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El nuevo nuevo fascismo
“La sociedad de consumo es una forma suave de Estado policial. Creemos tener la capacidad de elegir, pero todo es obligatorio. Tenemos que seguir comprando o fracasamos como ciudadanos. El consumismo crea enormes necesidades inconscientes que sólo el fascismo puede satisfacer.” De las distopías de J. G. Ballard se ha dicho que son proféticas. Adjetivo sobrero, pues se tratan, en parte, de ensayos en forma de relato de ficción, ¿y acaso no busca toda distopía ser una radiografía de nuestro presente? Ballard escribió Kingdom Come en el año 2006. En la novela, una suerte de movimiento neofascista se incuba en un mall center en el extrarradio de Londres. Los integrantes de este movimiento, que nunca llega a tener un nombre, visten camisas con la cruz de San Jorge y enarbolan la bandera de Inglaterra, tres años antes de que se la apropiase en la vida real la English Defence League (EDL), la organización nacionalista que convoca regularmente protestas contra la inmigración y la apertura de nuevas mezquitas en Reino Unido. Lo que hace interesante este libro, leído hoy, es precisamente que Ballard en cierto modo pronosticó el auge de movimientos como la EDL, el Tea Party en EE. UU. o PEGIDA en Alemania.
Todos estos fenómenos han sido calificados por la prensa liberal y de izquierdas de fascistas, aunque sería más correcto llamarlos protofascistas o filofascistas, al menos si entendemos el fascismo como un movimiento político de la primera mitad del siglo XX. El fascismo histórico fue, a grandes rasgos, la respuesta al movimiento obrero organizado en Europa, y el neofascismo, a la nueva izquierda del mayo del 68 (por eso en ocasiones se le llama “mayo blanco”). En cambio, los movimientos antes señalados —a los que aún cabe añadir varios partidos europeos como el Frente Nacional de Marine Le Pen, a los que los medios agrupan bajo la etiqueta de “populismo de derechas”— son un desarrollo posterior y en parte diferente. ¿Un nuevo nuevo fascismo? ¿Un fascismo preventivo? Es una pregunta a la que los sociólogos tendrán que responder y que yo, en este espacio de microensayo, me limito a plantear.
La realidad siempre parece dar la razón a Ballard y confirmar sus peores intuiciones. En 2012, la inauguración de un centro de IKEA al norte de Londres terminó en graves disturbios en los que un hombre llegó a ser apuñalado. En la noticia del Evening Standard que recogió aquel hecho, uno de los participantes, Jilal Patel, de 29 años y originario de Tottenham, dijo: “Empecé a hacer cola a las 11 de la mañana, y nadie va a impedirme comprar mi sofá”. El sociólogo alemán Heinz Bude ha llamado a este segmento de la población “proletariado del sector servicios”: reponedores, mensajeros o personal de limpieza, obreros en definitiva, que trabajan entre cuarenta y cincuenta horas semanales a cambio de un salario precario y sin perspectivas de mejora laboral. Este “proletariado del sector servicios”, para el que el ascensor social hace tiempo que está averiado, ve a los inmigrantes como un ejército industrial de reserva dispuesto a sustituirle por salarios más bajos y peores condiciones laborales y, sin una fuerza de izquierdas que racionalice ese temor, se refugia en el voto de derechas.
Según Bude, existe además otro segmento social, asimilable a la clase media en declive, compuesto por personas que “a pesar de su formación y motivación, no han alcanzado la posición que otros poseen” y que ven su modesto bienestar amenazado por la crisis económica. “Han aprendido las normas que deciden en esta sociedad lo que es valioso y lo que no, y saben dónde se encuentran ellos”, ha escrito Jakob Augstein desde las páginas del semanario Der Spiegel. “¿Qué son para los rechazados por el sistema las apelaciones al deber, a las leyes y a la compasión? Es un sistema que niega todos los valores no económicos, que desprecia todo lo público, que no necesita a los intelectuales y que no considera al ciudadano como citoyen. ¿Y qué queda cuando la única promesa que les quedaba, el bienestar material, no se mantiene? Nada”.
“Cuando compramos algo, inconscientemente creemos que se nos ha entregado un regalo”, dice uno de los personajes de Kingdom Come sobre la sociedad de consumo. “¿Y la política exige un flujo constante de regalos? ¿Un nuevo hospital, una nueva escuela, una nueva carretera…?”, le pregunta el protagonista. “Exacto. Y todos sabemos lo que les ocurre a los niños que nunca reciben regalos. Y todos somos niños hoy”, responde. El consumismo, que en la novela se caracteriza como una “ideología de la redención”, se vio afectado por la crisis de 2008 que hizo evaporarse el crédito y los ahorros de miles de personas, entre ellos los dos segmentos de población arriba descritos.
Aquí entra en escena PEGIDA y similares. Como escribe Ballard a través del protagonista de su novela, este tipo de movimientos “han redramatizado sus vidas”, permitiéndoles marchar “orgullosamente y al unísono, con el entusiasmo militar de un pueblo que va a la guerra, mientras permanecen fieles al sueño pacífico de sus patios y barbacoas”. Por eso no se ven lábaros ni uniformes paramilitares ni botas de caña alta en sus manifestaciones. Salvo excepciones, como Farage y su hiriente sarcasmo de pub británico, en general sus líderes no destacan especialmente por nada. Podrían pasar, en casi todos los sentidos, por un manager cualquiera, y no cabe descartar que cultiven ese mismo rasgo. Esta palabra no está escogida al azar. La reacción siempre se organiza contra amenazas reales y percibidas, y adopta, como lo describió en una ocasión Brecht, las formas de un espejo deformante. En los treinta se trataba del bolchevismo y la “conspiración judía”. ¿Y hoy?
Según el marxista francés Jean-Loup Amselle, desde hace unos años estamos asistiendo a un “doble fenómeno de reivindicación identitaria”. “Por una parte, crecen las reivindicaciones minoritarias por parte de los grupos que se sienten discriminados, oprimidos, marginados: los ‘negros’, los ‘mestizos’, pero igualmente la comunidad LGTB e incluso ahora los disminuidos con necesidades especiales”, explica en una entrevista, publicada en Sin Permiso. “En conjunto —continúa—, asistimos a un fenómeno de captación de esas reivindicaciones por los que yo llamo ‘empresarios de la etnicidad y la memoria’.” Bajo esa etiqueta, Amselle se refiere a quienes “hablan en nombre de esos grupos, constituidos por ellos mismos, y de los que se proclaman portavoces, a fin de monopolizar en beneficio propio unas reivindicaciones poco articuladas y dispersas”. Para el profesor francés, “la identidad es múltiple, está en función del contexto de interlocución”, mientras que “las reivindicaciones monopolizadas por esos empresarios de etnicidad y memoria encierran a los actores sociales en mono-identidades”.
Se trataría de un fenómeno ligado a lo que Amselle llama el “declive de lo social”. “Ese declive —junto con el del universalismo— es continuo desde 1968. Es un fenómeno lento, que procede también de la descalificación del prisma analítico del marxismo, habida cuenta de la difamación sufrida por el marxismo como intrínsecamente vinculado al totalitarismo”, comenta. Esa difamación, sigue, “ha facilitado, en la coyuntura postsesentayochesca, postmoderna, postcolonial, la sustitución de un análisis en términos horizontales” por otro en términos verticales. “Esas identidades verticales (negro, mestizo, LGTB) se ven como más ‘glamourosas’ que las identidades horizontales de clase”, aclara Amselle.
Por otra parte, agrega, “todo eso va de la mano del auge de fenómenos de marketing ético. Ya se sabe, el mercado no se dirige a individuos atomizados, sino a categorías de clientes. Las empresas saben muy bien que tienen que segmentar el mercado. Así han logrado crear un mercado de cosméticos para negros, otro halal para los musulmanes, un mercado para los gays, etc.”. El “proletariado del sector servicios” no sólo ha sido en buena medida abandonado por los partidos socialdemócratas y comunistas, primero, y por la nueva izquierda, después, dejándole todo ese espacio político a la nueva derecha, sino también por los profesionales liberales y los académicos, entre quienes se encuentran los más destacados “empresarios de la etnicidad y la memoria”. Para el “proletariado del sector servicios” no hay representación política, tampoco representación mediática, y ahora, con la crisis, ni siquiera les es disponible el ejercicio de autoafirmación a través del consumo.
Aquí es cuando llaman a la puerta los “empresarios y gestores de la etnicidad” de la nueva derecha. Éstos “tratan de encerrar a los individuos en una mono-identidad ‘de cepa’, pero que se reproduce simétricamente por parte de la izquierda multicultural y postcolonial”. Entre las dos tendencias se da, según Amselle, un “efecto de retroalimentación”: “A medida que esas identidades minoritarias se endurecen, se da del otro lado también un endurecimiento de la identidad blanca y católica”. Es todo un mercado por explotar, como han sabido ver bien los “empresarios y gestores de la etnicidad” de la nueva derecha. Ese mercado empieza en la periferia de la sociedad de consumo y del espectáculo, en los supermercados low cost y las tiendas de retail del extrarradio y los suburbios, que proporcionan, a precios asequibles y por momentos, la ilusión de poder acceder al mundo como mera acumulación de mercancías. “Están al limite, esperando que aparezca algo grande y extraño”, escribe Ballard. Ese “algo grande y extraño”… ¿no estará surgiendo ya en Europa?
El nuevo nuevo fascismo
“La sociedad de consumo es una forma suave de Estado policial. Creemos tener la capacidad de elegir, pero todo es obligatorio. Tenemos que seguir comprando o fracasamos como ciudadanos. El consumismo crea enormes necesidades inconscientes que sólo el fascismo puede satisfacer.” De las distopías de J. G. Ballard se ha dicho que son proféticas. Adjetivo sobrero, pues se tratan, en parte, de ensayos en forma de relato de ficción, ¿y acaso no busca toda distopía ser una radiografía de nuestro presente? Ballard escribió Kingdom Come en el año 2006. En la novela, una suerte de movimiento neofascista se incuba en un mall center en el extrarradio de Londres. Los integrantes de este movimiento, que nunca llega a tener un nombre, visten camisas con la cruz de San Jorge y enarbolan la bandera de Inglaterra, tres años antes de que se la apropiase en la vida real la English Defence League (EDL), la organización nacionalista que convoca regularmente protestas contra la inmigración y la apertura de nuevas mezquitas en Reino Unido. Lo que hace interesante este libro, leído hoy, es precisamente que Ballard en cierto modo pronosticó el auge de movimientos como la EDL, el Tea Party en EE. UU. o PEGIDA en Alemania.
Todos estos fenómenos han sido calificados por la prensa liberal y de izquierdas de fascistas, aunque sería más correcto llamarlos protofascistas o filofascistas, al menos si entendemos el fascismo como un movimiento político de la primera mitad del siglo XX. El fascismo histórico fue, a grandes rasgos, la respuesta al movimiento obrero organizado en Europa, y el neofascismo, a la nueva izquierda del mayo del 68 (por eso en ocasiones se le llama “mayo blanco”). En cambio, los movimientos antes señalados —a los que aún cabe añadir varios partidos europeos como el Frente Nacional de Marine Le Pen, a los que los medios agrupan bajo la etiqueta de “populismo de derechas”— son un desarrollo posterior y en parte diferente. ¿Un nuevo nuevo fascismo? ¿Un fascismo preventivo? Es una pregunta a la que los sociólogos tendrán que responder y que yo, en este espacio de microensayo, me limito a plantear.
La realidad siempre parece dar la razón a Ballard y confirmar sus peores intuiciones. En 2012, la inauguración de un centro de IKEA al norte de Londres terminó en graves disturbios en los que un hombre llegó a ser apuñalado. En la noticia del Evening Standard que recogió aquel hecho, uno de los participantes, Jilal Patel, de 29 años y originario de Tottenham, dijo: “Empecé a hacer cola a las 11 de la mañana, y nadie va a impedirme comprar mi sofá”. El sociólogo alemán Heinz Bude ha llamado a este segmento de la población “proletariado del sector servicios”: reponedores, mensajeros o personal de limpieza, obreros en definitiva, que trabajan entre cuarenta y cincuenta horas semanales a cambio de un salario precario y sin perspectivas de mejora laboral. Este “proletariado del sector servicios”, para el que el ascensor social hace tiempo que está averiado, ve a los inmigrantes como un ejército industrial de reserva dispuesto a sustituirle por salarios más bajos y peores condiciones laborales y, sin una fuerza de izquierdas que racionalice ese temor, se refugia en el voto de derechas.
Según Bude, existe además otro segmento social, asimilable a la clase media en declive, compuesto por personas que “a pesar de su formación y motivación, no han alcanzado la posición que otros poseen” y que ven su modesto bienestar amenazado por la crisis económica. “Han aprendido las normas que deciden en esta sociedad lo que es valioso y lo que no, y saben dónde se encuentran ellos”, ha escrito Jakob Augstein desde las páginas del semanario Der Spiegel. “¿Qué son para los rechazados por el sistema las apelaciones al deber, a las leyes y a la compasión? Es un sistema que niega todos los valores no económicos, que desprecia todo lo público, que no necesita a los intelectuales y que no considera al ciudadano como citoyen. ¿Y qué queda cuando la única promesa que les quedaba, el bienestar material, no se mantiene? Nada”.
“Cuando compramos algo, inconscientemente creemos que se nos ha entregado un regalo”, dice uno de los personajes de Kingdom Come sobre la sociedad de consumo. “¿Y la política exige un flujo constante de regalos? ¿Un nuevo hospital, una nueva escuela, una nueva carretera…?”, le pregunta el protagonista. “Exacto. Y todos sabemos lo que les ocurre a los niños que nunca reciben regalos. Y todos somos niños hoy”, responde. El consumismo, que en la novela se caracteriza como una “ideología de la redención”, se vio afectado por la crisis de 2008 que hizo evaporarse el crédito y los ahorros de miles de personas, entre ellos los dos segmentos de población arriba descritos.
Aquí entra en escena PEGIDA y similares. Como escribe Ballard a través del protagonista de su novela, este tipo de movimientos “han redramatizado sus vidas”, permitiéndoles marchar “orgullosamente y al unísono, con el entusiasmo militar de un pueblo que va a la guerra, mientras permanecen fieles al sueño pacífico de sus patios y barbacoas”. Por eso no se ven lábaros ni uniformes paramilitares ni botas de caña alta en sus manifestaciones. Salvo excepciones, como Farage y su hiriente sarcasmo de pub británico, en general sus líderes no destacan especialmente por nada. Podrían pasar, en casi todos los sentidos, por un manager cualquiera, y no cabe descartar que cultiven ese mismo rasgo. Esta palabra no está escogida al azar. La reacción siempre se organiza contra amenazas reales y percibidas, y adopta, como lo describió en una ocasión Brecht, las formas de un espejo deformante. En los treinta se trataba del bolchevismo y la “conspiración judía”. ¿Y hoy?
Según el marxista francés Jean-Loup Amselle, desde hace unos años estamos asistiendo a un “doble fenómeno de reivindicación identitaria”. “Por una parte, crecen las reivindicaciones minoritarias por parte de los grupos que se sienten discriminados, oprimidos, marginados: los ‘negros’, los ‘mestizos’, pero igualmente la comunidad LGTB e incluso ahora los disminuidos con necesidades especiales”, explica en una entrevista, publicada en Sin Permiso. “En conjunto —continúa—, asistimos a un fenómeno de captación de esas reivindicaciones por los que yo llamo ‘empresarios de la etnicidad y la memoria’.” Bajo esa etiqueta, Amselle se refiere a quienes “hablan en nombre de esos grupos, constituidos por ellos mismos, y de los que se proclaman portavoces, a fin de monopolizar en beneficio propio unas reivindicaciones poco articuladas y dispersas”. Para el profesor francés, “la identidad es múltiple, está en función del contexto de interlocución”, mientras que “las reivindicaciones monopolizadas por esos empresarios de etnicidad y memoria encierran a los actores sociales en mono-identidades”.
Se trataría de un fenómeno ligado a lo que Amselle llama el “declive de lo social”. “Ese declive —junto con el del universalismo— es continuo desde 1968. Es un fenómeno lento, que procede también de la descalificación del prisma analítico del marxismo, habida cuenta de la difamación sufrida por el marxismo como intrínsecamente vinculado al totalitarismo”, comenta. Esa difamación, sigue, “ha facilitado, en la coyuntura postsesentayochesca, postmoderna, postcolonial, la sustitución de un análisis en términos horizontales” por otro en términos verticales. “Esas identidades verticales (negro, mestizo, LGTB) se ven como más ‘glamourosas’ que las identidades horizontales de clase”, aclara Amselle.
Por otra parte, agrega, “todo eso va de la mano del auge de fenómenos de marketing ético. Ya se sabe, el mercado no se dirige a individuos atomizados, sino a categorías de clientes. Las empresas saben muy bien que tienen que segmentar el mercado. Así han logrado crear un mercado de cosméticos para negros, otro halal para los musulmanes, un mercado para los gays, etc.”. El “proletariado del sector servicios” no sólo ha sido en buena medida abandonado por los partidos socialdemócratas y comunistas, primero, y por la nueva izquierda, después, dejándole todo ese espacio político a la nueva derecha, sino también por los profesionales liberales y los académicos, entre quienes se encuentran los más destacados “empresarios de la etnicidad y la memoria”. Para el “proletariado del sector servicios” no hay representación política, tampoco representación mediática, y ahora, con la crisis, ni siquiera les es disponible el ejercicio de autoafirmación a través del consumo.
Aquí es cuando llaman a la puerta los “empresarios y gestores de la etnicidad” de la nueva derecha. Éstos “tratan de encerrar a los individuos en una mono-identidad ‘de cepa’, pero que se reproduce simétricamente por parte de la izquierda multicultural y postcolonial”. Entre las dos tendencias se da, según Amselle, un “efecto de retroalimentación”: “A medida que esas identidades minoritarias se endurecen, se da del otro lado también un endurecimiento de la identidad blanca y católica”. Es todo un mercado por explotar, como han sabido ver bien los “empresarios y gestores de la etnicidad” de la nueva derecha. Ese mercado empieza en la periferia de la sociedad de consumo y del espectáculo, en los supermercados low cost y las tiendas de retail del extrarradio y los suburbios, que proporcionan, a precios asequibles y por momentos, la ilusión de poder acceder al mundo como mera acumulación de mercancías. “Están al limite, esperando que aparezca algo grande y extraño”, escribe Ballard. Ese “algo grande y extraño”… ¿no estará surgiendo ya en Europa?