Big Bang Data
Es viernes por la tarde y de repente, sin previo aviso (mucha tecnología disruptiva pero seguimos mojándonos las canillas y cortándonos las uñas de los pies y sufriendo como mártires en el dentista), se pone a llover en la Gran Vía. El diluvio universal es un orvallo paciente que va horadando las nucas, gota a gota, de millones de seres humanos que viven alegremente, inconscientes y desentendidos, sin preguntarse cuáles son las piezas que componen nuestros mapas mentales.
Nadie recuerda ya el eclipse de la mañana, que se vio eclipsado a su vez por las nubes. Las colillas se adhieren al asfalto y sorteamos a la marabunta con miedo a que nos dejen tuertos con las varillas del paraguas. Señora, por favor.
Para refugiarme de la lluvia entro a Big Bang Data, la exposición de la Fundación Telefónica que el año pasado estuvo en el CCCB. Saldré de allí con otra mirada sobre el mundo. Pocas veces me ha pasado eso con una exposición. Muy pocas. Asisto maravillado a un espejo que me devuelve aumentada –multiplicada, hecha añicos y recompuesta– la imagen de mi propia realidad, a veces conocida y a veces ignorada.
Amigos, seamos o no conscientes, cientos de cámaras nos vigilan: en las oficinas, en el metro, en las calles, en las tiendas, en los portales de las casas, desde las azoteas de los edificios oficiales y las farolas de tráfico y los helicópteros de la policía y hasta, un poco más arriba, desde los satélites en órbita. Ponga su mejor sonrisa para la instantánea. Compóngase el tupé y apriete el nudo de la corbata. Millones de dispositivos nos circundan: teléfonos móviles, computadoras, reproductores de música, ordenadores portátiles, aparatos de medición de toda índole, y un etcétera tan largo como un día sin Twitter. Todos esos dispositivos llevan aparejados sus legiones de complementos: procesadores, baterías, cables, antenas, discos duros, routers…, que consumen cantidades ingentes de energía. Por si fuera poco, la información exponencialmente ilimitada y potencialmente peligrosa que publicas de ti mismo en las redes sociales es rastreada por las Agencias de Inteligencia (es un decir) de medio mundo.
Pero tampoco nos volvamos histéricos o paranoicos: el Gran Hermano no nos vigila ni nos sojuzga porque se ha quedado traspuesto delante de la multipantalla, con el bocadillo de mortadela a medio morder y la cerveza a dos sorbos de la consunción. Le aburren infinito nuestras vidas, esas rutinas de mierda que llevamos. Lamento ser aguafiestas: ese comentario tan ingenioso que has escrito en Facebook, ese enlace trascendental que has subido a LinkedIn, ese selfie precioso que adorna tu Instagram, ese hilarante meme (no por casualidad tan cerca de “memo”) que lanzas por email… no le interesa a nadie. Ni siquiera al Big Brother, que se ha quedado sobado ante información tan tediosa y banal.
El peso de la nube
“¿A qué huelen las nubes?” decía aquel anuncio –cursi y tonto– de compresas. Tan intelectual él. Ese anuncio era un modelo de vacío esteticista, un Sin título de esos que tanto abundan en los museos de arte contemporáneo. Y los chicos, al escuchar la heideggeriana pregunta “¿A qué huelen las nubes?”, no podíamos evitar fruncir la nariz con síntomas de repelús. Imaginábamos un desierto de hielo invadido por la lava. Un valle de Josafat, mitad paraíso mitad infierno, con moléculas erizadas camino del Jolgorio, digo del Calvario. Un silencio zen de menstruaciones gafapastas. El olor de la nube, el color de la nube, el peso de la nube. Cloudy weather leo en la pantalla multitouch. Me asomo a la ventana y es cierto: llueve a modiño en Fuencarral.
Comienzo el recorrido de la exposición. La nube etérea, grácil e inmaterial, la nube de internet, se revela como una metáfora falsa, mentirosa, pues resulta que el mundo está siendo invadido por enormes instalaciones, centros de datos llenos de servidores, gigantescas fábricas de “nube” que tienen de aire en suspensión lo que una morcilla burgalesa. Puro humo de marketing.
El mapa isobárico de internet muestra una actividad frenética de cúmulo-nimbos en Quincy (Washington), donde empresas como Yahoo!, Sabey, Intuit, Dell o Microsoft han situado sus data centers, imponentes instalaciones industriales con forma de hangares o pendrives USB en las que se almacenan nuestras fotos, documentos de trabajo, vídeos, emails, etc. Allí reside la verdadera nube, bien aferrada a las fauces de la Tierra, ocupando su espacio entre los mosaicos, retales o patchworks de las cosechas. No en el cielo supralunar ni en un éter intergaláctico ni en el platónico Mundo de las Ideas.
El secretismo de las empresas tecnológicas ha mantenido el foco alejado de estos centros de datos durante bastante tiempo, pero ya no pueden hacer nada para frenar la curiosidad de la gente y se ven obligados a dar un paso hacia la transparencia. Pensemos que allí se guardan y desde allí se distribuyen todas las mercancías internáuticas que podamos imaginar: los vídeos de Pablo Iglesias Turrión y las canciones de Beyoncé, los planos digitales de tu ciudad natal, las películas de Lina Morgan (junto a las de Morgan Freeman), los repositorios hipervinculados de una institución científica, los ebooks de Paulo Coelho (para quien los quiera leer)... Todo. A lo largo del día, conectamos con Quincy (Washington) más veces que con la parienta, desde nuestro móvil o portátil o tableta [Inciso: señores de la RAE, ¿por qué no llamarlas tablillas, como las sumerias? Es un proponer]. Engullimos y escupimos datos como animales insaciables, a todas horas.
En esto de la nube, por tanto, parece que lo único verdaderamente ligero e intangible es la metáfora. Otros grandes puertos del comercio global de información son The Dalles (Oregon), Ashburn (Virginia), Lenoir (Carolina del Norte) o, ya fuera de EE.UU., Saint-Ghislain (Bélgica). Para situarlos las multinacionales buscan lugares que tengan acceso a grandes cantidades de energía a precios bajos, donde el suelo sea barato y se paguen pocos impuestos. Pero lo más importante de todo es la temperatura, pues hay que mantener refrigerados millones de discos duros que, como el super-disco-chino-filipino de Enrique y Ana, giran y giran sin parar. Por eso los climas secos y fríos son los más demandados para emplazar estas fábricas de nube.
De ahí que algunos empiecen a preocuparse por el impacto energético y medioambiental (real, físico) de la llamada realidad virtual. Como explica el comisario de la exposición, José Luis de Vicente: “El consumo eléctrico de la vasta infraestructura industrial desplegada por la nube ya no es una cuestión anecdótica. Los cálculos exactos de la energía necesaria para mantener operativos los data centers de todo el mundo varían de año en año, pero las estimaciones no bajan del 1,3 por ciento de la producción mundial. La industria vive en una carrera constante por hacer sus sistemas más eficientes, y por utilizar fuentes de energía renovable –Google, Amazon o Facebook son los primeros interesados en reducir el importe de su factura energética–. Pero, a la vez, el número de instalaciones nuevas por todo el mundo no deja de crecer”. Y el interés de la gente por estas instalaciones no ha parado de crecer: “Conscientes del interés que despiertan, a medida que prensa y turistas de las infraestructuras se han acercado a sus formas anónimas, Silicon Valley no ignora que están destinados a convertirse en símbolos arquitectónicos de un nuevo poder, en castillos de la era de la información. El 6 de junio de 2011, en su última aparición en público sólo cuatro meses antes de morir, Steve Jobs mostraba imágenes del data center que su empresa había construido en Maiden (Carolina del Norte) expresamente para el lanzamiento de iCloud, el servicio que preservaría los documentos de los usuarios de Apple”.
En diciembre de 2012 Google decidió mostrar imágenes del interior de varios de sus centros de datos en distintos lugares de la Tierra, mediante las fotografías de Connie Zhou.
En Estocolmo, en un antiguo búnker de la Guerra Fría, el proveedor de internet Bahnhof guarda todos los secretos de Wikileaks en su centro de datos Pionen. Y Facebook ha construido un centro en la frontera misma del círculo polar ártico, para aprovechar todas las ventajas del clima polar.
Nunca es malo ser consciente de las cosas: ¿acaso no consistía todo esto de la nube en disponer de datos, en tener la mayor cantidad de información posible accesible para el mayor número de personas?
Por la boca muere el pez (y Oscar Wilde, añadía Pessoa), y por la transparencia de los datos parecen temer morir los gestores de datos. En este caso, es preferible conocer las consecuencias (que a veces coinciden con las condiciones de posibilidad) de nuestros actos, pues, como dice De Vicente, “es preciso que muchas piezas funcionen correctamente para que podamos subir esa foto a Instagram ahora, y ni un segundo más tarde, o para que un nuevo vídeo de Miley Cyrus o de Lady Gaga se extienda víricamente por las redes sociales”.
“¿Cuánto pesa su edificio, Mr. Foster?” fue la pregunta que el visionario arquitecto Buckminster Fuller le formuló a un por entonces joven Norman Foster. Se refería a uno de los edificios que había diseñado el arquitecto inglés y que tenía una estructura de hormigón. Aunque en un primer momento se quedó sin respuesta, tras unas horas de reflexión cayó en la cuenta: su edificio pesaba demasiado; el hormigón era un material demasiado pesado e incómodo; tenía que liberarse de él. Esta pregunta y su respuesta cambiaron por completo la trayectoria arquitectónica de Foster, que a partir de entonces se orientó al diseño de construcciones más ligeras y sostenibles.
Si la respuesta a la pregunta “¿A qué huelen las nubes?” es un silencio zen de menstruaciones gafapastas, como decíamos antes, la respuesta a la newtoniana pregunta “¿Cuánto pesa (y mancha) la nube?” no debería ser un mero encogerse de hombros de hikikomoris onanistas, informáticos reprimidos o fanáticos de las tecnologías.
Convendría investigar un poco. Digo yo.
Inmersos en el tsunami: una historia de la infoexplosión
Sigo avanzando por Big Bang Data. Los expertos coinciden: vivimos inmersos en una onda expansiva de información; la producción de datos en volúmenes masivos parece ser la nota característica de nuestro tiempo. Cada vez podemos almacenar más información digital en utensilios más pequeños: hace cincuenta años un disco duro era un enorme dispositivo, del tamaño de un coche, que almacenaba el equivalente a una canción en formato MP3, una ridícula porción de la capacidad que tiene hoy cualquier teléfono.
Para ilustrar la situación que estamos viviendo se utiliza la imagen del “diluvio” o “tsunami” de datos, y para expresar técnicamente el vértigo que esta situación produce se recurre a la llamada ley de Kryder. Como explica José Luis de Vicente: “Si la famosa ley de Moore ha predicho durante varias décadas de manera más o menos correcta la velocidad a la que progresa la capacidad de procesamiento de los ordenadores –el doble cada 18 meses–, la ley de Kryder intenta expresar con precisión el ritmo al que aumenta nuestra capacidad de almacenar cada vez más información digital en un espacio determinado. […] El viaje desde la cinta de papel y las tarjetas perforadas –los primeros formatos de almacenamiento informático en los años cuarenta del siglo xx– hacia los soportes de hoy como los lápices USB o las minitarjetas SD, es otra representación de la ley de Kryder muy elocuente. En la tensión entre un contenedor que se reduce y a la vez se expande infinitamente en su capacidad de almacenar contenido encontramos la mejor expresión de este vértigo”.
La cantidad de datos que el ser humano es capaz de producir, transmitir y almacenar ha ido creciendo a un ritmo vertiginoso, pero ¿qué significado podemos extraer de esa marea de datos sin ahogarnos en ella? ¿Qué conocimiento cierto, significativo, pueden transmitir? Creo que en muchos de los fanáticos de las tecnologías (como, por ejemplo, los profetas de la inteligencia artificial) hay una confusión previa, que consiste en identificar la información con el conocimiento: una cosa son los datos, los códigos y su sintaxis, donde los elementos se relacionan y se explican desde la situación resultante, por lo que no es posible ponerlos en cuestión, y otra muy distinta la mirada humana, previa y fundamentadora, unida además a una experiencia, una memoria y una tradición, que llena de significados el mundo. Y es únicamente en el ámbito de esta última donde tiene sentido hablar de verdad y de conocimiento.
Y surge otro problema: ¿cómo preservar a largo plazo toda esa información? ¿Cómo sostener indefinidamente esta locura?
Un documental de la exposición nos muestra el interior de una antigua iglesia de San Francisco, convertida en sede del internet Archive. Al frente de este inmenso archivo digital inspirado en la Biblioteca de Alejandría, Brewster Kahle se erige en héroe visionario de nuestro tiempo, como Jimmy Wales (Wikipedia) o Michael S. Hart (Project Gutenberg), en su misión común de lograr el acceso universal a todo el conocimiento. Además de proporcionar acceso libre y gratuito a millones de materiales digitalizados, como páginas web, música, películas y cerca de tres millones de libros de dominio público, el Internet Archive ha rastreado y fotografiado metódicamente la web desde 1996, lo que nos permite volver atrás en el tiempo y ver cómo era Internet en un día cualquiera de un año concreto, luchando así “contra el carácter dúctil y constantemente inestable” de este medio. En octubre de 2012 su colección alcanzó los 10 petabytes.
Por su parte, el Instituto Europeo de Bioinformática (EBI) de Cambridge proporciona herramientas para la comprensión de los datos genómicos y administra bases de datos relacionadas con ácidos nucleicos, proteínas y estructuras macromoleculares. Pionero en investigación bioinformática, este instituto “almacena información digital muy sensible y que es esencial conservar accesible durante muchas décadas -explica José Luis de Vicente-. Los discos duros, que hay que reemplazar periódicamente y que hay que mantener refrigerados, distan de ser el soporte idóneo para preservar este código de la vida. Son, de hecho, una tecnología mucho peor que el propio ADN. La paradoja no le ha pasado por alto al zoólogo y matemático Nick Goldman, uno de los ‘bibliotecarios de la vida’ encargado de mantener las bases de datos del EBI: mientras que nuestros soportes informáticos son frágiles, ocupan espacio y son difíciles de mantener, el ADN puede almacenar una gran cantidad de información en poquísimo espacio, durante millones de años. En enero de 2013, Goldman y su equipo anunciaron que habían conseguido transferir 739 modestos kilobytes de datos a una cadena de ADN. Posteriormente, un ordenador consiguió decodificarlos y leer sus contenidos: los 154 sonetos de Shakespeare, un artículo académico, una foto del laboratorio de los investigadores, 26 segundos del más célebre discurso de Martin Luther King y un algoritmo de software. Es solo un comienzo, pero en el EBI tienen grandes metas para la técnica que han desarrollado: su objetivo a largo plazo es conseguir almacenar el equivalente de un millón de CD en un gramo de ADN, con una longevidad mínima de diez mil años”.
En mitad de la exposición vemos una constelación de globos terráqueos que reflejan gráficamente diferentes asuntos políticos, económicos, sociales, históricos, medioambientales o tecnológicos.
Se me ocurre que el Meteosat podría analizar los estados de ánimo de la población peninsular y dibujar emoticonos en el mapa infográfico de tu corazón, o medir el grado de autenticidad del share de los domingos (“¡eres un bluff, María Teresa, lo sepas!”, grita histérico el hombre del tiempo, que se ha exiliado en un paraíso fiscal, ha perdido el reloj despertador entre las sábanas y recurre al neologismo “ciclogénesis explosiva” como forma de aterrorizar a las masas domiciliarias). A estas horas de la madrugada (3:45:19), todo sea dicho, no sé si soy locura o lucidez.
Es como si la galaxia entera se hiciera un selfie. Así, a lo grande, al por mayor.
No puedo evitar pensar en otro posible Gran Diluvio, cuando “La Nube” descargue y muramos todos anegados entre datos, como en un filme apocalíptico donde las figuras del Tetris representen el papel de Godzilla. O con Mozilla Firefox haciendo de monstruo destructor. ¿Puede explotar el mundo por hiperinflación de datos, de imágenes, de palabras, de experiencias? Se embota el cerebro del universo y en la curva geométrica de los mundos paralelos, entre las branas de las hipercuerdas, se forma un nudo de angustia existencial. El Big Crunch.
El turno de los periodistas
“La era post-Snowden”, escucho al pararme frente a una pantalla de la exposición. Saltan las alarmas en mi cabeza. Atención, peligro: hemos llegado a la zona de los periodistas. No hay duda. Habrás de soportar un bombardeo feroz de clichés, fórmulas vacuas y frases hechas; más que hechas, son frases (pre)fabricadas, y luego masticadas y escupidas, y de nuevo masticadas, pasando de mandíbula en mandíbula por todas las redacciones del globo, como un chicle perpetuo, como una moneda cada vez más dañada, como una onza de caldo muy rancio. La noticia blandiblú.
Cómo les gusta a los periodistas sentenciar, hacer el ridículo al menos una vez cada 24 horas. Se pasan la vida cagando sentencias que son eslóganes autopublicitarios, etiquetas floridas de su propia incapacidad: los titulares. Resultan un poco ridículos los periodistas, con esa pose de notarios de la realidad, con ese darse importancia, con esa obsesión por la etiqueta. Qué bajonazo da la exposición Big Bang Data cuando se ponen a hablar los periodistas. Cae el visitante en un abismo del que difícilmente logrará recuperarse. Una lástima.
La periodista de datos, de ojos tan expresivos, nos envuelve desde la pantalla con su belleza inexistente y pizpireta. La periodista de datos, que habla en titulares, tiene algo que nos gusta, que nos atrae. La periodista de datos no para de soltar tonterías por la boca: tonterías muy redondas y rotundas, de composición perfecta, de ritmo endiablado y soniquete resultón, que me agreden suavemente el cerebro desde el monitor. Qué bien habla la periodista de datos, ¡cuánta esfericidad habría en el mundo si el mundo fuese tan redondo como las frases, cortas y brillantes, de la periodista de datos! La periodista de datos eleva las cejas y sonríe con las patas de gallo de sus ojos. Mejor no ponerse los cascos y limitarse a leer sus gestos. En comunicación no verbal es maravillosa. En palabras es un relámpago de simpleza. Mejor no rascar en el mensaje, que se nos cae todo abajo como una pila de ollas exprés. La periodista de datos hace una campaña de marketing viral de sí misma. Y de su profesión.
Se impone la pertinente reflexión de uno de los carteles: “Los datos producidos por redes de sensores en infraestructuras o en tecnologías industriales, pero también por los ciudadanos en las redes sociales, por los teléfonos móviles, las transacciones de tarjetas de crédito y los dispositivos GPS, se presentan hoy como una oportunidad y una herramienta clave. Múltiples disciplinas y áreas del conocimiento, desde la física hasta el urbanismo, la historiografía o la salud, están explorando el potencial inmenso que reside en escudriñar volúmenes de información detallada de los que no habían dispuesto anteriormente. Comprenderlos y saberlos hacer comprensibles requiere también un nuevo lenguaje y nuevos recursos expresivos”. Explicar el mundo con datos. Entender su complejidad.
Corolario festivo y un poquito naif
Salgo de Big Bang Data y fuera sigue lloviendo con persistencia de relojes blandos. Las luces del edificio de Telefónica están a la vez más nítidas y más borrosas, curioso caso de efectismo trompe-l’œil. La paradoja óptica del chirimiri. Ríos de gente fluyen en paralelo a las corrientes de agua que flanquean los bordillos de las aceras. Una chica llora desconsolada porque no encuentra a Sir David Beckham, que hoy presenta su colección de ropa en una tienda de por aquí. Siempre que se pone a llover para mí es un poco Regen, de Joris Ivens. No lo puedo evitar.
Resuenan en mi cerebro los interrogantes finales de los organizadores, que ponen el dedo en la llaga de las consecuencias sociopolíticas del asunto: “¿Son los datos, como nos dicen con frecuencia los emprendedores tecnológicos, el nuevo petróleo, una fuente potencial de riqueza infinita? ¿O deben ser antes que nada una herramienta para una nueva cultura política basada en la transparencia y la rendición de cuentas? ¿Cómo nos fuerzan a revisar nuestra noción tradicional de privacidad? En vez de conformarnos con ser sencillamente consumidores pasivos, o aceptar sin resistencia que nos conviertan en productos gracias a los que venden y mercantilizan nuestra intimidad, ¿podremos ser productores de datos activos, críticos e implicados?”. Es hora de reflexionar, de poner en marcha el reloj del cerebro. Y esto no ha hecho más que empezar.
Decía Borges que la democracia es un abuso de la estadística. A mí me parece más cierto lo contrario: que la estadística es un abuso de la democracia. Y que quizá, ahora, el abuso de la estadística (disfrazada de Big Data) podría convertirse en un arma antidemocrática: el sometimiento del individuo a la burocracia del número, al dato acumulado por manos interesadas. Porque eso de la “masa crítica”, sinceramente, me parece una rotunda mentira: una contradicción en los términos.
Sí, somos datos andantes. Somos manchas de información en un océano de imágenes reproducibles hasta el infinito (y más allá). Somos productores/consumidores insaciables de bits y publicidad y ruido. Somos luces con latido en un mapa de números y quarks y terabytes. Somos un punto infinitesimal en una masa informe de mierda, de basura cósmica, de spam. Pero somos mucho más, la verdad sea dicha. No nos dejemos manejar por un empollón de pelo grasiento y gafas excedentes que no tiene sentido del humor y cuya única experiencia del amor son las rubias hinchadas de PornTube. No nos dejemos reducir a número, a little data, a cobayas de big brother. No nos resignemos a ser una excrecencia banal de la mentira política (Ojo: toda política es mentira; como dijo George Orwell, “el lenguaje político está diseñado para que las mentiras parezcan verdades, el asesinato una acción respetable y para dar al viento apariencia de solidez”). O por lo menos seamos conscientes de lo que está en juego, pero sin histerismos ni conspiranoias.
Camino por la Gran Vía bajo el orvallo de mis propios pensamientos y pienso que es maravilloso pasear por allí cuando llueve y mirar al cielo y dejar que la lluvia te empape la cara y refrescar esa cabeza tan llena de datos y mapas y vídeos e infografías e imágenes que parece que te va a estallar el cerebro o que tu mente va a hacer crac (y no pasa nada si en esos momentos, permitiéndote traspasar los límites de lo naif, recuerdas la escena de Gene Kelly, esa oda a la vida palpitante, y sientes que es posible cantar bajo el diluvio). Sí, somos mucho más que cositas mensurables. El ciborg llorará cuando se entere, chamuscado entre las naves de Orión o golpeando con los nudillos sangrientos en la puerta de Tannhäuser. Somos la risa en la tragedia. Y el valor en la palabra. Y la ironía en la materia. Y hay una dignidad intrínseca que defender, y una vida que disfrutar más allá de cualquier prisión.
Porque, queramos o no (saberlo), todos vamos a morir. Perdón por el spoiler.
Ernesto Baltar
Ernesto Baltar (1977) es Doctor en Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid. Licenciado en Filosofía y en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada, ha trabajado como profesor de filosofía, editor y traductor freelance. Actualmente es editor. Ha publicado Ciudades en fragmento, VII Premio Internacional de Literatura de Viajes Ciudad de Benicàssim. Colabora en revistas como Clarín, El Cuaderno, Ábaco o Jot Down.