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Clarines, timbales y rock & roll
Desde el rock de los Rolling Stones a la chanson francesa de Aznavour, pasando por el jazz de Duke Ellington o el flamenco de Camarón, la música y las corridas de toros han tenido siempre una sorprendente y a veces complicada relación, con un caso claro de eterna pasión y fidelidad permanente: el pasodoble.
El 2 de julio de 1965 los Beatles actuaron en la Plaza de Toros de las Ventas bajo la mirada suspicaz de la policía franquista y el asombro ilusionado de unos miles de fans. Al día siguiente John, Paul, George y Ringo aterrizaban en el aeropuerto de El Prat con la montera puesta para tocar en la Monumental, presentados por el inefable Torrebruno. El cuarteto de Liverpool no lo sabía, pero estaban inaugurando una larga tradición de rock y toros, bueno, más bien de rock y plazas de toros. Desde entonces por los ruedos españoles han pasado desde los Rolling Stones a Bruce Springsteen, pasando por Bob Marley, Tina Turner, Dire Straits, AC-DC o Iron Maiden, por citar sólo a algunos de los incuestionables mitos internacionales.
Los cosos taurinos fueron refugio de rockeros en los agitados finales de los setenta y principios de los ochenta, una época con más ganas que medios, en la que en todo el país no había prácticamente un solo local adaptado a las necesidades de un concierto multitudinario y la afición a los toros comenzaba a declinar. Miguel Ríos, Leño, Asfalto, Medina Azahara y Triana lidiaron en las plazas españolas con un público hambriento de libertad y diversión que durante unas horas convertía los recintos taurinos en sus pequeños woodstocks particulares, a salvo de la vigilancia policial y paternal, por aquellos tiempos severas a la par. Ellos abrieron el camino a los grupos de la movida ochentera y de cientos de músicos de todo el mundo que desde los años de la transición hicieron sus particulares faenas en los mismos redondeles en los que el resto del año sonaron pitos y palmas, en ese derroche de valor, tragedia y sangre que algunos llaman “la fiesta nacional”. Pero por mucho rock & roll que haya paseado por los ruedos, la música que de verdad impregna el albero y los tendidos es, desde hace cientos de años, el pasodoble.
Pasodobles de sangre y arena
El pasodoble nació en España en el primer tercio del siglo xvi y desde entonces ha sido la música popular que se ha mantenido viva por más tiempo. Durante la larga etapa monográficamente gris del franquismo fue la banda sonora del país. Pronto fue adoptada como música identitaria por el ejército, que tiene en el pasodoble Soldadito español la más genuina y castiza de sus marchas militares.
Pero esta música de tempo allegro moderato y compás de dos por cuatro encontró su hábitat natural en el sol y sombra de las plazas, para mayor gloria de los toreros, los ídolos de masas que precedieron durante un tercio de siglo a los iconos actuales del fútbol o el rock & roll. No había matador que se preciase que no tuviese su pasodoble dedicado. Gallito, compuesto en 1904 por el maestro Santiago Lope Gonzalo, está considerado el himno oficial taurino, si es que tal cosa existe. Manolete es un homenaje post morten que comenzó siendo una pieza instrumental compuesta en 1939 por Pedro Orozco y José Ramos en homenaje al llamado “Califa del Toreo”, a la que se le añadió la letra después de la trágica muerte del diestro en Linares en agosto de 1947. Este popularísimo pasodoble tuvo una réplica irreverente en el famoso Manolete (“... si no sabes torear pa' qué te metes”), una coplilla que se atribuye a los partidarios de su rival, el diestro mexicano Arruza, y que ha pasado a integrar el refranero popular. No le va a la zaga en popularidad Francisco Alegre, un tributo a la historia de amor entre un torero y su amante, obra de la conocida como “cuadrilla de la copla”, formada por los maestros Quintero, León y Quiroga, que lo compusieron en 1945. A este trío de poetas y músicos debemos canciones tan enraizadas en el folclore español como Tatuaje, A tu vera o A la lima y al limón.
En la década de 1920 el pasodoble se popularizó como baile, comenzó a tener letra y comenzó a formar parte fundamental del repertorio de las bandas de música. Pocas cosas hay que definan tan bien el tópico español de los primeros dos tercios del siglo xx que una pareja bailando en una verbena al son de Suspiros de España, España cañí, El gato montés o Paquito el Chocolatero, que fue compuesto por Gustavo Pascual Falcó 77 años antes de que King África lo convirtiera en un llenapistas de principios del siglo xxi.
Eran esos mismos pasodobles los que sonaban durante las corridas de toros, siguiendo un curioso y complicado ritual. Aparte de los tres únicos momentos estipulados oficialmente (el paseíllo, el arrastre del toro y el momento en el que el matador pone banderillas), el resto de las ocasiones la música suena según el estado de ánimo de la plaza, o por decirlo de alguna forma, a una petición no formal del público difícil de interpretar para los profanos. Y así sucede en todas las plazas de toros del mundo con una única excepción, Las Ventas de Madrid, donde la música no suena durante la lidia desde 1939, en la primera corrida tras la Guerra Civil, cuando tras una monumental bronca entre los partidarios de Domingo Ortega y Marcial Lalanda a cuenta de si la música sonaba para uno o para otro, la dirección de la plaza decidió tirar por el camino de en medio y prohibir la música durante las faenas, en un acto de justicia igualitaria y silenciosa.
Jazz, rock y punk respondón
Pero la relación de las corridas de toros y la música va mucho más allá del pasodoble y toca todos los géneros imaginables, desde el flamenco al punk, pasando por el jazz, el soul, el pop o la chanson francesa. En 1963 The Clevers, un grupo brasileño de soul y surf-rock instrumental, grabó una versión acelerada del viejo tema El Relicario, que había sido compuesto en 1914 por José Padilla y que desde entonces había acompañado los capotazos y paseíllos de decenas de diestros en todas las plazas de toros. Este gran clásico de los pasodobles taurinos, que llegó a ser utilizado en la campaña electoral de Eisenhower, fue tuneado por un grupo brasileño de twist, cambiando los pasos de pecho por los meneos de cadera. Justo ese mismo año, un Elvis Presley en pleno delirio cinematográfico estrena la película El ídolo de Acapulco, con un guiño taurino en la interpretación de The Bullfighter Was a Lady, una horterada latina a ritmo de calipso para dudoso lucimiento del Rey del Rock, que se marca un inverosímil zapateado rodeado por un mariachi mientras esgrime un capote. Y todo para intentar impresionar a Ursula Andress, a la que le susurraba algo así como: “Pedro el torero eligió a su dama, que flotaba en el aire con un clavel en el pelo mientras bailaba un dulce vals con el Matador”. Quizá lo más inexplicable es que la Andress no saliese huyendo.
En la misma onda de hibridación entre mariachi, jazz, pop instrumental y ambientación taurina está The Lonely Bull, el tema del debut discográfico de los californianos Herp Alpert & The Tijuana Brass. Alpert creó la canción tras ver una corrida de toros durante un viaje a México, adaptando el tema Twinkle Star, escrito por Sol Lake, al que añadió un fondo de olés y ruido ambiental con aires de mariachi que supuso un éxito total para una primera banda de latin jazz.
En 1966, Gerald Wilson, un compositor de música para big bands que trabajaba para Duke Ellington y que se aficionó a los toros durante sus habituales visitas a México, el país de su mujer, escribió El Viti The Matador, después de ver torear al torero de Salamanca en la Monumental del país azteca. Se estrenó el 25 de enero de aquel año en Barcelona y fue grabada seis meses después en Niza, durante la gira que la orquesta de Ellington realizó por la Costa Azul, dejando así testimonio del único tema de jazz dedicado a un torero. Wilson mantuvo su afición durante toda su vida y creó una peña taurina en Los Ángeles.
También por aquella época, Charles Aznavour, por entonces el cantante francés más universal, compone Le Toréador, un ejercicio de poesía musical con aires de nouvelle vague para la muerte solitaria de un torero anónimo .La voz serpenteante y gutural de Aznavour profundizaba en la tragedia: “En el suelo su traje de fiesta quedó. / Todo sucio de polvo, bañado en sudor. / Y es mayor que su herida el inmenso dolor, / de escuchar los aplausos para el vencedor”. Una letra que alcanzaba grados de contrición en la versión del eterno Raphael, que la incluyó en su disco Raphael canta, grabado en 1966.
En las antípodas absolutas está el caso de Camarón de la Isla, que en su juventud incubó sueños de ser torero y llegó a actuar en algunos festejos benéficos de poca monta; una afición de la que quedan suficientes testimonios gráficos, como el cartel de la Plaza de Toros de San Pedro de Alcántara del 19 de octubre de 1975, cuando el cantaor compartió paseíllo con el propio Curro Romero. Fruto de esa pasión es Me dieron una ocasión, una bulería desgarrada para la oportunidad fallida y la vocación fracasada de un cantaor que quiso ser torero. Quizá sea la más llamativa de las incursiones del flamenco en los toros, mucho menos abrumadoras de lo que en principio pudiera parecer, a pesar de aficiones tan reconocidas como la de Manolo Caracol, que descendía de varias generaciones de toreros, aunque esta simbiosis produjo temas tan impresionantes como la Tauromagia, de Manolo Sanlúcar, las Coplas de Antonio Ordóñez o El toro y la luna, popularizadas por Lola Flores.
La lista de rockeros y cantautores españoles que incursionaron en el tema taurino es tan extensa como variopinta e incluye retratos de la gris España de posguerra, como el que hace Sabina en De purísima y oro, casticismos militantes para suicidios como el de Juan Belmonte a cargo de Gabinete Caligari en Sangre española, pasodobles poperos de serie televisiva como el Juncal de las Vainica Doble o declaraciones de aborrecimiento letal como Odio los pasodobles, de Ilegales. Aunque para declaración antitaurina la de Siniestro Total y su Alégrame el día, una venganza taurina inspirada en Harry el Sucio a cargo del punk gamberro con retranca gallega.
Quedan fuera de este repaso unos cuantos temas que, con mayor o menor fortuna, han intentado aproximarse al llamado Arte de Cúchares y aunque los aires antitaurinos que corren en la España del siglo xxi no auguren muchas novedades taurinas, es posible que aún nos queden por ver unas cuantas sorpresas porque, como sentenció en su día el torero cordobés Guerrita, “hay gente pa' to”.
Clarines, timbales y rock & roll
Desde el rock de los Rolling Stones a la chanson francesa de Aznavour, pasando por el jazz de Duke Ellington o el flamenco de Camarón, la música y las corridas de toros han tenido siempre una sorprendente y a veces complicada relación, con un caso claro de eterna pasión y fidelidad permanente: el pasodoble.
El 2 de julio de 1965 los Beatles actuaron en la Plaza de Toros de las Ventas bajo la mirada suspicaz de la policía franquista y el asombro ilusionado de unos miles de fans. Al día siguiente John, Paul, George y Ringo aterrizaban en el aeropuerto de El Prat con la montera puesta para tocar en la Monumental, presentados por el inefable Torrebruno. El cuarteto de Liverpool no lo sabía, pero estaban inaugurando una larga tradición de rock y toros, bueno, más bien de rock y plazas de toros. Desde entonces por los ruedos españoles han pasado desde los Rolling Stones a Bruce Springsteen, pasando por Bob Marley, Tina Turner, Dire Straits, AC-DC o Iron Maiden, por citar sólo a algunos de los incuestionables mitos internacionales.
Los cosos taurinos fueron refugio de rockeros en los agitados finales de los setenta y principios de los ochenta, una época con más ganas que medios, en la que en todo el país no había prácticamente un solo local adaptado a las necesidades de un concierto multitudinario y la afición a los toros comenzaba a declinar. Miguel Ríos, Leño, Asfalto, Medina Azahara y Triana lidiaron en las plazas españolas con un público hambriento de libertad y diversión que durante unas horas convertía los recintos taurinos en sus pequeños woodstocks particulares, a salvo de la vigilancia policial y paternal, por aquellos tiempos severas a la par. Ellos abrieron el camino a los grupos de la movida ochentera y de cientos de músicos de todo el mundo que desde los años de la transición hicieron sus particulares faenas en los mismos redondeles en los que el resto del año sonaron pitos y palmas, en ese derroche de valor, tragedia y sangre que algunos llaman “la fiesta nacional”. Pero por mucho rock & roll que haya paseado por los ruedos, la música que de verdad impregna el albero y los tendidos es, desde hace cientos de años, el pasodoble.
Pasodobles de sangre y arena
El pasodoble nació en España en el primer tercio del siglo xvi y desde entonces ha sido la música popular que se ha mantenido viva por más tiempo. Durante la larga etapa monográficamente gris del franquismo fue la banda sonora del país. Pronto fue adoptada como música identitaria por el ejército, que tiene en el pasodoble Soldadito español la más genuina y castiza de sus marchas militares.
Pero esta música de tempo allegro moderato y compás de dos por cuatro encontró su hábitat natural en el sol y sombra de las plazas, para mayor gloria de los toreros, los ídolos de masas que precedieron durante un tercio de siglo a los iconos actuales del fútbol o el rock & roll. No había matador que se preciase que no tuviese su pasodoble dedicado. Gallito, compuesto en 1904 por el maestro Santiago Lope Gonzalo, está considerado el himno oficial taurino, si es que tal cosa existe. Manolete es un homenaje post morten que comenzó siendo una pieza instrumental compuesta en 1939 por Pedro Orozco y José Ramos en homenaje al llamado “Califa del Toreo”, a la que se le añadió la letra después de la trágica muerte del diestro en Linares en agosto de 1947. Este popularísimo pasodoble tuvo una réplica irreverente en el famoso Manolete (“... si no sabes torear pa' qué te metes”), una coplilla que se atribuye a los partidarios de su rival, el diestro mexicano Arruza, y que ha pasado a integrar el refranero popular. No le va a la zaga en popularidad Francisco Alegre, un tributo a la historia de amor entre un torero y su amante, obra de la conocida como “cuadrilla de la copla”, formada por los maestros Quintero, León y Quiroga, que lo compusieron en 1945. A este trío de poetas y músicos debemos canciones tan enraizadas en el folclore español como Tatuaje, A tu vera o A la lima y al limón.
En la década de 1920 el pasodoble se popularizó como baile, comenzó a tener letra y comenzó a formar parte fundamental del repertorio de las bandas de música. Pocas cosas hay que definan tan bien el tópico español de los primeros dos tercios del siglo xx que una pareja bailando en una verbena al son de Suspiros de España, España cañí, El gato montés o Paquito el Chocolatero, que fue compuesto por Gustavo Pascual Falcó 77 años antes de que King África lo convirtiera en un llenapistas de principios del siglo xxi.
Eran esos mismos pasodobles los que sonaban durante las corridas de toros, siguiendo un curioso y complicado ritual. Aparte de los tres únicos momentos estipulados oficialmente (el paseíllo, el arrastre del toro y el momento en el que el matador pone banderillas), el resto de las ocasiones la música suena según el estado de ánimo de la plaza, o por decirlo de alguna forma, a una petición no formal del público difícil de interpretar para los profanos. Y así sucede en todas las plazas de toros del mundo con una única excepción, Las Ventas de Madrid, donde la música no suena durante la lidia desde 1939, en la primera corrida tras la Guerra Civil, cuando tras una monumental bronca entre los partidarios de Domingo Ortega y Marcial Lalanda a cuenta de si la música sonaba para uno o para otro, la dirección de la plaza decidió tirar por el camino de en medio y prohibir la música durante las faenas, en un acto de justicia igualitaria y silenciosa.
Jazz, rock y punk respondón
Pero la relación de las corridas de toros y la música va mucho más allá del pasodoble y toca todos los géneros imaginables, desde el flamenco al punk, pasando por el jazz, el soul, el pop o la chanson francesa. En 1963 The Clevers, un grupo brasileño de soul y surf-rock instrumental, grabó una versión acelerada del viejo tema El Relicario, que había sido compuesto en 1914 por José Padilla y que desde entonces había acompañado los capotazos y paseíllos de decenas de diestros en todas las plazas de toros. Este gran clásico de los pasodobles taurinos, que llegó a ser utilizado en la campaña electoral de Eisenhower, fue tuneado por un grupo brasileño de twist, cambiando los pasos de pecho por los meneos de cadera. Justo ese mismo año, un Elvis Presley en pleno delirio cinematográfico estrena la película El ídolo de Acapulco, con un guiño taurino en la interpretación de The Bullfighter Was a Lady, una horterada latina a ritmo de calipso para dudoso lucimiento del Rey del Rock, que se marca un inverosímil zapateado rodeado por un mariachi mientras esgrime un capote. Y todo para intentar impresionar a Ursula Andress, a la que le susurraba algo así como: “Pedro el torero eligió a su dama, que flotaba en el aire con un clavel en el pelo mientras bailaba un dulce vals con el Matador”. Quizá lo más inexplicable es que la Andress no saliese huyendo.
En la misma onda de hibridación entre mariachi, jazz, pop instrumental y ambientación taurina está The Lonely Bull, el tema del debut discográfico de los californianos Herp Alpert & The Tijuana Brass. Alpert creó la canción tras ver una corrida de toros durante un viaje a México, adaptando el tema Twinkle Star, escrito por Sol Lake, al que añadió un fondo de olés y ruido ambiental con aires de mariachi que supuso un éxito total para una primera banda de latin jazz.
En 1966, Gerald Wilson, un compositor de música para big bands que trabajaba para Duke Ellington y que se aficionó a los toros durante sus habituales visitas a México, el país de su mujer, escribió El Viti The Matador, después de ver torear al torero de Salamanca en la Monumental del país azteca. Se estrenó el 25 de enero de aquel año en Barcelona y fue grabada seis meses después en Niza, durante la gira que la orquesta de Ellington realizó por la Costa Azul, dejando así testimonio del único tema de jazz dedicado a un torero. Wilson mantuvo su afición durante toda su vida y creó una peña taurina en Los Ángeles.
También por aquella época, Charles Aznavour, por entonces el cantante francés más universal, compone Le Toréador, un ejercicio de poesía musical con aires de nouvelle vague para la muerte solitaria de un torero anónimo .La voz serpenteante y gutural de Aznavour profundizaba en la tragedia: “En el suelo su traje de fiesta quedó. / Todo sucio de polvo, bañado en sudor. / Y es mayor que su herida el inmenso dolor, / de escuchar los aplausos para el vencedor”. Una letra que alcanzaba grados de contrición en la versión del eterno Raphael, que la incluyó en su disco Raphael canta, grabado en 1966.
En las antípodas absolutas está el caso de Camarón de la Isla, que en su juventud incubó sueños de ser torero y llegó a actuar en algunos festejos benéficos de poca monta; una afición de la que quedan suficientes testimonios gráficos, como el cartel de la Plaza de Toros de San Pedro de Alcántara del 19 de octubre de 1975, cuando el cantaor compartió paseíllo con el propio Curro Romero. Fruto de esa pasión es Me dieron una ocasión, una bulería desgarrada para la oportunidad fallida y la vocación fracasada de un cantaor que quiso ser torero. Quizá sea la más llamativa de las incursiones del flamenco en los toros, mucho menos abrumadoras de lo que en principio pudiera parecer, a pesar de aficiones tan reconocidas como la de Manolo Caracol, que descendía de varias generaciones de toreros, aunque esta simbiosis produjo temas tan impresionantes como la Tauromagia, de Manolo Sanlúcar, las Coplas de Antonio Ordóñez o El toro y la luna, popularizadas por Lola Flores.
La lista de rockeros y cantautores españoles que incursionaron en el tema taurino es tan extensa como variopinta e incluye retratos de la gris España de posguerra, como el que hace Sabina en De purísima y oro, casticismos militantes para suicidios como el de Juan Belmonte a cargo de Gabinete Caligari en Sangre española, pasodobles poperos de serie televisiva como el Juncal de las Vainica Doble o declaraciones de aborrecimiento letal como Odio los pasodobles, de Ilegales. Aunque para declaración antitaurina la de Siniestro Total y su Alégrame el día, una venganza taurina inspirada en Harry el Sucio a cargo del punk gamberro con retranca gallega.
Quedan fuera de este repaso unos cuantos temas que, con mayor o menor fortuna, han intentado aproximarse al llamado Arte de Cúchares y aunque los aires antitaurinos que corren en la España del siglo xxi no auguren muchas novedades taurinas, es posible que aún nos queden por ver unas cuantas sorpresas porque, como sentenció en su día el torero cordobés Guerrita, “hay gente pa' to”.