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Paseos londinenses: St. Pancras Old Church
Hasta una acción tan sencilla como salir a dar una vuelta parece haber caído en las garras de la teoría: el andar como acto estético, como herramienta crítica, como arquitectura del paisaje, como forma de intervención humana en la naturaleza, como interpretación laberíntica de los contextos urbanos… Todo se tematiza. Se hace carnaza especulativa de cualquier cosa. Habrá que rendirse a la intelectualización omnímoda de la experiencia.
No me considero un flâneur baudeleriano, ni soy un mitómano del dandismo, ni me interesa el lado esotérico de la psicogeografía. De la colisión entre la psicología y la geografía no deduzco una metafísica especial. La única forma de antiarte que proclamo es la de mi propia insatisfacción. La teoría de la deriva me parece una hinchazón exagerada y vacía, fruto muerto de una mecánica superficial. Y sus implicaciones políticas me resultan, en el mejor de los casos, un fatuo brindis al sol.
No sigo método alguno ni me atengo a reglas preestablecidas. No trazo círculos sobre los mapas para después reproducirlos en la realidad de los barrios y calles, con sus muros invisibles o fronteras inconscientes. Simplemente me gusta pasear por las ciudades, como a casi todo el mundo. Y Londres es, quizá, el mejor campo de pruebas para estos delirios pacíficos.
Cuna del flanerismo y la psicogeografía, Londres es un paraíso para cualquier paseante urbano. El amante de las ciudades, el observador contumaz —propenso al arte del asombro—, el caminante compulsivo, podrá ensayar en sus vagabundeos por la capital inglesa uno de los placeres más fáciles que le está permitido disfrutar al hombre: ver la vida pasar. (Pasar por la visión de la vida. Ver la vida en su paso. Vivir el paso de la visión. Tanto da.)
Allí, entre las calles hediondas y laberínticas del siglo XVIII, inauguraron Daniel Defoe y William Blake una costumbre literaria que se convertiría en uno de los símbolos más notorios de la modernidad: la del transeúnte que escribe sus impresiones aturdidas entre el barullo de la gran urbe. Thomas de Quincey fue perfilando, en sus paseos nocturnos, los sueños del opiómano desposeído y marginal. Robert Louis Stevenson y Arthur Machen formularon la versión más oscura, gótica y misteriosa de la metrópolis imperial. En sus Sketches by Boz, un jovencísimo Charles Dickens llevaría la prosa callejera a su más alta perfección, ilustrando la vida cotidiana del londinense común. Sus caminatas también nocturnas por la ciudad, con el único propósito de combatir el insomnio, le vincularían a una sociedad de personajes excéntricos, estrafalarios.
Pasarían unas décadas antes de que otro Charles, Baudelaire, detallara el inventario de esencias del flâneur en El pintor de la vida moderna —esposo de la multitud, espíritu independiente, apasionado, incorruptible, fluctuante entre lo fugitivo y lo infinito, amante de la vida universal, caleidoscopio dotado de conciencia—, certificado para siempre en su prestigio teórico por el inevitable Walter Benjamin. Aunque París era la ciudad que le empujaba a las calles para combatir el spleen, Baudelaire había utilizado como modelo de tantas (y tan celebradas) ideas el relato El hombre de la multitud de Edgar Allan Poe, que transcurre en la ciudad del Támesis.
Dadá y los surrealistas, con sus excursiones y fotografías fantasmales de los años 20, darían el toque definitivo de glamour artístico a esto del vagabundeo urbano. Nadja de Breton y El campesino de París de Louis Aragon codificaron sus fórmulas literarias primerizas dándole lustre y estatuto de obra de arte a lo que podía parecer sólo un inofensivo ir de aquí para allá con los ojos abiertos. En otro viraje a la francesa, los letristas parisinos de los 50, liderados por Guy Debord, quisieron convertir ese “estudio de los efectos del medio geográfico en las emociones y comportamientos de los individuos” que bautizaron como psicogeografía en un programa político de transformación de la vida urbana. Según sus pretensiones, el movimiento situacionista acabaría propiciando el estallido estudiantil de Mayo del 68 y adornaría sus paredes con frases anónimas llenas de poesía y lucidez. ¿Realidad o ficción?
En las últimas décadas, sucesivas vanguardias underground se han reivindicado herederas de esta tradición heterodoxa. En Londres, luminarias como el biógrafo Peter Ackroyd, el novelista Will Self y, sobre todo, el polígrafo Iain Sinclair se han erigido en representantes máximos de esta escritura —a veces automática, a veces industriosa— de la ciudad cosmopolita.
Quizá estamos ante un género especial, concreto y diferenciado, que ha vuelto a ponerse de moda porque se adapta mejor que ninguno a nuestro presente. Así parecen atestiguarlo las recuperaciones recientes de El peatón de París de Léon-Paul Fargue y los Paseos por Berlín de Franz Hessel, traducidos por primera vez al español, así como las numerosas reediciones o novedades editoriales sobre el tema: El arte de pasear, de Karl Gottlob Schelle; Un paseo invernal, de Henri David Thoreau; Andar. Una filosofía, de Fréderic Gros; Elogio del caminar, de David Le Breton; Wanderlust. Una historia del caminar, de Rebecca Solnit, etc.
Sábado por la mañana. Salgo de casa y dejo atrás los altos techos victorianos, el panorama ocre de ladrillo a través del vidrio de los ventanales (irregular en las junturas), las magníficas escaleras de barandilla brillante. Apenas he dado unos pasos, empiezan a sonar las campanas de St. Mary, que parece una nave espacial a punto del despegue.
Atravieso los squares de Bryanston y Montagu, jardines epicúreos de la felicidad privada, envueltos en su proverbial quietud, calma y silencio (allí, la primera noche, la vecina asiática recién llegada nos mostró su flamante librería de madera vieja, con lomos tipografiados en idiomas imposibles), y enfilo la calle de San Jorge rumbo a Marylebone High Street, que será ocupada en pocas horas por un mercadillo gastronómico.
No me demoro en la contemplación de la iglesia católica de Santiago, ni me separo de la ruta para curiosear en la Wallace Collection, repleta de cuadros, muebles y armaduras. Ya la conozco bien, y habrá tiempo otro día para recorrerla sin prisas e incluso sentarse en la cafetería del patio a tomar té con tarta de zanahoria. Hoy el destino está fijado de antemano en el cuaderno: St. Pancras Old Church.
St. Pancras Old Church es una de las parroquias más antiguas de Inglaterra. La iglesia, de origen medieval pero reconstruida casi por entero en el siglo XIX, se encuentra en el barrio de Camden, cerca de la estación de San Pancracio (que más que una estación de tren parece una catedral gótica pintada por Harry Potter). Sus orígenes legendarios parecen remontarse al siglo IV, si bien no se conservan restos arqueológicos ni hay evidencia documental que permita confirmar el dato. El cartógrafo John Norden afirmó en su Speculum Britanniae (1593) que la iglesia de St. Pancras era más vieja aún que la catedral de San Pablo. Tras la Reforma calvinista, era uno de los pocos lugares de Londres en que se podía enterrar a los católicos. El río Fleet fluye discretamente por el subsuelo.
Llego a la valla que rodea el cementerio de la iglesia tras un largo paseo bordeando la linde sur de Regent’s Park y después de atravesar la hilera de almacenes —enigmáticos y medio abandonados— que flanquean las líneas ferroviarias en su acceso a la estación de St. Pancras. Al pararme a fotografiar la puerta de una sastrería, donde hay pegado un cartel con una cabeza de mujer boca abajo, una chica que cruza por allí me pregunta:
—Qué chula [cool], ¿sabes si es de algún artista conocido?
—Pues ni idea, la verdad. Me ha llamado la atención al pasar…
Me da las gracias a pesar de la estéril respuesta, esboza una sonrisa y sigue su camino hacia Euston Road, dejándome con el recuerdo fugaz —doloroso y bonito al mismo tiempo— de unos ojos verde oliva y una piel muy blanca, con las mejillas llenas de pecas.
La primera sensación al aproximarme a la verja de hierro es una mezcla de tristeza y conmoción. La belleza del misterio, la congoja de la muerte. Se atisba entre las sombras de los árboles la recoleta iglesia, como sacada de un sueño. Aquí y allá, rodeadas de hojas ocres y amarillas, destacan las lápidas erizadas del cementerio, como sarpullidos de la Parca. El panel informativo de la entrada aclara que se trata de “uno de los lugares de culto más antiguos de la Cristiandad, con origen posiblemente en el siglo IV d.C.” y que ha servido como “sitio de oración y meditación desde el año 314”. Se respira, desde luego, una atmósfera singular, entre la pintura romántica tardía y el relato gótico de terror.
Rodeo la iglesia y avanzo, silencioso y meditabundo, entre las tumbas. No sé hasta qué punto estoy obligándome al papel de melancólico en este teatro universal o si es realmente sincera mi pesadumbre. Entre los silenciosos habitantes del cementerio hay algunos más notorios que otros, como el físico y escritor vampírico John Polidori, el compositor Johann Christian Bach (undécimo hijo del gran Johann Sebastian), el escultor neoclásico John Flaxman y un hijo ilegítimo de Benjamin Franklin. Aunque ya no contiene sus restos, hay una tumba en memoria de la pensadora protofeminista Mary Wollstonecraft y su marido William Godwin; precisamente su hija, Mary Shelley, planeó ante esa lápida la fuga para contraer matrimonio con su novio, el poeta Percy B. Shelley. Quizá también aquel entorno le sirvió de inspiración para modelar, años después, la figura del Doctor Frankenstein. De hecho, como cuenta Dickens en su Historia de dos ciudades, a este cementerio solían acudir los ladrones de cadáveres para “pescar cuerpos” (así se decía en la jerga autóctona), con los que proveían a las escuelas de medicina, que los necesitaban para la práctica de disecciones.
Dejo a un lado la urna de piedra de Abraham Woodhead y al otro el memorial de la baronesa Angela Burdett-Coutts, principal benefactora del lugar, que recoge en una lista los nombres de los antiguos moradores de las tumbas, ya perdidas. Uno de los bancos del parque recuerda la presencia de los Beatles el 28 de julio de 1988, cuando hicieron una sesión de fotos para promocionar el single “Hey Jude” y el Álbum Blanco. A la entrada de la iglesia hay una lápida de mármol con unos versos de Arthur Clarke, extraídos de su poema “Praise”: “Y aquí estoy yo, / en un lugar / más allá del deseo y el miedo”.
En una de las rotondas se encuentra el verdadero motivo que me ha traído hasta aquí: la tumba de la familia Soane. El arquitecto Sir John Soane, propietario de la casa-museo más fascinante que conozco (situada en Lincoln’s Inn Fields), diseñó este mausoleo para acoger el cuerpo de su difunta esposa. Los restos de su hijo también se encuentran allí. Y él mismo lo escogería como última morada. El diseño del mayor símbolo del Londres moderno, la cabina roja de teléfono, se inspiró en la estructura central de esta tumba ideada por Soane. No en vano su artífice, el diseñador Giles Gilbert Scott, trabajaba por entonces en el Sir John Soane Museum.
Un poco más allá se sitúa el lugar más curioso e impactante del recinto: el Árbol de Hardy, llamado así en recuerdo del novelista Thomas Hardy, que a mediados de la década de 1860, mucho antes de iniciar su exitosa carrera literaria y siendo todavía un joven estudiante de arquitectura, se ocupó de supervisar la excavación de una parte del cementerio. Con motivo de las obras de construcción de la línea del ferrocarril, que cruza por detrás del muro (aún se oye pasar, a cada rato, un tren que llega o vuelve de la estación de St. Pancras), el arzobispado de Londres encargó al arquitecto Arthur Blomfield vigilar las tareas de exhumación de los restos humanos que allí estaban enterrados, y este delegó la función en su discípulo Hardy, que debió de pasarse horas y horas paseando por este camposanto.
Un montón de lápidas se apilan alrededor del árbol, como fichas de un dominó funerario.
El visitante, estremecido y con la piel de gallina, no puede evitar el recuerdo del cementerio judío de Praga, y con esa sensación lúgubre en el estómago abandona el parque de St. Pancras, tomando rumbo hacia otra vida. El remedio para eliminar la sensación macabra resulta de fácil cumplimiento; sólo hay que seguir paseando por Londres durante horas, con el espíritu en calma y los ojos bien abiertos, recreándose en el mayor espectáculo del mundo: ver la vida en su paso desde los márgenes de una gran ciudad.
Paseos londinenses: St. Pancras Old Church
Hasta una acción tan sencilla como salir a dar una vuelta parece haber caído en las garras de la teoría: el andar como acto estético, como herramienta crítica, como arquitectura del paisaje, como forma de intervención humana en la naturaleza, como interpretación laberíntica de los contextos urbanos… Todo se tematiza. Se hace carnaza especulativa de cualquier cosa. Habrá que rendirse a la intelectualización omnímoda de la experiencia.
No me considero un flâneur baudeleriano, ni soy un mitómano del dandismo, ni me interesa el lado esotérico de la psicogeografía. De la colisión entre la psicología y la geografía no deduzco una metafísica especial. La única forma de antiarte que proclamo es la de mi propia insatisfacción. La teoría de la deriva me parece una hinchazón exagerada y vacía, fruto muerto de una mecánica superficial. Y sus implicaciones políticas me resultan, en el mejor de los casos, un fatuo brindis al sol.
No sigo método alguno ni me atengo a reglas preestablecidas. No trazo círculos sobre los mapas para después reproducirlos en la realidad de los barrios y calles, con sus muros invisibles o fronteras inconscientes. Simplemente me gusta pasear por las ciudades, como a casi todo el mundo. Y Londres es, quizá, el mejor campo de pruebas para estos delirios pacíficos.
Cuna del flanerismo y la psicogeografía, Londres es un paraíso para cualquier paseante urbano. El amante de las ciudades, el observador contumaz —propenso al arte del asombro—, el caminante compulsivo, podrá ensayar en sus vagabundeos por la capital inglesa uno de los placeres más fáciles que le está permitido disfrutar al hombre: ver la vida pasar. (Pasar por la visión de la vida. Ver la vida en su paso. Vivir el paso de la visión. Tanto da.)
Allí, entre las calles hediondas y laberínticas del siglo XVIII, inauguraron Daniel Defoe y William Blake una costumbre literaria que se convertiría en uno de los símbolos más notorios de la modernidad: la del transeúnte que escribe sus impresiones aturdidas entre el barullo de la gran urbe. Thomas de Quincey fue perfilando, en sus paseos nocturnos, los sueños del opiómano desposeído y marginal. Robert Louis Stevenson y Arthur Machen formularon la versión más oscura, gótica y misteriosa de la metrópolis imperial. En sus Sketches by Boz, un jovencísimo Charles Dickens llevaría la prosa callejera a su más alta perfección, ilustrando la vida cotidiana del londinense común. Sus caminatas también nocturnas por la ciudad, con el único propósito de combatir el insomnio, le vincularían a una sociedad de personajes excéntricos, estrafalarios.
Pasarían unas décadas antes de que otro Charles, Baudelaire, detallara el inventario de esencias del flâneur en El pintor de la vida moderna —esposo de la multitud, espíritu independiente, apasionado, incorruptible, fluctuante entre lo fugitivo y lo infinito, amante de la vida universal, caleidoscopio dotado de conciencia—, certificado para siempre en su prestigio teórico por el inevitable Walter Benjamin. Aunque París era la ciudad que le empujaba a las calles para combatir el spleen, Baudelaire había utilizado como modelo de tantas (y tan celebradas) ideas el relato El hombre de la multitud de Edgar Allan Poe, que transcurre en la ciudad del Támesis.
Dadá y los surrealistas, con sus excursiones y fotografías fantasmales de los años 20, darían el toque definitivo de glamour artístico a esto del vagabundeo urbano. Nadja de Breton y El campesino de París de Louis Aragon codificaron sus fórmulas literarias primerizas dándole lustre y estatuto de obra de arte a lo que podía parecer sólo un inofensivo ir de aquí para allá con los ojos abiertos. En otro viraje a la francesa, los letristas parisinos de los 50, liderados por Guy Debord, quisieron convertir ese “estudio de los efectos del medio geográfico en las emociones y comportamientos de los individuos” que bautizaron como psicogeografía en un programa político de transformación de la vida urbana. Según sus pretensiones, el movimiento situacionista acabaría propiciando el estallido estudiantil de Mayo del 68 y adornaría sus paredes con frases anónimas llenas de poesía y lucidez. ¿Realidad o ficción?
En las últimas décadas, sucesivas vanguardias underground se han reivindicado herederas de esta tradición heterodoxa. En Londres, luminarias como el biógrafo Peter Ackroyd, el novelista Will Self y, sobre todo, el polígrafo Iain Sinclair se han erigido en representantes máximos de esta escritura —a veces automática, a veces industriosa— de la ciudad cosmopolita.
Quizá estamos ante un género especial, concreto y diferenciado, que ha vuelto a ponerse de moda porque se adapta mejor que ninguno a nuestro presente. Así parecen atestiguarlo las recuperaciones recientes de El peatón de París de Léon-Paul Fargue y los Paseos por Berlín de Franz Hessel, traducidos por primera vez al español, así como las numerosas reediciones o novedades editoriales sobre el tema: El arte de pasear, de Karl Gottlob Schelle; Un paseo invernal, de Henri David Thoreau; Andar. Una filosofía, de Fréderic Gros; Elogio del caminar, de David Le Breton; Wanderlust. Una historia del caminar, de Rebecca Solnit, etc.
Sábado por la mañana. Salgo de casa y dejo atrás los altos techos victorianos, el panorama ocre de ladrillo a través del vidrio de los ventanales (irregular en las junturas), las magníficas escaleras de barandilla brillante. Apenas he dado unos pasos, empiezan a sonar las campanas de St. Mary, que parece una nave espacial a punto del despegue.
Atravieso los squares de Bryanston y Montagu, jardines epicúreos de la felicidad privada, envueltos en su proverbial quietud, calma y silencio (allí, la primera noche, la vecina asiática recién llegada nos mostró su flamante librería de madera vieja, con lomos tipografiados en idiomas imposibles), y enfilo la calle de San Jorge rumbo a Marylebone High Street, que será ocupada en pocas horas por un mercadillo gastronómico.
No me demoro en la contemplación de la iglesia católica de Santiago, ni me separo de la ruta para curiosear en la Wallace Collection, repleta de cuadros, muebles y armaduras. Ya la conozco bien, y habrá tiempo otro día para recorrerla sin prisas e incluso sentarse en la cafetería del patio a tomar té con tarta de zanahoria. Hoy el destino está fijado de antemano en el cuaderno: St. Pancras Old Church.
St. Pancras Old Church es una de las parroquias más antiguas de Inglaterra. La iglesia, de origen medieval pero reconstruida casi por entero en el siglo XIX, se encuentra en el barrio de Camden, cerca de la estación de San Pancracio (que más que una estación de tren parece una catedral gótica pintada por Harry Potter). Sus orígenes legendarios parecen remontarse al siglo IV, si bien no se conservan restos arqueológicos ni hay evidencia documental que permita confirmar el dato. El cartógrafo John Norden afirmó en su Speculum Britanniae (1593) que la iglesia de St. Pancras era más vieja aún que la catedral de San Pablo. Tras la Reforma calvinista, era uno de los pocos lugares de Londres en que se podía enterrar a los católicos. El río Fleet fluye discretamente por el subsuelo.
Llego a la valla que rodea el cementerio de la iglesia tras un largo paseo bordeando la linde sur de Regent’s Park y después de atravesar la hilera de almacenes —enigmáticos y medio abandonados— que flanquean las líneas ferroviarias en su acceso a la estación de St. Pancras. Al pararme a fotografiar la puerta de una sastrería, donde hay pegado un cartel con una cabeza de mujer boca abajo, una chica que cruza por allí me pregunta:
—Qué chula [cool], ¿sabes si es de algún artista conocido?
—Pues ni idea, la verdad. Me ha llamado la atención al pasar…
Me da las gracias a pesar de la estéril respuesta, esboza una sonrisa y sigue su camino hacia Euston Road, dejándome con el recuerdo fugaz —doloroso y bonito al mismo tiempo— de unos ojos verde oliva y una piel muy blanca, con las mejillas llenas de pecas.
La primera sensación al aproximarme a la verja de hierro es una mezcla de tristeza y conmoción. La belleza del misterio, la congoja de la muerte. Se atisba entre las sombras de los árboles la recoleta iglesia, como sacada de un sueño. Aquí y allá, rodeadas de hojas ocres y amarillas, destacan las lápidas erizadas del cementerio, como sarpullidos de la Parca. El panel informativo de la entrada aclara que se trata de “uno de los lugares de culto más antiguos de la Cristiandad, con origen posiblemente en el siglo IV d.C.” y que ha servido como “sitio de oración y meditación desde el año 314”. Se respira, desde luego, una atmósfera singular, entre la pintura romántica tardía y el relato gótico de terror.
Rodeo la iglesia y avanzo, silencioso y meditabundo, entre las tumbas. No sé hasta qué punto estoy obligándome al papel de melancólico en este teatro universal o si es realmente sincera mi pesadumbre. Entre los silenciosos habitantes del cementerio hay algunos más notorios que otros, como el físico y escritor vampírico John Polidori, el compositor Johann Christian Bach (undécimo hijo del gran Johann Sebastian), el escultor neoclásico John Flaxman y un hijo ilegítimo de Benjamin Franklin. Aunque ya no contiene sus restos, hay una tumba en memoria de la pensadora protofeminista Mary Wollstonecraft y su marido William Godwin; precisamente su hija, Mary Shelley, planeó ante esa lápida la fuga para contraer matrimonio con su novio, el poeta Percy B. Shelley. Quizá también aquel entorno le sirvió de inspiración para modelar, años después, la figura del Doctor Frankenstein. De hecho, como cuenta Dickens en su Historia de dos ciudades, a este cementerio solían acudir los ladrones de cadáveres para “pescar cuerpos” (así se decía en la jerga autóctona), con los que proveían a las escuelas de medicina, que los necesitaban para la práctica de disecciones.
Dejo a un lado la urna de piedra de Abraham Woodhead y al otro el memorial de la baronesa Angela Burdett-Coutts, principal benefactora del lugar, que recoge en una lista los nombres de los antiguos moradores de las tumbas, ya perdidas. Uno de los bancos del parque recuerda la presencia de los Beatles el 28 de julio de 1988, cuando hicieron una sesión de fotos para promocionar el single “Hey Jude” y el Álbum Blanco. A la entrada de la iglesia hay una lápida de mármol con unos versos de Arthur Clarke, extraídos de su poema “Praise”: “Y aquí estoy yo, / en un lugar / más allá del deseo y el miedo”.
En una de las rotondas se encuentra el verdadero motivo que me ha traído hasta aquí: la tumba de la familia Soane. El arquitecto Sir John Soane, propietario de la casa-museo más fascinante que conozco (situada en Lincoln’s Inn Fields), diseñó este mausoleo para acoger el cuerpo de su difunta esposa. Los restos de su hijo también se encuentran allí. Y él mismo lo escogería como última morada. El diseño del mayor símbolo del Londres moderno, la cabina roja de teléfono, se inspiró en la estructura central de esta tumba ideada por Soane. No en vano su artífice, el diseñador Giles Gilbert Scott, trabajaba por entonces en el Sir John Soane Museum.
Un poco más allá se sitúa el lugar más curioso e impactante del recinto: el Árbol de Hardy, llamado así en recuerdo del novelista Thomas Hardy, que a mediados de la década de 1860, mucho antes de iniciar su exitosa carrera literaria y siendo todavía un joven estudiante de arquitectura, se ocupó de supervisar la excavación de una parte del cementerio. Con motivo de las obras de construcción de la línea del ferrocarril, que cruza por detrás del muro (aún se oye pasar, a cada rato, un tren que llega o vuelve de la estación de St. Pancras), el arzobispado de Londres encargó al arquitecto Arthur Blomfield vigilar las tareas de exhumación de los restos humanos que allí estaban enterrados, y este delegó la función en su discípulo Hardy, que debió de pasarse horas y horas paseando por este camposanto.
Un montón de lápidas se apilan alrededor del árbol, como fichas de un dominó funerario.
El visitante, estremecido y con la piel de gallina, no puede evitar el recuerdo del cementerio judío de Praga, y con esa sensación lúgubre en el estómago abandona el parque de St. Pancras, tomando rumbo hacia otra vida. El remedio para eliminar la sensación macabra resulta de fácil cumplimiento; sólo hay que seguir paseando por Londres durante horas, con el espíritu en calma y los ojos bien abiertos, recreándose en el mayor espectáculo del mundo: ver la vida en su paso desde los márgenes de una gran ciudad.