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Mi anglofilia revisited

A propósito del Brexit
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El resultado del Brexit me induce a replantearme las razones y fundamentos de mi inconsistente e irredenta anglofilia. Como cualquier europeo herido en su orgullo erasmista o comunitario, debo hacer examen de conciencia para adaptarme, al menos emocionalmente, al nuevo statu quo.

Punto 1: Para empezar, soy consciente de que mi anglofilia es una cosa literaria, libresca, arcaica, más histórico-cultural que científico-experimental. Calculo que la infección de ese virus se remonta, como mínimo, a la imagen infantil de Mary Poppins sobrevolando las azoteas de Kensington con un paraguas abierto o del flemático Willy Fog colgado de las manecillas del Big Ben (o a las tristísimas historias de Charles Dickens, tan devastadoras que, de ser tomadas en serio, podrían provocar suicidios en masa en la chiquillería mundial); la música y el cine británicos, aunque tienen su importancia, no hicieron tanta mella en mi educación sentimental.

Además, la Revelación Gloriosa que supuso para mí el descubrimiento de la capital inglesa debería obligarme a rebautizar la dolencia, más propiamente, como “londonofilia”. Sí, quizá lo que me fascina, en realidad, es Londres, no tanto lo inglés o lo británico. Y, como ha quedado bien patente en el malhadado referéndum del Brexit, resulta que Londres no es Inglaterra, ni Inglaterra es el Reino Unido, ni el Reino Unido es “lo británico”. Por no saber, ya casi no sabemos ni dónde está Picadilly Circus.

Punto 2: Optar como modelo de “lo británico” por Lord Cavendish, y no por los hooligans alcohólicos que se descalabran a pedradas en la Eurocopa o vomitan bilis en Magaluf, es a todas luces una arbitrariedad por mi parte. Una arbitrariedad culpable, una manía inútil, por mucho que trate de ampararme en costumbres e instituciones centenarias de las que apenas queda rastro en la memoria.

Imbéciles e impresentables hay en todos lados, igual que exponentes válidos, ejemplares y sobresalientes de la ciudadanía, pero no es menos cierto que los hábitos, principios y tendencias de las sociedades marcan también el carácter de los individuos que las conforman. Recordemos, por ejemplo, al ínclito Benny Hill.

Al final uno desecha lo que menos le gusta del tópico o arquetipo y se queda con lo que más le atrae.

Punto 3: Para cualquier cronista patrio, la Pérfida Albión, con su atávico complejo de superioridad y esa gigantesca maquinaria de mentiras llamada “Leyenda Negra”, encarna a nuestro enemigo secular más recalcitrante, un rival que emplea todo tipo de sucias artimañas para ganar la batalla de la propaganda. A mí, en cambio, ese lejano Leviatán siempre me pareció un monstruo acariciable, una criatura tan inocente y espectral como la del Lago Ness. Casi un souvenir para turistas despistados.

Todo Imperio se alimenta y refuerza a costa del odio al Imperio precedente. El caso inglés no fue una excepción.

Punto 4: Supongo que también soy anglófilo un poco por reacción; en concreto, por francofobia o galofobia. El recientemente reeditado Libelo contra los franceses, de Manuel Arroyo-Stephens, es el vademécum oficial de nuestra benemérita secta gabachófoba.

Mi londonofilia y mi gabachofobia son, pues, las dos caras reversibles de una misma moneda.

Del Brexit al Bregret: la democracia pletórica del Parlamento 3.0.

¿Y en qué puede influirme todo esto del Brexit? Como es obvio, mi querencia por lo británico nunca estuvo basada en el europeísmo (a la sazón inexistente) de los principios tradicionales de las Islas, pero sí en cierto espíritu ecuménico que sacaba el humor de Wodehouse de la barra del pub y lo hacía universal. En cierto modo, todos podíamos ser un poco ingleses.

Ahora lo podremos seguir siendo, sin duda, aunque nos punzará la mala conciencia.

Pero vayamos al grano: ¿qué es el Brexit, de dónde surge, a dónde apunta, qué consecuencias tiene?

Las razones, algunas opuestas o contradictorias, que se han esgrimido durante la campaña en favor del Brexit se mezclan y confunden a la hora de explicar la decisión tomada: el odio al elitismo tecnocrático y burocrático de Bruselas, el miedo ante la inmigración masiva, la recuperación de la soberanía por parte de los británicos y el control autóctono de las principales decisiones económicas... Unos rechazan las políticas austeras y neoliberales de la Comisión Europea, mientras que otros reprueban su excesivo intervencionismo frente al tradicional free trade de la economía inglesa. ¿En qué quedamos? Ambas lecturas —irreconciliables, contrapuestas— convergen en un mismo fin, donde al parecer reside el remedio de todos los males: la salida de Europa. Una panacea mitológica que, sin embargo, puede ser letal.

No es que la explicación resulte confusa, sino que la realidad misma es confusa. Simplificarla sólo sirve para perpetuar el malentendido o para componer los titulares de los telediarios. Mero voluntarismo.

Cuando al día siguiente del referéndum escuché a Nigel Farage, principal propagandista del “Leave”, reconociendo que la cantidad de 350 millones de libras que había servido de lema durante toda la campaña había sido un “error”, no pude evitar sonreírme y recordar la ley no escrita que impera en la meca financiera de la City: “Never trust a brit”. Siendo ellos mismos en este caso los engañados, ya deberían haber descontado el brillo de la “verdad” en aras de su utilidad. Puro pragmatismo anglosajón.

Colateralmente, el Brexit ha puesto en cuestión el provecho y pertinencia de los referendos (hipotético summum de la democracia), donde las emociones y la demagogia parecen vencer a la racionalidad. El plebiscito es por naturaleza el terreno del “Sí o No”, del blanco y negro, del hooliganismo intelectual y mediático, de la ausencia de matices, de la división a ultranza y el resquebrajamiento de la sociedad. Si a esto es a lo que llaman democracia directa, casi prefiero la representativa; aunque no me suela ver representado, al menos sí parecen estarlo los demás (o un buen número de ellos), mediados —supuestamente— por cabezas pensantes que no se dejan llevar por las vísceras… Y eso me tranquiliza.

El más demócrata, después de todo, es el que no presume de serlo.

El antihéroe David Cameron, que armó todo este guirigay por espurios motivos partidistas, se lo jugó todo a una carta y nos ha hecho perder a todos. La cara de tonto se le quedará ad aeternum. Y quizá a los votantes también.

Vale, la “Voz del Pueblo” ha hablado. Pero me pregunto yo: ¿quién será el “pueblo”, esa ficción tan recurrente? ¿Los jóvenes o los viejos? ¿Los urbanitas o los habitantes del agro? ¿Los londinenses o los periféricos? ¿Los residentes o los expatriados? Porque unos y otros han votado cosas muy diferentes.

Parece que una parte de los que votaron por la salida ya está mostrando su arrepentimiento, el llamado Bregret. “Es que sólo era un voto de protesta, pensaba que no iba a salir”, se excusan estólidamente algunos. Al mismo tiempo, muchos de los participantes del referéndum escocés se sienten estafados, pues votaron en contra de la independencia para seguir en Europa y ahora se encuentran con que están fuera. No saben qué cara poner mientras el trilero que tienen delante exclama “Voilà!” y les enseña el cubilete vacío.

Yo le plantearía a Cameron que, antes de irse a su casa en el mes de octubre, hiciera un referéndum para decidir si el referéndum debe repetirse o no; mejor aún, que hiciera un referéndum para decidir si se opta por el referéndum perpetuo y a domicilio, pues para qué queremos a un gobernante irresponsable administrando las arcas del Estado si podemos decidir nosotros pulsando un botón desde el sofá; además, las opiniones cambian y la tecnología digital debería ser capaz de fotografiar a tiempo real el estado de opinión de la ciudadanía. A sinapsis por segundo, más o menos.

Si la política moderna consiste en la administración del temor y la esperanza de los ciudadanos por parte de los partidos, el referéndum se erige en la gran catarsis colectiva donde los votantes se reconocen a sí mismos como actores sobre el escenario y se liberan de sus miedos y deseos.

De este modo Facebook podría postularse en “logos de la multitud”. La democracia pletórica del Parlamento 3.0. (“Me gusta / No me gusta”). Un auténtico peligro, basado en una ficción.

Conclusión

Terminado el análisis freudiano, las razones de mi anglofilia se me antojan disparatadas y sus fundamentos bastante endebles, como sospechaba ya antes de someterme al autotest psicológico, pero mucho me temo que nada hará variar un ápice mi afinidad por lo british. No hay remedio.

Tampoco eso resulta preocupante, pues a la postre la mía es una anglofilia escéptica, desengañada e irónica. Una anglofilia bastante británica, let’s say.

Tanteado el análisis político del Brexit, mi perplejidad ante el confusionismo que impera en el mundo no deja de crecer. Incluso después del referéndum, con el resultado definitivo sobre la mesa, seguimos sin saber qué significa exactamente lo que ha ocurrido: unos lo celebran como la emancipación británica de la burocracia comunitaria y la victoria del pueblo contra las élites improductivas, mientras que otros lo festejan como un éxito de los trabajadores y excluidos frente a la neoliberal e insolidaria Europa del Capital. Los primeros son identificados como “populismo de derechas” y los segundos como “populismo de izquierdas”. Y se solapan tanto sus voces que empieza uno a no saber quién le habla desde el otro lado del telefonillo, teniendo que pedir las credenciales. ¿Acaso tiene sentido todo esto?

Desde el comienzo de la crisis en 2008, la brecha generacional, las desigualdades sociales y las diferencias territoriales no paran de incrementarse. El mundo globalizado, tan difícil de manejar, alienta y provoca las respuestas políticas más extremas, que reniegan y se burlan del moderantismo. “Cuanto peor, mejor”, parecen decir los pájaros de mal agüero que esperan su oportunidad. O alguien arregla esto pronto, o las cosas se irán definitivamente de las manos...  

El emotivismo, corriente ética de origen anglosajón, parece haber tomado cuerpo de doctrina en la política. El emotivismo viene a decir que los juicios de valor —sobre lo bueno o lo malo, lo justo o lo injusto, lo bello o lo feo— no afirman nada sobre las cosas del mundo sino que sólo expresan las emociones del emisor.

El referéndum del Brexit era un juicio de valor. En él se expresaron las emociones de las masas británicas, que se inclinaron en favor del “Fuera” por un pequeño margen. Pronto empezaremos a ver y sentir las consecuencias, que todavía son una incógnita.

Mientras llega o no llega el Armagedón (que no creo), la verdad es que estoy deseando viajar a Londres a tomarme una London Pride y brindar por la Vieja Europa entonando el God Save the Queen… Aún no sé si en la versión de John Bull o en la de los Sex Pistols.

Al final va a resultar que soy un anglófilo nostálgico. Ahora más que nunca.

 

En portada, fotograma de Blow-Up (Michelangelo Antonioni, 1966).

De arriba abajo, vista de Londres por super awesome; la fuente de Trafalgar Square en 1977, fotografiada por fotogake; Picadilly Circus también en 1977 por Kenneth Connell y el Cambridge Theatre en 1979, por M C Morgan.