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Clasicismo contra el caos
Cavilaciones en torno a la primera expo monográfica de Ingres en España
Cuando comisarió en Madrid aquella exposición legendaria titulada lacónicamente Eugène Delacroix, Harald Szeemann se refirió al pintor en unos términos que no entrañan confusión alguna: «fue siempre un punto de referencia, nunca una magnitud plenamente comprensible, a excepción, claro está, de la serie de obras maestras que podían verse en el Louvre». Szeemann, viejo zorro, tenía por costumbre adelantarse dos o tres décadas a todo. Pero aunque corría 1988, eran ya (otros) tiempos lejanos. Por aquel entonces el Museo del Prado usaba el Palacio de Villahermosa —actual Museo Thyssen— para hacer exposiciones de semejante calado, aunque esto, dicho en puridad, es irrelevante. Curioso es que sin necesidad de cambiar una coma, ni una palabra tan siquiera, el aserto de Szeemann funcione a la perfección para definir a Jean-Auguste-Dominique Ingres, ya saben, el famoso opositor de Delacroix, su más encendido rival, antítesis estética o cuántas formas mitológicas nos ha vendido la historiografía la obra de ambos monstruos.
Esta tesis, aparentemente disruptiva, en realidad no debería sorprender a nadie. Si yo les lanzase un aforismo como: «El arte no se muere de calor, pero sí de frío», estoy seguro de que ustedes sabrían muy bien a cuál de los dos pertenece. Rásquense los bolsillos, hagan sus apuestas. ¿Cuarenta a uno por Delacroix? Bien, permítanme que les diga que ya habrían perdido su dinero.
Castizamente hablando: tomar el mito neoclásico del pintor y ponerlo patas arriba, dinamitarlo. Éste es el veneno que ha puesto Vincent Pomarède en la nueva revisión de Ingres que ha inaugurado estos días el Museo del Prado. Sugiero que seamos cautos.
Se sabe que hacer mitología es casi tan arduo como untar mantequilla en una tostada. En historia del arte resulta más sencillo si cabe, sobre todo cuando la antinomia es capaz de desenvolverse en el tiempo sin aparentes contratiempos. ¿Por qué funciona inalterable durante siglos? Porque es tan plácida que no hay necesidad de revisarla. Como sucede en moda o en política, las cosas son lo que son hasta que dejan de serlo.
En esta ocasión se remonta a la querelle entre los seguidores de Poussin y los de Rubens (defensores unos de la preeminencia del dibujo sobre el color y viceversa), y aunque discrepo, pues considero que el horizonte estético de 1680 no es equiparable —en igualdad de condiciones— a las expectativas artísticas en tiempos de Baudelaire, reconozco que es una idea muy seductora incluso tres siglos y pico después para resumir un tema harto ambicioso. Para explicar por qué las cosas cambian tengo tres hipótesis: 1) puede llegar —y créanme que siempre llega— un día en que ciertas ideas se vuelven sencillamente insostenibles; 2) un repentino descubrimiento es capaz de tumbar la teoría de turno establecida; o bien, por último, 3) alguien se propone hacer de la cultura un organismo vivo, una herramienta útil, un vehículo de su tiempo.
La tercera podría acabar de una vez por todas con estas palabras malditas: “¿Has estudiado Historia del Arte? ¡Qué bonito! ¿Y para qué sirve?”. Lamentabla, pero volvamos. Lo he dicho más arriba: además de conservador del Louvre, Vincent Pomarède está considerado el mayor especialista en la obra de Ingres —inserte aquí un minipunto para el Prado— y ha decidido no perder el tiempo en quincallas turísticas de baja estofa.
Su método es sencillo y a la vez complejísimo. Algunos de ustedes reirán, guardo esa esperanza, pero Pomarède tiene el propósito ante todo de comprender lo que no entiende. Y se ha preguntado; se ha preguntado para hallar una respuesta que culmina con la destrucción del tópico, en muchas ocasiones vago, del antagonismo. Pero una cosa es obvia. La deriva sensacionalista vende más entradas, genera más titulares y recoge más beneficios cuanto más exagerada sea. Baste un ejemplo banal: Ingres y Delacroix tuvieron una personalidad artística tan contraria que a menudo llegaban al insulto. Entre tales lindezas existen epítetos del tipo «el apóstol de lo feo» o «cerebro defectuoso» (el primero al segundo y el segundo al primero, respectivamente), pero también lo dijo Szeemann en su día: «Delacroix se consideraba a sí mismo un clásico». ¿Adivinan qué ecuación de las dos ha prevalecido?
Aún queriendo explotar esta disputa, si nos ciñésemos a ella, no sabríamos nada de uno ni otro. Y bueno, si por reducirlo estuviéramos dispuestos a quedarnos anclados en la carencia inventiva de Ingres, como así parece ser que hizo el propio Delacroix para desacreditarlo, convendría recordar aquello que dijo Fernando Arrabal en una conferencia sobre Platón: «No tiene imaginación, es un tipo del que sin duda hay que fiarse». El genio es ambivalente y no camina en una sola dirección. Y esto por suerte para todos, claro. Porque aunque no queramos admitir cosa semejante, todos lo sabemos: la única responsable de la ignorancia sigue siendo la complacencia.
Trifulcas historiográficas al margen, era de esperar que el Prado contribuyese con su pertinente —y por favor no vean monstruos al pronunciar esta palabra— lectura nacionalista: ¿dónde queda España en todo este elocuente batiburrillo? En realidad se han tratado de actualizar las relaciones de Ingres con diversos artistas españoles, sobre todo en Roma, entre los que se encuentran José Álvarez Cubero, José Aparicio o los Madrazo. El encargado de contestar esta pregunta ha sido Carlos G. Navarro, en calidad de «comisario institucional». La denominación tiene su aquel, ya voy.
Detengámonos por un momento en la historiografía del arte francesa y española (en base siempre a esta exposición concreta); es posible que ambas puedan revelarnos algunos síndromes endémicos a la hora de leer el presente en el pasado. Mientras que Pomarède, que no es precisamente un cualquiera, se ha atrevido a reestructurar (a lo Szeemann, casi) la tradición interpretativa ya no sólo del neoclasicismo de Ingres, sino también del romanticismo de Delacroix, Carlos G. Navarro ha optado por una línea continuista en la que sin embargo el discurso se revela inequívoco y correcto: institucional: sin brechas y sin poder permitírselas. Por otra parte, y dado que el Prado sentirá —intuida en el mejor de los casos— la obligación moral y ética de rendir pleitesía al hermano mayor, todo se me antoja lógico; pero no obstante surgen algunos interrogantes. Lo dijo en la rueda de prensa el comisario de la pinacoteca española y yo reparé en ella algo sobresaltado en mi interior: «El museo es el lugar donde hay que conocerlo» [a Ingres]. Alto ahí, un momento. No se dejen embaucar; aunque la frase está revestida de cierto perogrullismo retórico —adónde demonios iremos a ver cuadros si no es a un museo—, en verdad se trata de un soterrado mensaje museístico: Ingres es muchas cosas, pero sobre todo, un museo, o lo que es lo mismo: una institución. En marketing y publicidad lo llamarían «subliminal».
Y algún pretexto rutilante encontrarán, más de setenta para ser exactos: La gran Odalisca, Edipo y la esfinge, Louis-François Bertin, el retrato de Napoleón, El baño turco o aquel Ariosto reinterpretado en Ruggiero libera a Angélica. La lista es extensa, y además en febrero vendrán más obras. Sin embargo, a Ingres ya no es suficiente revalorizarlo por su neoclasicismo, su «deseo insaciable de gloria», sus retratos (que por otra parte odiaba, según Pomarède) o sus dibujos. Todos (Louvre, Prado y Museo Ingres de Montauban) han hecho un trabajo extraordinario, pero me queda un poso contradictorio al que no puedo abstraerme. Con esta exposición el Louvre desea fomentar la definitiva emancipación crítica de Ingres, quién sabe si para que vuelva a buscar su asiento entre el público. El Prado, por el contrario, da la sensación de aferrarse en extremo a una manía conservadora y anticuaria que hace de Ingres lo que decía anteriormente: un museo en sí mismo. Por su neoclasicismo lo conoceréis, que decían las Escrituras.
Así suena el mensaje. Imagino que es la rivalidad —como en la guerra— quien paga las facturas. Y no sean perversos, en museología no existen las buenas ni las malas intenciones. Hay cosas que se hacen y cosas que no se hacen.
Werner Jaeger sostenía que el caos, que él definía a partir de Hesíodo como un bostezo entre la Tierra y el Cielo, pertenece a la herencia prehistórica de los pueblos indoeuropeos. Aristóteles, sin embargo, lo asociaba a un espacio vacío. El mundo está patas arriba y no sé si aquel mensaje entre líneas de El idiota de Dostoievski nos salvará definitivamente de la barbarie. En un pasaje de la Vida de los doce Césares, Suetonio creía que el veneno no sólo era capaz de matar, sino también de fortalecer los miembros cuando penetraba en el organismo. Teorías las hay de todos los colores. No es que yo defienda la idea de recurrir al pentagrama clásico del arte como resistencia para combatir la infamia de este tiempo, es que ésa parece ser la ecuación que se impone en la historia del arte cuando ésta queda a merced de los museos y no de la cultura. Santígüense y repitan conmigo: por los siglos de los siglos, amén.
Clasicismo contra el caos
Cuando comisarió en Madrid aquella exposición legendaria titulada lacónicamente Eugène Delacroix, Harald Szeemann se refirió al pintor en unos términos que no entrañan confusión alguna: «fue siempre un punto de referencia, nunca una magnitud plenamente comprensible, a excepción, claro está, de la serie de obras maestras que podían verse en el Louvre». Szeemann, viejo zorro, tenía por costumbre adelantarse dos o tres décadas a todo. Pero aunque corría 1988, eran ya (otros) tiempos lejanos. Por aquel entonces el Museo del Prado usaba el Palacio de Villahermosa —actual Museo Thyssen— para hacer exposiciones de semejante calado, aunque esto, dicho en puridad, es irrelevante. Curioso es que sin necesidad de cambiar una coma, ni una palabra tan siquiera, el aserto de Szeemann funcione a la perfección para definir a Jean-Auguste-Dominique Ingres, ya saben, el famoso opositor de Delacroix, su más encendido rival, antítesis estética o cuántas formas mitológicas nos ha vendido la historiografía la obra de ambos monstruos.
Esta tesis, aparentemente disruptiva, en realidad no debería sorprender a nadie. Si yo les lanzase un aforismo como: «El arte no se muere de calor, pero sí de frío», estoy seguro de que ustedes sabrían muy bien a cuál de los dos pertenece. Rásquense los bolsillos, hagan sus apuestas. ¿Cuarenta a uno por Delacroix? Bien, permítanme que les diga que ya habrían perdido su dinero.
Castizamente hablando: tomar el mito neoclásico del pintor y ponerlo patas arriba, dinamitarlo. Éste es el veneno que ha puesto Vincent Pomarède en la nueva revisión de Ingres que ha inaugurado estos días el Museo del Prado. Sugiero que seamos cautos.
Se sabe que hacer mitología es casi tan arduo como untar mantequilla en una tostada. En historia del arte resulta más sencillo si cabe, sobre todo cuando la antinomia es capaz de desenvolverse en el tiempo sin aparentes contratiempos. ¿Por qué funciona inalterable durante siglos? Porque es tan plácida que no hay necesidad de revisarla. Como sucede en moda o en política, las cosas son lo que son hasta que dejan de serlo.
En esta ocasión se remonta a la querelle entre los seguidores de Poussin y los de Rubens (defensores unos de la preeminencia del dibujo sobre el color y viceversa), y aunque discrepo, pues considero que el horizonte estético de 1680 no es equiparable —en igualdad de condiciones— a las expectativas artísticas en tiempos de Baudelaire, reconozco que es una idea muy seductora incluso tres siglos y pico después para resumir un tema harto ambicioso. Para explicar por qué las cosas cambian tengo tres hipótesis: 1) puede llegar —y créanme que siempre llega— un día en que ciertas ideas se vuelven sencillamente insostenibles; 2) un repentino descubrimiento es capaz de tumbar la teoría de turno establecida; o bien, por último, 3) alguien se propone hacer de la cultura un organismo vivo, una herramienta útil, un vehículo de su tiempo.
La tercera podría acabar de una vez por todas con estas palabras malditas: “¿Has estudiado Historia del Arte? ¡Qué bonito! ¿Y para qué sirve?”. Lamentabla, pero volvamos. Lo he dicho más arriba: además de conservador del Louvre, Vincent Pomarède está considerado el mayor especialista en la obra de Ingres —inserte aquí un minipunto para el Prado— y ha decidido no perder el tiempo en quincallas turísticas de baja estofa.
Su método es sencillo y a la vez complejísimo. Algunos de ustedes reirán, guardo esa esperanza, pero Pomarède tiene el propósito ante todo de comprender lo que no entiende. Y se ha preguntado; se ha preguntado para hallar una respuesta que culmina con la destrucción del tópico, en muchas ocasiones vago, del antagonismo. Pero una cosa es obvia. La deriva sensacionalista vende más entradas, genera más titulares y recoge más beneficios cuanto más exagerada sea. Baste un ejemplo banal: Ingres y Delacroix tuvieron una personalidad artística tan contraria que a menudo llegaban al insulto. Entre tales lindezas existen epítetos del tipo «el apóstol de lo feo» o «cerebro defectuoso» (el primero al segundo y el segundo al primero, respectivamente), pero también lo dijo Szeemann en su día: «Delacroix se consideraba a sí mismo un clásico». ¿Adivinan qué ecuación de las dos ha prevalecido?
Aún queriendo explotar esta disputa, si nos ciñésemos a ella, no sabríamos nada de uno ni otro. Y bueno, si por reducirlo estuviéramos dispuestos a quedarnos anclados en la carencia inventiva de Ingres, como así parece ser que hizo el propio Delacroix para desacreditarlo, convendría recordar aquello que dijo Fernando Arrabal en una conferencia sobre Platón: «No tiene imaginación, es un tipo del que sin duda hay que fiarse». El genio es ambivalente y no camina en una sola dirección. Y esto por suerte para todos, claro. Porque aunque no queramos admitir cosa semejante, todos lo sabemos: la única responsable de la ignorancia sigue siendo la complacencia.
Trifulcas historiográficas al margen, era de esperar que el Prado contribuyese con su pertinente —y por favor no vean monstruos al pronunciar esta palabra— lectura nacionalista: ¿dónde queda España en todo este elocuente batiburrillo? En realidad se han tratado de actualizar las relaciones de Ingres con diversos artistas españoles, sobre todo en Roma, entre los que se encuentran José Álvarez Cubero, José Aparicio o los Madrazo. El encargado de contestar esta pregunta ha sido Carlos G. Navarro, en calidad de «comisario institucional». La denominación tiene su aquel, ya voy.
Detengámonos por un momento en la historiografía del arte francesa y española (en base siempre a esta exposición concreta); es posible que ambas puedan revelarnos algunos síndromes endémicos a la hora de leer el presente en el pasado. Mientras que Pomarède, que no es precisamente un cualquiera, se ha atrevido a reestructurar (a lo Szeemann, casi) la tradición interpretativa ya no sólo del neoclasicismo de Ingres, sino también del romanticismo de Delacroix, Carlos G. Navarro ha optado por una línea continuista en la que sin embargo el discurso se revela inequívoco y correcto: institucional: sin brechas y sin poder permitírselas. Por otra parte, y dado que el Prado sentirá —intuida en el mejor de los casos— la obligación moral y ética de rendir pleitesía al hermano mayor, todo se me antoja lógico; pero no obstante surgen algunos interrogantes. Lo dijo en la rueda de prensa el comisario de la pinacoteca española y yo reparé en ella algo sobresaltado en mi interior: «El museo es el lugar donde hay que conocerlo» [a Ingres]. Alto ahí, un momento. No se dejen embaucar; aunque la frase está revestida de cierto perogrullismo retórico —adónde demonios iremos a ver cuadros si no es a un museo—, en verdad se trata de un soterrado mensaje museístico: Ingres es muchas cosas, pero sobre todo, un museo, o lo que es lo mismo: una institución. En marketing y publicidad lo llamarían «subliminal».
Y algún pretexto rutilante encontrarán, más de setenta para ser exactos: La gran Odalisca, Edipo y la esfinge, Louis-François Bertin, el retrato de Napoleón, El baño turco o aquel Ariosto reinterpretado en Ruggiero libera a Angélica. La lista es extensa, y además en febrero vendrán más obras. Sin embargo, a Ingres ya no es suficiente revalorizarlo por su neoclasicismo, su «deseo insaciable de gloria», sus retratos (que por otra parte odiaba, según Pomarède) o sus dibujos. Todos (Louvre, Prado y Museo Ingres de Montauban) han hecho un trabajo extraordinario, pero me queda un poso contradictorio al que no puedo abstraerme. Con esta exposición el Louvre desea fomentar la definitiva emancipación crítica de Ingres, quién sabe si para que vuelva a buscar su asiento entre el público. El Prado, por el contrario, da la sensación de aferrarse en extremo a una manía conservadora y anticuaria que hace de Ingres lo que decía anteriormente: un museo en sí mismo. Por su neoclasicismo lo conoceréis, que decían las Escrituras.
Así suena el mensaje. Imagino que es la rivalidad —como en la guerra— quien paga las facturas. Y no sean perversos, en museología no existen las buenas ni las malas intenciones. Hay cosas que se hacen y cosas que no se hacen.
Werner Jaeger sostenía que el caos, que él definía a partir de Hesíodo como un bostezo entre la Tierra y el Cielo, pertenece a la herencia prehistórica de los pueblos indoeuropeos. Aristóteles, sin embargo, lo asociaba a un espacio vacío. El mundo está patas arriba y no sé si aquel mensaje entre líneas de El idiota de Dostoievski nos salvará definitivamente de la barbarie. En un pasaje de la Vida de los doce Césares, Suetonio creía que el veneno no sólo era capaz de matar, sino también de fortalecer los miembros cuando penetraba en el organismo. Teorías las hay de todos los colores. No es que yo defienda la idea de recurrir al pentagrama clásico del arte como resistencia para combatir la infamia de este tiempo, es que ésa parece ser la ecuación que se impone en la historia del arte cuando ésta queda a merced de los museos y no de la cultura. Santígüense y repitan conmigo: por los siglos de los siglos, amén.