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La metamorfosis de Acteón
Sólo era una parte de Cuidado con la cabeza, la impactante exposición de Bernardí Roig en las salas de Alcalá 31 de Madrid, pero fue suficiente para arrojar una luz distinta sobre Capital Animal, el ambicioso programa de exposiciones y conferencias con la que coincidió el pasado mes de mayo y que promovió un replanteamiento radical de nuestra crucial relación con los animales. La parte a la que me refiero consiste en una jaula de escala humana en cuyo interior vemos una escultura fantasmal que representa el encuentro de Diana y Acteón de una manera que evidentemente contradice la versión clásica del mito ofrecida por Ovidio en su célebre Las metamorfosis. En primer lugar porque Acteón no está representado ni como humano ni como ciervo sino como un híbrido de los dos: un hombre con cabeza y cornamenta de ciervo. En segundo lugar porque en la escultura de Roig Acteón aparece fornicando con Diana, cuando en la versión de Ovidio Acteón ni siquiera toca a la diosa, sino que se limita a sorprenderla desnuda mientras ella toma un baño en el bosque acompañada de su cortejo de ninfas. Sólo que esa mirada indiscreta, esa intromisión en la intimidad de Diana, la irrita tanto que ella decide castigarla transformando a Acteón en un ciervo al que su propia jauría de cazador experimentado da caza y devora sin darse cuenta de que está devorando a su amo.
Esta reelaboración del mito es muy probable que haya sido inspirada por la relectura del mismo hecha en Le bain de Diane por Pierre Klossowski, un autor del cual Roig es ciertamente muy devoto. En ese opúsculo Klossowski sexualiza extraordinariamente el desdichado encuentro del cazador y la diosa tomando como punto de partida la prohibición que, según el propio Ovidio, es transgredida por el primero: Nec videamus labra Dianae, “No ver los labios de Diana”. Pero no los labios de su boca sino los de su vagina, que según el escritor francés son evocados por metonimia mediante la descripción que el poeta romano hace del lugar donde la diosa de la caza toma su baño: “una gruta que no había sido tallada por un artificio: la misma naturaleza, con su genio, (…) había formado un arco natural, a cuya derecha gorgoteaba un límpida fuente de aguas tranquilas que formaba un amplio estanque rodeado de orillas herbosas”. Haciendo pie en este trastoque retórico Klossowski encadena una serie de preguntas sobre conducta y las intenciones de Acteón y Diana, que ponen en cuestión si fue fortuito el encuentro entre ambos o si fue buscado por el cazador e incluso propiciado por una diosa que, eternamente virgen, deseaba en el fondo no sólo exhibir su desnudez sino mostrar, mediante el castigo brutal de quien violó su intimidad, el carácter “bestial” de sus propios deseos.
La escultura con la que Roig ha intentado dar forma a dicha bestialidad acentúa el aspecto erótico del desafortunado encuentro representando a Acteón penetrando analmente a la diosa, virgen y cazadora a la vez, y que difiere o silencia la brutalidad de la venganza de la diosa ofendida, que literalmente echa a los perros al transgresor. Sólo que al hacerlo trae a cuento la clase de metamorfosis que in illo tempore permitía a los dioses, a los hombres y a los animales intercambiar sus papeles. La misma que ahora es impensable debido a una interdicción todavía actuante que consumó el cristianismo y que encontró en la Metamorfosis de Ovidio un paradójico anticipo. Y no porque él no escribiera, haciendo uso de lo mejor de su Ars poetica, una memorable antología de las múltiples metamorfosis que alimentaban la religiosidad griega y la romana, sino porque esa antología es en definitiva un cenotafio. Un monumento vacío: la consagración de lo que ya se da por irrecuperable. En él ya no están, no podían estarlo, las diferencias específicas que separaban a la sociedad romana de las griegas y a sus respectivos “contextos etnográficos”, cuyo conocimiento, como subraya Marcel Detienne, permite “al investigador de los conjuntos politeístas saber el máximo posible de la fauna, la flora, las prácticas de juego, de caza, de guerra...”
Y sobre todo, no están los contenidos y las reglas de los cultos y de los diversos rituales en los que las metamorfosis que nos ocupan tenían lugar, como acontecimientos efectivos y no puramente literarios y por lo tanto imaginarios.
Cierto. Atribuir a una “interdicción” la negativa actual a dar crédito siquiera a cualquier metamorfosis que no ocurra en el ámbito puramente imaginario puede sonar excesivo. Al fin y al cabo dicha exclusión no parece ahora el fruto de algún propósito deliberado sino el efecto estructural ni buscado ni deseado por nada ni por nadie de la propia arquitectura tecnocientífica de las sociedades contemporáneas. Esa que se condensa en “la mirada clínica”, en la consideración puramente objetiva de la bios, evocada por lo demás con estremecedora eficacia por las luces de neón que iluminan no sólo al blanco fantasmal de la escultura de Diana y Acteón sino al conjunto de la admirable exposición de Bernardí Roig. Pero quizás convenga recuperar el concepto de interdicción debido a las oposiciones, esas sí subjetivas y antes dormidas, que está despertando la impetuosa irrupción de la consciencia –representada con fuerza por el proyecto Capital Animal– de que de los animales no nos separa una diferencia insalvable, y que por lo tanto es posible que nos animalicemos tanto como ellos se humanizan. Y lo que es aún más decisivo: que la admisión de la mera posibilidad de intercambiar nuestras respectivas naturalezas no sólo las redefina sino que redefina de manera igualmente radical lo divino, lo sacro. O sea el ámbito donde se despliega y consuma lo que, para Jacques Derrida, es “lo sagrado, lo salvo, lo indemne, lo inmune”, que ya no será más –como desde Ovidio y desde el cristianismo– atributos exclusivos de las figuras del poder. Entonces el lugar de una diosa como Diana, para quien la metamorfosis es un medio especialmente cruel de someter y castigar, lo ocupará Gea o la Pachamama, para quienes las metamorfosis son formas privilegiadas de realización.
En portada, escultura enjaulada de Bernardí Roig en su exposición Cuidado con la cabeza, hasta el 24 de julio en Alcalá 31. Fotografía cedida por la D.G. de Promoción Cultural.
Acteón devorado por sus perros, en una crátera griega conservada en el Museo del Louvre.
La metamorfosis de Acteón
Sólo era una parte de Cuidado con la cabeza, la impactante exposición de Bernardí Roig en las salas de Alcalá 31 de Madrid, pero fue suficiente para arrojar una luz distinta sobre Capital Animal, el ambicioso programa de exposiciones y conferencias con la que coincidió el pasado mes de mayo y que promovió un replanteamiento radical de nuestra crucial relación con los animales. La parte a la que me refiero consiste en una jaula de escala humana en cuyo interior vemos una escultura fantasmal que representa el encuentro de Diana y Acteón de una manera que evidentemente contradice la versión clásica del mito ofrecida por Ovidio en su célebre Las metamorfosis. En primer lugar porque Acteón no está representado ni como humano ni como ciervo sino como un híbrido de los dos: un hombre con cabeza y cornamenta de ciervo. En segundo lugar porque en la escultura de Roig Acteón aparece fornicando con Diana, cuando en la versión de Ovidio Acteón ni siquiera toca a la diosa, sino que se limita a sorprenderla desnuda mientras ella toma un baño en el bosque acompañada de su cortejo de ninfas. Sólo que esa mirada indiscreta, esa intromisión en la intimidad de Diana, la irrita tanto que ella decide castigarla transformando a Acteón en un ciervo al que su propia jauría de cazador experimentado da caza y devora sin darse cuenta de que está devorando a su amo.
Esta reelaboración del mito es muy probable que haya sido inspirada por la relectura del mismo hecha en Le bain de Diane por Pierre Klossowski, un autor del cual Roig es ciertamente muy devoto. En ese opúsculo Klossowski sexualiza extraordinariamente el desdichado encuentro del cazador y la diosa tomando como punto de partida la prohibición que, según el propio Ovidio, es transgredida por el primero: Nec videamus labra Dianae, “No ver los labios de Diana”. Pero no los labios de su boca sino los de su vagina, que según el escritor francés son evocados por metonimia mediante la descripción que el poeta romano hace del lugar donde la diosa de la caza toma su baño: “una gruta que no había sido tallada por un artificio: la misma naturaleza, con su genio, (…) había formado un arco natural, a cuya derecha gorgoteaba un límpida fuente de aguas tranquilas que formaba un amplio estanque rodeado de orillas herbosas”. Haciendo pie en este trastoque retórico Klossowski encadena una serie de preguntas sobre conducta y las intenciones de Acteón y Diana, que ponen en cuestión si fue fortuito el encuentro entre ambos o si fue buscado por el cazador e incluso propiciado por una diosa que, eternamente virgen, deseaba en el fondo no sólo exhibir su desnudez sino mostrar, mediante el castigo brutal de quien violó su intimidad, el carácter “bestial” de sus propios deseos.
La escultura con la que Roig ha intentado dar forma a dicha bestialidad acentúa el aspecto erótico del desafortunado encuentro representando a Acteón penetrando analmente a la diosa, virgen y cazadora a la vez, y que difiere o silencia la brutalidad de la venganza de la diosa ofendida, que literalmente echa a los perros al transgresor. Sólo que al hacerlo trae a cuento la clase de metamorfosis que in illo tempore permitía a los dioses, a los hombres y a los animales intercambiar sus papeles. La misma que ahora es impensable debido a una interdicción todavía actuante que consumó el cristianismo y que encontró en la Metamorfosis de Ovidio un paradójico anticipo. Y no porque él no escribiera, haciendo uso de lo mejor de su Ars poetica, una memorable antología de las múltiples metamorfosis que alimentaban la religiosidad griega y la romana, sino porque esa antología es en definitiva un cenotafio. Un monumento vacío: la consagración de lo que ya se da por irrecuperable. En él ya no están, no podían estarlo, las diferencias específicas que separaban a la sociedad romana de las griegas y a sus respectivos “contextos etnográficos”, cuyo conocimiento, como subraya Marcel Detienne, permite “al investigador de los conjuntos politeístas saber el máximo posible de la fauna, la flora, las prácticas de juego, de caza, de guerra...”
Y sobre todo, no están los contenidos y las reglas de los cultos y de los diversos rituales en los que las metamorfosis que nos ocupan tenían lugar, como acontecimientos efectivos y no puramente literarios y por lo tanto imaginarios.
Cierto. Atribuir a una “interdicción” la negativa actual a dar crédito siquiera a cualquier metamorfosis que no ocurra en el ámbito puramente imaginario puede sonar excesivo. Al fin y al cabo dicha exclusión no parece ahora el fruto de algún propósito deliberado sino el efecto estructural ni buscado ni deseado por nada ni por nadie de la propia arquitectura tecnocientífica de las sociedades contemporáneas. Esa que se condensa en “la mirada clínica”, en la consideración puramente objetiva de la bios, evocada por lo demás con estremecedora eficacia por las luces de neón que iluminan no sólo al blanco fantasmal de la escultura de Diana y Acteón sino al conjunto de la admirable exposición de Bernardí Roig. Pero quizás convenga recuperar el concepto de interdicción debido a las oposiciones, esas sí subjetivas y antes dormidas, que está despertando la impetuosa irrupción de la consciencia –representada con fuerza por el proyecto Capital Animal– de que de los animales no nos separa una diferencia insalvable, y que por lo tanto es posible que nos animalicemos tanto como ellos se humanizan. Y lo que es aún más decisivo: que la admisión de la mera posibilidad de intercambiar nuestras respectivas naturalezas no sólo las redefina sino que redefina de manera igualmente radical lo divino, lo sacro. O sea el ámbito donde se despliega y consuma lo que, para Jacques Derrida, es “lo sagrado, lo salvo, lo indemne, lo inmune”, que ya no será más –como desde Ovidio y desde el cristianismo– atributos exclusivos de las figuras del poder. Entonces el lugar de una diosa como Diana, para quien la metamorfosis es un medio especialmente cruel de someter y castigar, lo ocupará Gea o la Pachamama, para quienes las metamorfosis son formas privilegiadas de realización.
En portada, escultura enjaulada de Bernardí Roig en su exposición Cuidado con la cabeza, hasta el 24 de julio en Alcalá 31. Fotografía cedida por la D.G. de Promoción Cultural.
Acteón devorado por sus perros, en una crátera griega conservada en el Museo del Louvre.