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El cambio de sexo y la interdicción del cuerpo

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El cambio de sexo ya no  es lo que era. Condenado durante tantísimo tiempo a la clandestinidad por la moral patriarcal, hoy ya es una práctica legítima y socialmente aceptada que gracias precisamente a su normalización es una potente objeción al dogma de que la diferencia sexual es inseparable de la diferencia entre los órganos genitales y pone a prueba la teoría para la cual las diferencias de sexo son en realidad diferencias de género. O sea, construcciones culturales de carácter histórico, cuyos contenidos y límites son determinados por las cambiantes coyunturas históricas. El cambio de sexo viene a decirnos que si el dogma excluye de la diferenciación sexual a la cultura y a la historia, la teoría que lo critica excluye al cuerpo o por lo menos lo omite o pone en entredicho.

Esta es por lo menos la lectura que puede hacerse de  la película 52 Tuesdays, realizada en 2013 por la directora australiana Sophie Hyde, que escenifica un cambio de sexo de tal modo que advierte que ninguna de esas dos exclusiones es satisfactoria, porque el cambio de sexo es un ciertamente un problema cultural  y específicamente psicológico pero no por ello deja de ser un problema corporal, un problema del cuerpo o con el cuerpo. Y advierte además que el encaje entre la cultura y la psiquis con el cuerpo es un problema igual de arduo y complejo. El drama guía, el drama de los dramas del filme,  lo desencadena Jane, que con su decisión de cambiar de sexo para transformarse en James perturba gravemente el entramado familiar en el que ella desempeñaba el papel de madre tanto para su hija, Billie, como para su marido, Tom. Como es apenas obvio ninguno de los tres sale indemne de esta conmoción. La propia Jane porque la puesta en práctica de su decisión desquicia sin remedio el papel que la cultura, la historia y la psicología le asignaban en cuanto madre y la arroja a un estado de incertidumbre que intenta resolver a tientas. Y no sólo porque carece de experiencia previa acerca de un problema que involucra el conjunto de su personalidad sino porque, aunque obviamente conoce qué es un hombre, no se sabe exactamente qué es lo que tiene ella que hacer para convertirse en uno de ellos. Todavía más. Esta Jane que ya no es Jane sino James no sabe tampoco cómo una madre se convierte en padre, en el caso de que fuera posible esta transformación. O cómo puede desempeñarse como madre siendo ya un hombre. De allí que para darle tiempo a la solución de estas incógnitas James decida reducir drásticamente la relación con su hija a un día de la semana durante un año entero. A los 52 martes que le dan título al filme.

En este estado de incertidumbre se inscribe asimismo la relación con su cuerpo, que sigue siendo el cuerpo de Jane aunque él ya se asuma como James, y que sin embargo se resiste a cambiar mediante la cirugía o el tratamiento con hormonas.

Podría decirse que Jane/James cuenta con una certeza: la del deseo que la impulsa a cambiar de sexo, que es tan perentorio que para satisfacerlo no duda en arriesgar su vida y la de su familia. Pero esta certeza solo se manifiesta o realiza como certeza bajo la forma de una incuestionable exigencia ética, existencialista para más señas. La exigencia  de romper con una forma de sexualidad que considera falsa o inauténtica porque le impide asumir la forma de sexualidad que considera o siente como auténtica por ser la que realmente se corresponde con la naturaleza de su deseo. Esta es la verdad que ella testimonia con su conducta y que sin embargo desemboca paradójicamente en la incertidumbre de su cuerpo desdoblado o suspendido entre dos extremos: el cuerpo que era y ya no puede ser debido a la mencionada exigencia ética y el cuerpo que aún  no es o que quizá nunca llegue a ser de acuerdo con lo que impone su deseo.

Billie, la hija, está igualmente sumida en la incertidumbre. En primer lugar porque ser hija de quien ya no es mujer aunque no por eso deja de ser su madre es también un difícil asunto que resolver y no uno resuelto de antemano. Y en segundo lugar porque ella misma es una adolescente abocada a explorar el campo de su propia sexualidad con todas las dudas e inseguridades que trae consigo dicha iniciación. Cierto, esta incertidumbre ya ha sido amortizada en nuestra cultura por lo menos desde que se instituyó la adolescencia como una etapa de transición entre la infancia y la juventud y se definieron los protocolos que la regulan y las líneas maestras que orientan la conducta de quienes se sumergen en ellas. Y de quienes, desde otras edades y otras jerarquías, se relacionan con la adolescencia: padres, educadores, amigos, coetáneos…Pero en el caso de Billie interviene un factor muy reciente que altera el curso de su adolescencia, aunque evidentemente no sólo de la suya. Me refiero a esa explosión o esa hipertrofia del narcisismo que ahora nos invade y cuyo epítome es el crecimiento exponencial de la producción de selfies. En el caso de Billie el narcisismo la lleva a grabar en vídeo las experiencias sexuales que comparte con Jasmin y Jush, suponiendo que  esas grabaciones podrían convertir esos episodios de su vida en una obra de arte. Y a tomarse una foto desnuda; cuando la envía a una amiga se desencadena un pequeño drama dentro del drama que parece dominarlos a todos, el drama del cambio de sexo de Jane/James. Lisa recibe la foto. Cuando sus padres se enteran de que la ha recibido, informan  al Instituto donde ambas cursan estudios. Las autoridades del mismo llaman al orden a Billie y a sus padres y les advierten que dicho envío puede ser juzgado y sentenciado como pornografía infantil. Pero se muestran comprensivas y dispuestas a pasar por alto la falta si Billie promete solemnemente no repetir esa clase de envíos. Su madre sin embargo va más allá  y le exige, como prueba de su arrepentimiento y propósito de enmienda, que destruya las cintas de vídeo que contienen las grabaciones de los intercambios sexuales que mantuvo con sus amigos, por lo demás muy teatralizadas. Esta exigencia es una ordalía que Billie se resiste tercamente a satisfacer, hasta que al final cede y destruye las cintas. En un gesto que puede calificarse de sometimiento o  rendición y que en cualquier caso muestra el contraste entre lo que la moral prohíbe y lo que permite en una coyuntura como la actual, en la que el cambio de sexo en particular y las conductas homosexuales en general se benefician, como ya dije, de un reconocimiento e incluso una valoración hasta hace muy poco insospechadas. A Billie se le niega no sólo la distribución sino la misma producción de imágenes de su vida sexual mientras que a Sophie Hyde se le permite realizar y distribuir urbi et orbi un filme que expone la intimidad tanto de Jane/James como de la propia Billie. En un tono muy documental, muy cinéma vérité si se quiere. El argumento ético más general a favor de esta discriminación esgrime la cuestión de la edad: a los adolescentes les está prohibido lo que en materia de sexualidad les está permitido a los adultos. Y el más específico concierne a las imágenes. La vida sexual de Billie es un hecho innegable pero sólo se le consiente realizarla en la más estricta intimidad. Las imágenes de la misma suponen en sí mismas una voluntad de exponerla, de exhibirla, de hacerla pública, que debe ser condenada aun en el caso de que dicha publicidad no se lleve a cabo. De allí que Jane/James insista en que Billie destruya sus cintas.

Cabe anotar finalmente que la aceptación o el reconocimiento de 52 Tuesdays  como un filme normal y no pornográfico permite la exclusión en el mismo de imágenes que muestren abiertamente la cópula entre sus protagonistas, sean Jane/James, Billie, Jasmin, Jush…Exclusión que resulta ciertamente reveladora tanto de la medida en  la que la sexualidad sigue reducida a sus términos genitales como de que una de las garantías de la misma es esa reducción.

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52 Tuesdays puede compararse con una caja china o con una muñeca rusa, en el sentido de que cada personaje vive su drama particular que a su vez está contenido en un drama más amplio. Pero en este juego de inclusiones hay una excepción: un discurso audiovisual recurrente que, aunque es ajeno a los dramas que involucran a los protagonistas del filme, altera significativamente la relación que como espectadores mantenemos con ellos. Se trata de fragmentos o segmentos de informativos emitidos por la televisión que ejercen un efecto de distanciamiento brechtiano o un potencial anticlimático. Cuando interviene en la película el relato de acontecimientos lejanos y ajenos, volvemos a la condición de espectadores indemnes que habíamos extraviado u olvidado, por nuestra identificación con alguno de los personajes, los dramas que se estaban desplegando ante nuestros ojos, aunque sólo sea porque no podemos ser idénticos a unos personajes que no acusan ninguna señal de estar viendo lo que nosotros sí vemos. 

Este cortocircuito de la identificación abre la brecha en la que cabe preguntarse por el estatuto de la expectación.  Más que un acto simple, un mero situarse frente a una escena o de una pantalla, es una experiencia mucho más pregnante, que pone inevitablemente en entredicho el estatuto del Yo. La “identificación” con quien no somos ha sido tratada de muchas maneras que oscilan entre el extremo defendido por Aristóteles, que la consideraba indispensable para alcanzar la cura que trae consigo la catarsis, y el extremo en el que se sitúa Bertolt Brecht, que la considera una forma de enajenación reprobable que es necesario combatir con métodos revulsivos, anticlimáticos.

La oposición entre dos extremos tan señalados de la dramaturgia occidental no anula sin embargo el hecho de que para ambos la identificación es una forma de enajenación: el yo es abducido y subyugado por otro yo mediante un procedimiento que Walter Benjamin, refiriéndose al que ocurre en la lectura, calificó de hipnótico.  Por lo demás,  la cita del autor del Arte en la era de su reproductibilidad técnica es doblemente apropiada porque entre las muchas diferencias que median ente el cine y la televisión (o más precisamente, entre el dispositivo cinematográfico y el dispositivo televisivo) está el hecho de que este último promueve que la clase de alienación del yo que genera la lectura aislada y silenciosa de libros se transforme en el paradójico fenómeno de la individualidad de masas, de la individualidad que aunque irrevocablemente masiva retiene la oposición entre el individuo y las masas, en un proceso que me siento tentado a equiparar a la Aufhegoben hegeliana. Cuando vemos la televisión, otro yo se apodera de nosotros, un yo que no es el YO excepcional e idiosincrático del líder carismático o de la fascinante estrella de Hollywood sino un yo estereotipado que por serlo no tiene las relaciones discretas, singulares que el yo mantiene tiene con “su” cuerpo y con su biografía e historia, aun en los casos en los que dichas relaciones están dominadas por el automatismo o la inconsciencia. Es un yo de término medio, un yo si se quiere estadístico: el yo que introyectan las encuestas de opinión y los índices de audiencia en el momento mismo de interrogarlo y medir sus reacciones ante emisiones diseñadas para esbozar y dar contenido a su perfil. Podría decirse que es un significante vacío a condición de aclarar que es un significante que no se deja colmar por todos los significados posibles sino sólo por el número finito de significados que se amoldan o acuerdan con su figura o perfil. De allí que pueda cumplir su papel de ser el yo de cualquier otro yo sólo si no es cualquier yo sino un yo genérico que conserva los rasgos o los trazos que le señalan y distinguen de otros yo igualmente genéricos.   

Cabe advertir que a la alienación televisiva del yo le ocurre lo que le ocurre a otras alienaciones de la misma clase: que en ella el cuerpo se pone en cuestión, hasta el punto de que podría  hablarse de la pérdida del cuerpo que el yo considera suyo si no fuera porque el yo abductor, el yo que suplanta al propio yo, se apodera efectivamente del cuerpo del yo abducido, tal y como lo prueba el hecho de que este último cuerpo sea realmente afectado por los estímulos y los impactos que registra y procesa el yo abductor. Es nuestro cuerpo y no ninguno otro el que se estremece de miedo o se angosta de pánico cuando la protagonista con la que nos hemos identificado previamente se extravía inerme en el laberinto donde la aguarda el fauno. Por lo cual es más preciso hablar en una plasticidad del vínculo digamos orgánico y ciertamente singular, especifico, entre el yo y “su” cuerpo. Ángel Gabilondo ha tematizado esta crisis citando al Cristo de los Evangelios, que en la Última Cena ofrece el pan y el vino a sus discípulos diciendo: “Tomad este es mi cuerpo (…) Esta es mi sangre…” Y concluyendo, allí donde el dogma afirma la existencia del “misterio de nuestra fe”, que “Todo cuerpo es una metáfora viva de un cuerpo imposible, al que llamamos alma, a la que solo se accede recogiendo, concentrando, densificando el cuerpo” (El porvenir del cuerpo, 1997).            

Es en el seno de esta interdicción del cuerpo (asumida como fenómeno colectivo o de masas en la sociedad del “espectáculo” o de la “imagen”)  donde hay que situar la decisión Jane/James de cambiar de sexo. Una decisión que, como remarca su drama, no tiene una dimensión puramente psíquica o cultural sino que afecta radicalmente al cuerpo. El cuerpo que, en la metafísica articulada por las nociones de alma, yo, consciencia, inconsciencia, mismidad o subjetividad es lo que se escamotea o se contrae, se reduce, se refina, se hace resto, materia, mirada, voz, aliento, soplo: spiritu, Espíritu. Y que sin embargo en el drama de Jane/James sigue allí: entero, palpitante, rotundo, inexcusable. El cuerpo que Jane/James debe cambiar, tiene que cambiar, para ponerlo en consonancia o a disposición de lo que él/ella siente que verdaderamente es. Y que hasta el final se resiste a cambiar de sexo.

    

Las imágenes son fotogramas de la película.