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La lucha contra el cliché

Sobre Felipe Martínez Marzoa
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A veces siente uno la necesidad de meterse un poco de filosofía pura en vena, y es entonces cuando la mejor solución es tener a mano un libro de Felipe Martínez Marzoa (Vigo, 1943), que nunca falla. Caso insólito el de este catedrático de Filosofía, ya jubilado, que lleva más de cuatro décadas dedicado a una tarea ímproba, formidable, minuciosa y oscura, destinada al disfrute y admiración de unos pocos friquis que, como yo, nos lanzamos corriendo a las librerías en cuanto nos enteramos de que Marzoa ha publicado un nuevo librito. Digo “librito” por el formato y número de páginas, pues su lectura da para meses o años de prolongado viaje alucinógeno.

El meollo de la colosal tarea hermenéutica de Marzoa consiste en estudiar, analizar e interpretar los textos de grandes autores de la historia de la filosofía –Platón, Hobbes, Leibniz, Hume, Kant, Marx o Heidegger, entre otros– para extraer la lógica interna de su pensamiento, aquel reducto de consistencia pura e inalienable verdad que los sostiene. La rigurosidad y el afán de precisión casi patológicos del profesor Marzoa, que vuelve una y otra vez a los mismos textos y problemas matizando sobre las matizaciones previas, podrían exasperar a los espíritus más inquietos. A ojos de sus admiradores, en cambio, la historia de esas matizaciones se nos revela como una aventura fascinante, de una importancia trascendental, a la altura de la seriedad de la labor que se ha impuesto; lo que en otros autores conformaría una pesadilla libresca soporífera, en este caso adquiere tintes epifánicos. Bajo las infinitas capas eruditas del discurso (imprescindibles para decir algo-nuevo-con-sentido en este mundo-que-ya-está-por-escrito), en el fondo de la buena filosofía académica –escasísima, por cierto– late una profunda verdad. Una verdad que resulta, incluso, emocionante. Y peligrosamente adictiva.

Cuando uno ha experimentado esa calma beatífica, ese estado de ataraxia, esa placidez sublime del concepto, no hay remedio: volverá a reincidir en el delito. Se recomienda hacerlo siempre a pequeños sorbos, manteniendo lejos el fantasma de la sobredosis, que sería letal. A menudo se critica el carácter pesado y oscuro de ciertos autores –duros, complejos, sistemáticos– como Aristóteles, Kant o Hegel, cuya prosa mezquina parece perfilarse como un tormento para el espíritu. Nada más lejos de la realidad. Sus obras son verdaderos refugios en los que, a medida que uno se va adentrando, la claridad va ganando terreno a la penumbra y el ánimo se encuentra más tranquilo, más reposado, menos inquieto. Sin embargo, quedarse a vivir allí sería una trampa mortal. Necesita uno airearse, respirar a cielo abierto. Todo tiene su momento y su lugar.

En el caso de Marzoa, a los recurrentes efectos farmacéuticos de la filosofía (de Sócrates y Epicuro a Wittgenstein, ya sirva el phármakon como medicina curativa, droga dura o veneno mortal) se añade la épica hermenéutica de la lucha contra el cliché (en línea con el modelo estilístico de Heidegger): lo importante está en saber cómo leer e interpretar los textos, más que en captar la literalidad de lo que dicen. Se trata la de Marzoa, en cualquier caso, de la más revolucionaria –esto es, antiacadémica– de las filosofías académicas contemporáneas. En el fondo de su pensamiento sigue presente una llamada a la acción: «Desde el momento en que se sabe cómo funcionan las cosas, ya no pueden seguir funcionando de la misma manera». 

Cuando me puse a dar clases de filosofía, siempre consultaba los dos tomos de Historia de la filosofía de Marzoa antes de empezar a exponer el pensamiento de cualquier autor, pues necesitaba tener unos ejes de coordenadas distintos, un referente nuevo que me anclase en el horizonte, desde su sesgo peculiar, siempre alejado del cliché, advirtiéndome de los peligros. Los profesores de filosofía enseñan, por definición, los clichés. El cliché es lo que se enseña, puesto que lo que se enseña se convierte en cliché. Ante esa circularidad viciosa hay que estar siempre alerta. No en vano la filosofía surge –nos dice Marzoa– como el intento de decir aquello en lo que todo decir habita y ya se mueve, un peculiar e insolente modo de querer decir lo que siempre está ya supuesto. Por ejemplo, después de leer la interpretación de los textos de Platón que ofrece Marzoa en Ser y diálogo, nunca podrá uno acercarse a los diálogos platónicos de la misma manera. 

Aquí dejo 15 citas lisérgicas de Marzoa, seleccionadas entre múltiples pasajes subrayados de sus obras:

1. “No dices nada” 

«Cuando en el curso de un diálogo de Platón uno de los personajes reclama de otro el asentimiento o el disenso con respecto a lo que él, el preguntante, ha dicho, es muy frecuente cierta situación en la que nuestras traducciones no pueden evitar una distorsión sin la cual simplemente no podría haber traducción; dicen, en efecto, algo del tipo “¿Digo algo acertado?”, y tenemos que aceptarlo así, aunque sabemos perfectamente que el texto griego no dice eso, sino meramente “¿Digo algo?” (légo ti;). Este uso es, por otra parte, especialmente consistente, pues, para la declaración que constituiría respuesta negativa a la mencionada pregunta, no se emplea “Lo que dices no es cierto” o cosa parecida, sino sencillamente “No dices nada” (oudien légeis). Formulemos, pues, provisionalmente este fenómeno con un término de la gramática escolar: el “objeto directo” del verbo “decir” no es un “dicho” que pudiese concertar o no con la cosa, sino que es la cosa misma.» (El decir griego, p. 17)  

2. La autocrítica del “tener por” 

«Cada vez que abordamos algo, lo hemos tomado ya de una u otra manera, lo hemos situado de antemano en una u otra perspectiva, lo hemos tomado “como” esto o aquello, “como” este o aquel tipo de cosa. Este previo “tener por” es, desde luego, merecedor de continua revisión; lo que nunca ocurre es que no lo haya, pues, si no hubiésemos tomado de una u otra manera la cosa en cuestión, sencillamente no estaríamos en relación alguna con ella y nada sabríamos ni nos plantearíamos a propósito de ella. El que el mencionado “tener por” sea “previo” no significa en modo alguno que sea posible una previa exposición de él; por el contrario, si lo fuese, estaríamos en un regressus in infinitum. Sólo en el trabajo mismo con la cosa puede ocurrir –y ocurre si el trabajo es especialmente serio– que el previo “tener por” se ponga de manifiesto e incluso que llegue a poder ser discutido. La seriedad del trabajo con algo se mide por la capacidad de someter a continuada autocrítica el “tener por”.» (Ser y diálogo, p. 7) 

3. Lo tardomoderno y la crisis

«No acepto la idea de que haya en la agenda algo que sea posterior a la modernidad, algo post-civil o post-moderno. Yo utilizo el concepto tardomoderno. Lo que Marx teoriza en El capital es la modernidad, pero lo hace pensando que el hecho mismo de teorizarla producirá una ruptura con lo anterior por la simple distancia implícita en el conocimiento. No obstante, Marx no tenía un modelo alternativo, ni existe hoy tampoco. Al comienzo de la Filosofía del Derecho Hegel citaba a la lechuza, que ya en la mitología griega representa la consciencia, el saber, porque tiene los ojos grandes y una gran capacidad de observación. Ese pájaro sólo emprende el vuelo en el atardecer, al final del día. En definitiva, no existe otro modelo que la modernidad, pero a partir de Marx la característica del momento que aún dura es el conocer que estamos en el final del trayecto. Lo que queda por saber es si la modernidad está en crisis o simplemente en putrefacción. Hay que destacar que en la frase anterior “crisis” tiene una connotación de clarividencia. En su origen griego, esta palabra quiere decir discernimiento. Las crisis económicas se llaman así porque se supone que permiten filtrar lo que es válido, viable, de lo que no lo es.» (Entrevista de Xurxo González para el diario A Nosa Terra

4. La inocencia final 

«Los conceptos que empleamos o tesis que formulamos atendiendo a las palabras de un poema, no pueden en modo alguno tener la pretensión de exponer el “sentido” del poema mismo, ni mucho menos el “pensamiento” del poeta. Son conceptos o tesis que nosotros necesitamos sólo para poder en última instancia prescindir de todo ello y simplemente escuchar o decir el poema. Ahora bien, en efecto necesitamos de todo eso, porque la lectura inmediata, presuntamente aconceptual, es en realidad la más conceptual de todas, sólo que sus conceptos son los de la pura banalidad y por eso no se hacen notar como tales; justamente para evitar esa conceptualidad trivial, es preciso todo el trabajo de la “interpretación”, el cual, por lo tanto, no tiene como función instaurar otra conceptualidad, que fuese la buena, sino desaparecer y dejar estar pura y simplemente el poema. La inocencia que vale es la que está al final; la del principio es un pseudónimo de la trivialidad.» (De Kant a Hölderlin, pp. 123-124) 

5. Escepticismo 

«La palabra sképsis significa el acto o la actitud de mirar, observar, considerar. Tal actitud o acto comporta una distancia; no se puede “ver” si se está lisa y llanamente dentro, si sin más se “pertenece a”. A la vez, sin embargo, sólo se “ve” aquello a lo que de alguna manera se pertenece. Parece seguirse de todo esto que el ver tiene en todo caso el carácter de una ruptura o suspensión; ruptura o suspensión de la familiaridad, del obvio habérselas-con. Ello admite una interpretación relativamente trivial cuando la distancia lo es con respecto a algún ámbito o juego determinado; el que reconozcamos las reglas del juego implica entonces, en efecto, que nuestro ser no se agota en ser jugadores de ese juego.» (Pasión tranquila. Ensayo sobre la filosofía de Hume, p. 101)  

6. El diálogo platónico 

 «El diálogo platónico se relaciona, ciertamente, con la prosa enunciativo-doctrinal, pero de muy otra manera, a saber, en el sentido de que es la constante ruptura con o distanciamiento frente a lo enunciativo-predicativo. Ello empieza ya por el hecho de que haya algo así como una situación escénica, lo cual implica que las enunciaciones se sitúan en una distancia, o que autor y lector se sitúan en una distancia frente a ellas; y se desarrolla mediante un amplio y sofisticado repertorio de técnicas de distanciamiento y destematización (diálogo contado por alguien que a su vez lo oyó contar a otro, doctrina aludida como cosa ya conocida, diversos modos de exposición no asertiva); puede decirse que no tenemos ni una sola manifestación de Platón que no esté enmarcada en estos recursos.» (Historia de la Filosofía, I, p. 97) 

7. Interpretando, que es gerundio 

«Interpretando, ocurre también que la interpretación de ciertas cosas apoya la de otras cosas, no en el sentido de que la fundamente, sino en el de que contribuye a la elaboración de conceptos que el hermeneuta emplea en su trabajo. El que esto ocurra presupone que las interpretaciones lo son y, por lo tanto, que los interpretandos lo son, es decir, son materia que siempre vuelve a requerir exégesis, o, si se lo quiere decir así, simplemente son. En las citadas conexiones (por las que la interpretación de unos interpretandos apoya la de otros) ocurre a veces que algo, cierto bloque a interpretar, perteneciendo a cierta línea de desarrollo, tiene en relación con ella el papel de un camino (o de un no-camino) por el que las cosas no fueron ni podrían haber ido ni hay que lamentar (ni nada parecido) que no pudiesen o hayan podido ir.» (La soledad y el círculo, pp. 5-6) 

8. El mero texto 

«Todavía en el tiempo de Platón eso del “mero” texto, de la secuencia “meramente” lingüística, no es lo que hay. Desde comienzos del Helenismo es, en cambio, obvio, y esa obviedad determina incluso toda la recepción de la literatura griega; la reducción a texto abarca incluso la pérdida material de lo que no entra en ese concepto. Así, las odas de Píndaro son para nosotros mero texto; a lo sumo podemos mediante penoso y a menudo problemático análisis métrico describir un ritmo, ciertamente sólo en el sentido de una descripción conceptual, nunca de percepción sensible; pero aun eso no es nada si se lo separa de otros aspectos definitivamente perdidos (incluso físicamente) ya desde el Helenismo. Por así decir: lo que Píndaro hacía no era componer un texto, sino poner a cierto conjunto de gente a actuar de cierta manera; el texto es el resultado de una operación abstractiva realizada en época posterior.» (Lingüística fenomenológica, p. 72) 

9. Sobre derechos y libertades 

«Así entendido, lo civil está ciertamente marcado por una ruptura, pues lo inmediato es, por el contrario, la pertenencia a algún tipo de comunidad; inmediatamente, no estamos nunca ante el ciudadano, ni siquiera simplemente ante el individuo, sino ante cosas como el cabeza de familia, el maestro de taller, el cura o el obispo. La cual, cuando se reclaman garantías de derechos y libertades, hace posible el efecto perverso, de segura producción si esos derechos o libertades se reclaman desde la inmediatez y frente a la mencionada ab-solutez, de que lo que se esté reclamando no sean derechos y libertades del ciudadano, sino el “derecho” y la “libertad” que el obispo, el cura, el maestro de taller o el padre de familia tendrían para impedir que haya en verdad ciudadano. Los vínculos están ya ahí, son pre-civiles o a-civiles o in-civiles; si la cuestión de las libertades se plantea como una cuestión de “respeto a” lo que hay y ya manda, entonces las “libertades” son lo que acabamos de decir.» (Distancias, pp. 116-117)  

10. Tomar en serio lo escrito 

«Lo vergonzoso no es, pues, “escribir”, sino tomar en serio lo “escrito”, donde “escrito” no se refiere al trivial hecho material, sino a la fijación o posición. De lo que se trata, pues, no es de no “escribir”, sino de que el “escribir” no se tome en serio a sí mismo, y esto es precisamente la distancia dialógica, sobre la base de la cual ya hemos considerado también otras distancias o sobredistanciamientos. La distancia frente a lo “escrito” no tiene, pues, nada que ver con medio alguno que constituyese una alternativa frente a ese, sino que es la mera distancia en sí misma; lo que se pusiese y transmitiese “oralmente” sería ello mismo en términos esenciales “escrito”, aunque en sentido trivial no lo fuese. Sobre todo si además ocurre que lo que motiva en parte el interés por las “doctrinas no escritas” es la insatisfacción producida por el rehusar propio del diálogo; entonces son precisamente las “doctrinas no escritas” lo “vergonzosamente” “escrito”». (Muestras de Platón, pp. 42-43) 

11. La lengua de Cervantes 

«No sólo no hablamos la lengua de Cervantes (porque la lengua de Garcilaso y Cervantes no es una lengua moderna), sino que estructuralmente nuestra lengua está más cerca de, por ejemplo, el inglés actual que de la lengua de Cervantes y Garcilaso; no constituye argumento en contra el que quizá resbalando por las páginas del Quijote tengamos cierta impresión como de estar en nuestra lengua y no así cuando leemos prensa inglesa de hoy; primero porque nunca observaciones tan impresionísticas son argumento alguno, pero además porque incluso la presunta mayor facilidad que, en comparación con un anglohablante actual, creamos tener para leer el Quijote contiene bastante de falacia; unos y otros, para poder leer a Cervantes, tenemos que aprender, incluso (y en primer lugar) lingüísticamente y, en ese aprendizaje, el anglohablante puede estar algo más libre que nosotros de algunas interferencias, mientras que, en los aspectos verdaderamente graves, él y nosotros estamos en la misma situación.» (Lengua y tiempo, pp. 83-84) 

12. El retorno de Ulises 

«Nunca aparece en aquella antigüedad, ni a propósito de Troya ni de cosa otra alguna, ese relato secuencial, ese continuo narrativo, en el que para llegar a la destrucción de Troya se empieza por una boda regia en la que por una manzana pasa algo entre tres diosas. La “acción” de la Ilíada dura unos pocos días y, en sí misma y como acción relatada, es un episodio muy puntual, mínimo dentro del amplio continuo narrativo; bien es verdad que quien “lee” hoy la Ilíada, aunque sea en traducción, o quien “cuenta” “qué pasa en” la Ilíada, toma conocimiento del material que constituye el contenido del aludido relato secuencial; necesariamente, o bien lo relata o bien lo da por conocido; asimismo, una tragedia, en sí misma y en lo que tiene de relato, es un instante, un vuelco, y también aquí ocurre lo que hemos dicho que ocurre con quien la “lee” y la “cuenta”. Puede suscitarse (y de hecho se suscita ya desde relativamente antiguo) la impresión de que, con independencia del canto, el espectador u oyente poseía ya el continuo narrativo del cual el canto glosa algún punto. Sin embargo, esto solamente es cierto en el mismo sentido en que es vacío, a saber: que el canto nunca es el primer canto que hay ni siquiera el primero que el oyente oye. Por lo demás, el continuo narrativo y el relato secuencial no son en absoluto (ni siquiera como posibilidades) presuposiciones del canto, sino que, por el contrario, son resultado o consecuencia de la compilación, superposición e integración de los materiales narrativos de cantares diversos, tal como los systémata helenísticos en los que, seleccionando unas u otras posibilidades, se obtiene una u otra harmonía no son ni expresan presuposición alguna de las harmoníai mismas, sino, bien al contrario, el resultado de una operación que las compone. Es así como se constituye, a comienzos del Helenismo, lo que llamamos “el mito” o “la mitología” (así como cada uno cualquiera de sus conjuntos o bloques); mŷthos es una de las palabras con las que en griego se dice “decir”; en Homero ni siquiera tiene relación particular con lo narrativo, relación que, incluso después, en época clásica, es más un resultado de contextos determinados que algo inherente a la palabra misma.» (Interpretaciones, pp. 76-78) 

13. La transgresión de la transcendencia 

«Lo ente como causas de efectos y efectos de causas preludia o apunta a: vínculo de todo con todo, por lo tanto: uno-todo; con lo cual estamos recordando que la transgresión-de-la-transcendencia inherente a la transcendencia misma no es sino el que el lado de lo verdadero, puesto que es lo verdadero, ha de ser en verdad todo y, en consecuencia, ya ni es lado alguno ni es transcendente.» (Polvo y certeza, p. 23)

14. El que haya cosas

«Cierto poeta moderno, en su esfuerzo por dialogar con los griegos y delimitarse con respecto a ellos, llegó a detectar la peculiaridad de un modo de presentación de las cosas que, a la vez, no es en rigor un modo peculiar, sino simplemente la presentación de las cosas, pues es ni más ni menos que el que haya cosas, el que haya esto y aquello y lo de más allá, es decir, no la i-limitación. La asunción definitivamente secundaria, en la cual tiene lugar lo i-limitado, será la modernidad.» (No-retornos, p. 100)

15. Digo lo que digo 

«Digo lo que digo; lo que no digo, sencillamente no lo digo; por tanto, lo que digo es precisamente lo que digo, y así, no puedo equivocarme; o lo mismo dicho de otra manera: comparece lo que comparece, hay lo que hay; lo que no, no; con lo cual lo que nunca ocurre es despiste, equivocación. La posibilidad del error (y, por lo tanto, de la verdad) exige que al decir mismo, o sea, a la presencia misma, le sean inherentes algo así como dos momentos o niveles, que de algo se diga algo (o a propósito de algo ocurra algo), que algo se diga (o acontezca) como algo, de manera que yo pueda estar diciendo lo uno como lo otro (lo uno pueda estar compareciendo en lugar de lo otro), referirme a Pedro llamándole Pablo, echar mano de la tiza no para escribir con ella en el encerado, sino para llevármela a la boca.» (Lingüística fenomenológica, p. 26)

 

PD: Nos gustaría poder hacerle una entrevista al profesor Marzoa para esta revista. Como su email de la universidad ya no funciona, rogaríamos si alguien sabe cómo podríamos contactar con él nos escriba a ebaltar@yahoo.es. Muchas gracias.

 

Las fotografías que ilustran el artículo han sido tomadas por Nikolas T. Schopp con una cámara estenopeica.