collins en Violence (2009): determinadas situaciones encadenadas y determinados mecanismos institucionalizados nos permiten evitar el “pánico confrontacional” –algo así como nuestra aversión a cometer actos de violencia– y activan, en casos extremos, la violencia sin límite, como, por poner un ejemplo muy claro, sucedió en la matanza llevada a cabo por el ejército norteamericano sobre medio millar de civiles vietnamitas, desarmados e inofensivos, en My Lai, el 16 de mayo de 1968. Si se pueden diseñar situaciones en las que la violencia, el abuso o la injusticia surge con más frecuencia y más facilidad, se puede también diseñar lo contrario, es decir, situaciones en las que se estimule la cooperación, se limiten las acciones excesivas e indeseables que dañan a unos u a otros, y se fomente la plena co-responsabilización de los individuos. La cuestión es entender bien cuáles son los mecanismos que activan o inhiben la violencia y la desresponsabilización, y cuáles son los mecanismos que activan o inhiben la cooperación y la co-responsabilización. Milgram, Bauman y Collins, y también una lectura atenta de la historia, dan algunas pistas sobre esta cuestión. 

Pero esta reflexión es la que deja escapar, desafortunadamente, la película, porque circunscribe el asunto al Holocausto y a las torturas. Parece que la esquiva deliberadamente, pues en determinados momentos se atreve a sugerir que además del Holocausto vivimos en un mundo en el que la violencia, de todo tipo, es ejercida sistemáticamente sobre la gente, en el que los procesos de desresponsabilización son más la norma que la excepción. Hay, de hecho, una fugaz referencia a la violencia ejercida sobre los afroamericanos, completamente actual y urgente, como sabe el lector, en los Estados Unidos; aunque este guiño pasa prácticamente desapercibido y continúa, como es evidente, circunscribiendo el asunto a una cuestión de racismo. Pero las consecuencias del estudio de Milgram trascienden tanto nuestra capacidad –evidentemente indiscutible, si echamos una ojeada a la Historia– para hacer daño a otros como el racismo, y es precisamente en el terreno que nos hace pensar en las violencias que ejercemos, quizá no con descargas eléctricas, ni con cámaras de gas  –aunque claro que tenemos guantánamos, fronteras electrificadas y  concertinas, CIES, etc. – sino de otras muchas formas más sutiles, pero también enormemente devastadoras. Y ahí reside para mí la fuerza de estos análisis. La clave está en la generalización de la desresponsabilización con respecto a nuestros actos y con respecto a los otros; en otras palabras, la clave radica en la petrificación de diseños institucionales y estructurales que fomentan –e incluso justifican, aunque esto merece un tratamiento específico–  la desresponsabilización de los individuos con respecto a los otros. El núcleo, por tanto, está en la construcción de los “imperios de nadie”, como escribió Javier Cristiano, utilizando la expresión de Arendt[3]. El resultado es la posibilidad de ignorar que, como escribía Bauman, todos aquellos que estamos en una determinada situación somos co-responsables con respecto a todos los otros que comparten esa situación con nosotros. El propio Bauman citaba esta frase de Dostoyevsky: “todos somos responsables de todo, y de todos los hombres sobre todo, y yo más que todos los demás”.

Quizá convenga recordar aquí las máximas de la ética de Paul Valéry: “A. No aumentes (si puedes) la cantidad de sufrimiento; B. Intentemos hacer algo con el hombre”. Probablemente habría que añadir: vigila, también, los diseños de las situaciones que habitas, porque pueden conducirte a aplicar el máximo de descargas indiscriminadamente. Porque aquí es donde realmente hay que insistir. No podemos esperar que todos los individuos se comporten como héroes, poniéndose en riesgo, enfrentando a la mayoría, resistiendo a la autoridad, desafiando la lógica situacional, enloquecidamente valerosos. Este es el modelo de un determinado tipo de películas norteamericanas, como subrayaba Gregorio Morán en el documental Ciutat Morta (Artigas y Ortega, 2014); aquellas en las que, a pesar de la podredumbre y la corrupción, un individuo, sólo ante el peligro, es capaz de hacer frente a todo y logra salir victorioso normalmente defendiendo a una tercera persona, a una víctima, a un pueblo, a un grupo o a toda la humanidad. Es el héroe o la heroína por antonomasia, aquel o aquella que se sacrifican y son capaces de soportar todos los embates del sistema porque creen en la justicia, y no persiguen un interés particular, sino que lo hacen por otros, por algún otro desafortunado que no tiene la posibilidad o la capacidad de defenderse a sí mismo. Y Morán se lamentaba, no sin razón, de lo escasos que andamos por estos lares de este tipo de héroes y de heroínas.

Sin embargo, no estoy seguro de que lamentarse de esta ausencia sea lo apropiado. Por un lado, de acuerdo con Graeber, “el héroe es una coartada para la pasividad”[4], dado que hace lo que nadie hace, se enfrenta a los malvados poniéndose en riesgo y atrayendo hacia sí la ira y el combate; el héroe funciona como una suerte de mecanismo ideológico paralizante que nos indica que si los testigos intervienen, deberán asumir las consecuencias. Por otro lado, parece que si no tenemos este tipo de héroes es por alguna razón. Quizá lo que realmente se necesita no son héroes dispuestos al martirio –en un contexto socio-cultural especialmente propicio para aniquilar sin descanso a los aspirantes a héroes–, sino recobrar la capacidad para diseñar las situaciones de tal modo que entre todos podamos contener no ya las acciones heroicas, tal y como venimos haciendo con bastante éxito, sino las acciones malvadas y egoístas, y desactivar, entre todos, las descargas eléctricas que nos damos unos a otros. Y no lo sé, el lector juzgará lo que le parezca, si estamos verdaderamente aplicados a esta tarea, con la seriedad, la honestidad y la profundidad que requeriría en estos momentos de cambio. Y no sé, tampoco, si en los espacios de poder en disputa, o en los ya ganados, estamos vigilando o tenemos intención de vigilar estas cuestiones. Pero, si  tomamos en serio la cuestión de la regeneración y de la transformación social, abordar estas cuestiones es un asunto ineludible.    

         


[1]    “Isn't it shocking”, en Inside Higher Education, 28 de octubre de 2015: https://www.insidehighered.com/views/2015/10/28/commentary-experimenter-biopic-about-stanley-milgram

[3]    J. Cristiano, “El imperio de nadie: sobre autoría y responsabilidad”, Revista Anthropos, Nº 206, 2005.

 

En la portada, Stanley Milgram con su máquina de descargas; fotograma de uno de los experimentos de conformidad de Solomon Asch; fotograma de la película The Experimenter (Michael Almereyda, 2015); secuencia extraída de las grabaciones de los experimentos de Milgram en 1961.