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El regreso del Dr. Muñiz
Han pasado ya ocho años desde el estreno en la Seminci de Valladolid de la película El honor de las Injurias. Desde entonces, su presencia en ciclos y festivales ha tenido una constancia guadianesca. Se diría que el Dr. Muñiz no está dispuesto a regresar al olvido del que fue rescatado por esta película.
En el origen de su búsqueda jugaron un papel importante algunos libros como Nosotros los asesinos de Eduardo de Guzmán y también algunas geografías, como el barrio madrileño de Cuatro Caminos-Tetuán, que cosían el pasado del pistolero anarquista y el mío propio. Por entonces, primeros años del 2000, todo mi trabajo de pintor giraba alrededor de los días de la revolución y la guerra en Madrid.
Lleva tiempo rescatar lo que ha sido borrado por el tiempo y el olvido. Entre las primeras noticias que tuve de su vida y el estreno de la película en Valladolid pasaron cerca de ocho años. Un largo camino lleno de recovecos, dudas, asombros y decepciones. Un trabajo obsesivo en archivos y registros documentales de todo tipo: militares, policiales, judiciales, archivos de parroquias, partidos, sindicatos…
No faltaron tampoco los archivos particulares de viejos compañeros cenetistas de Felipe Sandoval, como Eduardo de Guzmán, Gregorio Gallego o Pedro Barrio.
Entre dos papeles, dos documentos, su partida de nacimiento y bautismo conservada en la Iglesia de San Pedro el Real, y su partida de defunción conservada en los juzgados militares de Madrid, se desplegaba un interminable puzzle de documentos, testimonios, y fotografías.
Pero la búsqueda de una mayor luz documental para iluminar una vida, pasada en su mayor parte entre las brumas de la clandestinidad, arrojaba igualmente infinitas sombras que hacían de la película un work in progress interminable y sin remedio. Sólo bajo el hechizo de aquel querer “saberlo todo” podía soñar con la utopía de responder a la pregunta de quién fue Felipe Sandoval.
Que estos días de noviembre hayan sido elegidos para esta “sesión de noche” de El Estado Mental no es casualidad. Fue en Madrid, en noviembre del 36, hace ahora 79 años, cuando la carrera del viejo pistolero alcanzó su momento cumbre. Al viejo atracador de bancos y presidiario habitual de los años 20 y los primeros 30, al anarquista de acción que compartía tertulia en París en el Café Combat con los Durruti, García Oliver, Aurelio Fernández…, la guerra lo transformó no sólo en policía de la revolución, si no también en juez inclemente de los tribunales populares de Porlier y en uno de sus más afamados verdugos. Un ejemplo inmejorable de lo que el entonces ministro de Justicia de la República Española, el anarquista Juan García Oliver, llamó la justicia en caliente: policía, juez y verdugo, todo en uno.
A día de hoy creo que podemos ver El honor de las Injurias como una reflexión personal, a través del cine, sobre el mal y la sociedad de aquella España. Pues el mal eran las condiciones de miseria, ignorancia y fanatismo en que vivía una gran parte de la sociedad española en el 36, y el mal era también el crimen, la venganza y el saqueo que toda revolución y guerra, aunque sea para romper el yugo de la explotación y la opresión, lleva consigo. Aquí se sitúa la delgada línea roja que recorre de un extremo a otro toda la película, un delgada línea entre el crimen y la utopía.
El regreso del Dr. Muñiz
Han pasado ya ocho años desde el estreno en la Seminci de Valladolid de la película El honor de las Injurias. Desde entonces, su presencia en ciclos y festivales ha tenido una constancia guadianesca. Se diría que el Dr. Muñiz no está dispuesto a regresar al olvido del que fue rescatado por esta película.
En el origen de su búsqueda jugaron un papel importante algunos libros como Nosotros los asesinos de Eduardo de Guzmán y también algunas geografías, como el barrio madrileño de Cuatro Caminos-Tetuán, que cosían el pasado del pistolero anarquista y el mío propio. Por entonces, primeros años del 2000, todo mi trabajo de pintor giraba alrededor de los días de la revolución y la guerra en Madrid.
Lleva tiempo rescatar lo que ha sido borrado por el tiempo y el olvido. Entre las primeras noticias que tuve de su vida y el estreno de la película en Valladolid pasaron cerca de ocho años. Un largo camino lleno de recovecos, dudas, asombros y decepciones. Un trabajo obsesivo en archivos y registros documentales de todo tipo: militares, policiales, judiciales, archivos de parroquias, partidos, sindicatos…
No faltaron tampoco los archivos particulares de viejos compañeros cenetistas de Felipe Sandoval, como Eduardo de Guzmán, Gregorio Gallego o Pedro Barrio.
Entre dos papeles, dos documentos, su partida de nacimiento y bautismo conservada en la Iglesia de San Pedro el Real, y su partida de defunción conservada en los juzgados militares de Madrid, se desplegaba un interminable puzzle de documentos, testimonios, y fotografías.
Pero la búsqueda de una mayor luz documental para iluminar una vida, pasada en su mayor parte entre las brumas de la clandestinidad, arrojaba igualmente infinitas sombras que hacían de la película un work in progress interminable y sin remedio. Sólo bajo el hechizo de aquel querer “saberlo todo” podía soñar con la utopía de responder a la pregunta de quién fue Felipe Sandoval.
Que estos días de noviembre hayan sido elegidos para esta “sesión de noche” de El Estado Mental no es casualidad. Fue en Madrid, en noviembre del 36, hace ahora 79 años, cuando la carrera del viejo pistolero alcanzó su momento cumbre. Al viejo atracador de bancos y presidiario habitual de los años 20 y los primeros 30, al anarquista de acción que compartía tertulia en París en el Café Combat con los Durruti, García Oliver, Aurelio Fernández…, la guerra lo transformó no sólo en policía de la revolución, si no también en juez inclemente de los tribunales populares de Porlier y en uno de sus más afamados verdugos. Un ejemplo inmejorable de lo que el entonces ministro de Justicia de la República Española, el anarquista Juan García Oliver, llamó la justicia en caliente: policía, juez y verdugo, todo en uno.
A día de hoy creo que podemos ver El honor de las Injurias como una reflexión personal, a través del cine, sobre el mal y la sociedad de aquella España. Pues el mal eran las condiciones de miseria, ignorancia y fanatismo en que vivía una gran parte de la sociedad española en el 36, y el mal era también el crimen, la venganza y el saqueo que toda revolución y guerra, aunque sea para romper el yugo de la explotación y la opresión, lleva consigo. Aquí se sitúa la delgada línea roja que recorre de un extremo a otro toda la película, un delgada línea entre el crimen y la utopía.