Caña: un libro fuera de serie
Caña podría clasificarse como una colección de relatos, la mayoría dedicados a unos protagonistas que comparten con los restantes su pertenencia a alguno de los mundos en los que vivían o sobrevivían los afroamericanos en la década de los 20 del siglo pasado. Pero si nos quedáramos en esta escueta clasificación perderíamos prácticamente todo lo que hace de este libro uno de los más audaces e innovadores que produjo la literatura americana de ese periodo. O de cualquier otro. Y subrayo lo de “americana” porque aunque fue escrito por un escritor afroamericano su valía e importancia supera los límites en los que se ha solido confinar a la literatura afroamericana. Aunque centrada en personajes afroamericanos y aunque haya respondido al deseo de la intelectualidad afro de la época de producir una literatura específicamente negra capaz de desafiar con su sola existencia los estereotipos degradantes acuñados por el racismo anglosajón sobre los negros, Caña es sobre todo una obra de un extraordinario valor literario. Así, sin más. Que soporta bien la comparación con las obras de narradores blancos coetáneos de la talla de Sherwood Anderson, John Dos Passos o del mismísimo William Faulkner, para citar solo a los más destacados. A pesar incluso de ser un artefacto literario inclasificable, que no encaja en la casilla de colección de relatos y que sólo puede ser considerado una novela si aceptamos con Mijail Bajtin que la novela es todavía, a cinco siglos de El Quijote, un género en construcción, un género en permanente proceso de reinvención y por ende de redefinición de sus límites y posibilidades. De hecho Caña no tiene una línea argumental definida ni unos personajes que lo protagonicen o por los menos permanezcan de un extremo a otro de su despliegue. Y su prosa tiene tal intensidad poética que con frecuencia la obra se convierte en un formidable poema en prosa. Exaltación lírica que responde bien a la decisión de su autor (Jean Toomer) de privilegiar la generación de “climas” o de “atmosferas” por sobre la descripción de acciones y situaciones, tan común en la novelística al uso. Incluso la introspección de los personajes no recibe el trato esperado por los lectores habituados a las novelas psicológicas. Los personajes principales —aquellos que una u otra manera son alter egos del autor— suelen reflexionar de una forma poliédrica que articula la reflexión sobre lo que hacen o quieren hacer en ese momento con lo que imaginan que está queriendo o pensando el personaje o los personajes implicados en lo que pretenden hacer y con el propio escenario en el que transcurre la acción, cuya arquitectura, cuyo efecto emocional si se quiere, se incorpora a esta reflexión multifacética como una componente igualmente activa de la misma. Como en el cine expresionista alemán de la época, en el que la arquitectura y la “atmósfera” generada por los encuadres y los efectos luminosos cumplían papeles determinantes en la formación de los estados de ánimo de sus personajes. Y de los espectadores, obviamente.
El carácter innovador de este modo complejo de plantear y resolver la introspección lo subraya el hecho de que esta novela –escrita por un joven de apenas 28 años de edad– se publicó en 1923, apenas un año después de la publicación en París del Ulises de James Joyce, cuyo monólogo interior de Mary Bloom revolucionó la forma de abordar en literatura la introspección. Las introspecciones de Toomer carecen ciertamente del caudal y el vigor del monólogo de la heroína joyceana pero no por eso son menos originales.
Caña tiene 29 capítulos que guardan mucha independencia entre sí pero que aún así se pueden agrupar en tres grandes bloques. El primero está consagrado al mundo aldeano del estado sureño de Georgia, donde las huellas de la esclavitud aún están frescas y el linchamiento de los negros continúa siendo un derecho indiscutido de los blancos. Pero la ira o la venganza apenas afectan estas páginas cargadas de un vibrante lirismo “sinestésico” que se condensa en poemas memorables sabiamente intercalados en la narración. Y donde los personajes asumen sus vicisitudes y desdichas con un estoicismo sin sobresaltos. El segundo bloque está dedicado a los afros que viven en el Norte, en Washington y en Chicago, donde muchos han adquirido el estatus de la clase media profesional, como lo adquirió el propio Toomer. Y donde los efectos de la discriminación están mitigados por el anonimato metropolitano y la creciente popularidad del jazz entre los blancos. El tercer bloque es un regreso a Georgia protagonizado por un maestro afro llegado del Norte que se enfrenta una Georgia ya desencantada e irremediablemente prosaica.
Carlos Jiménez
Carlos Jiménez. Ensayista, critico de arte y profesor universitario. Colaborador de El País y de las revistas especializadas Arte contexto y Art Nexus. Su último libro publicado es La escena sin fin. El arte en la era de su big bang (Micromegas).