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La primera parte de la séptima y última temporada de la serie de televisión Mad Men ha pasado tan rápido que, por momentos, se ha tenido la extraña sensación de estar contemplando no los siete episodios del asunto sino, apenas, sus anuncios. Sus avisos, sus anticipos y teasers y coming soon: la tentación de lo que vendrá y de lo que se nos venderá para que, rendidos pero victoriosos, lo compremos.

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Una vez más.

Por séptima y por última vez.

Así —como si con una serie de vistosos gráficos y proposals comerciales se nos sedujera en esa sala de reuniones de la agencia, vuelta a rebautizar como Sterling Cooper & Partners en el Time Life Building neoyorquino—, la impresión de que todo fue nada más y nada menos que puro anticipo y anticipación. La inquietante e incómoda calma que precede a la tormenta perfecta, los pasos de una campaña anticipando el inevitable gran final que tendrá lugar a principios del 2015. Algo paradójico en términos publicitarios: como si se nos adelantaran los lineamientos de un desconocido producto perfecto que, sin embargo, conocemos y venimos consumiendo desde la noche del 19 de julio de 2007, cuando la AMC emitió los primeros minutos de la serie creada por Matthew Weiner y —en esa secuencia de títulos tan Saul Bass— contemplamos por primera vez la larga y vertiginosa caída de un tal Don Draper1.

Sin embargo, sucedieron muchas cosas en el primera mitad de la séptima y final temporada de Mad Men. Todas, como de costumbre, como actuadas por una banda de extraterrestres obsesionados con un particular momento y estética y ética de la especie humana: el amanecer de una era donde no sólo todo está en venta sino que, además, hay que comprar todo si se quiere ser alguien. Y ahí, para aceitar ese trámite, están todos esos hombres y mujeres inteligentes pero al servicio de una caja idiota que acaba conteniéndolos y encerrándolos y empaquetándolos y transformándolos en productos que se dedican en cuerpo y alma y mente a la venta de cosas que no son suyas pero aún así…

A saber: un Don Draper2 quien por momentos parecía moverse como un ‘zonámbulo’ (mitad zombi y mitad sonámbulo) y fue dejado de lado y humillado y hasta despreciado por varios de sus socios machos y protegidas hembras (la frágil Peggy Olson y la rotunda Joan Holloway están, sí, cada vez más cerca de convertirse en diosas olímpicas y despechadas, cruzadas con brujas macbethianas) luego de haber experimentado esa especie de brote confesional/melancólico/profesional durante una presentación a sus clientes; el inflamable redactor Michael Ginsberg tuvo un brote psicótico-paranoide provocado por la llegada de una todopoderosa computadora a la oficina (y acabó extirpándose una tetilla y envolviéndola para regalo, convencido de que era un micrófono); la bella Megan Calvert (segunda señora Draper, y a la que varios blogs y filtraciones anticipaban un adiós à la Sharon Tate, no fue acuchillada pero sí le rompió el corazón ya roto a Don al pedirle la separación luego, eso sí, de invitarlo a un trío con su amiga Amy); la joven y embarazada Stephanie surgió desde el pasado más profundo y secreto de Don para enseguida volver a desvanecerse; el cínico y fitzgeraldiano Roger Sterling (mi personaje favorito) continuó hundiéndose en las arenas movedizas de la contracultura cortesía de novias de hippies y de una hija de comuna; la joven hija Sally Draper estuvo cada vez más cerca de ser una versión femenina del salingeriano Holden Caulfield, y la ex primera señora Draper y ahora esposa del asesor político Henry Francis está cada vez más lejos de ser una rubia de Hitchcock, costando menos relacionarla con la madre de Norman ‘Psycho’ Bates antes de ser momificada; conocimos a la rancia némesis-suplente Lou Avery, quien no cejó en sus intentos de acabar con Don; Pete Campbell se dejó crecer el pelo y adquirió novia Costa Oeste y hasta pareció un buen tipo; y en el último episodio de la temporada, el patriarcal anciano místico —y orgulloso poseedor de un cuadro de Mark Rothko en su despacho— Bertram ‘Bert’ Cooper murió dulcemente frente a su televisor, contemplando en directo la llegada del hombre a la Luna, escuchando a Neil Armstrong repetir ese gran slogan instantáneamente clásico que le hicieron memorizar en la NASA, aquello de “un pequeño paso para una hombre, un gran salto para la humanidad”, o algo así.

Y lo del principio: todo mostrado y demostrado como tensa espera, como ese mar que retrocede justo antes del avance del tsunami, como el lento pero inexorable ascenso hasta la cumbre más alta de una montaña rusa desde la cual precipitarse a velocidad de vértigo.

Temporadas atrás, Weiner anticipó (¿en serio? ¿en broma? ¿de verdad? ¿será posible?) que los próximos y últimos episodios de Mad Men serían sacudidos por una violenta elipsis y —como el astronauta David Bowman al final de 2001: A Space Odyssey— Don Draper se despediría de nosotros casi desde nuestro futurístico presente, octogenario y monolítico y habiéndolo visto y consumido y vendido todo. ¿Quién sabe? En cualquier caso, falta cada vez menos para el final de estos históricos “Hombres Locos” de Madison Avenue que —para mí— conectan directamente, a través del espacio, con los histéricos y en más de una ocasión infantiles “Locos Lindos”3 de la Edad de Oro (1960-1980) de la publicidad argentina, superponiéndose directamente con mi argentina infancia4.

Sí, sépanlo, tomen nota: Mad Men narra el fin de una época de la publicidad norteamericana coincidiendo con el principio de una época de la publicidad argentina.

Nada se pierde, todo se transforma o —tal vez, para decirlo con argot-slang advertising— todo se relanza.

Y otra paradoja: del mismo modo en que incomprensible y misteriosamente no existe aún una Gran Novela Futbolística Argentina, tampoco anda por ahí una Gran Novela Publicitaria5. Supe de varios intentos6, se encuentran en proceso algunas historias con intenciones totalizantes y corales del métier, y a no olvidar nunca que la Mafalda de Quino surge, en 1962, a partir de una campaña publicitaria frustrada para los electrodomésticos Mansfield de la empresa Siam Di Tella. Empresa también responsable —nada es casual— del célebre y sesentista Instituto Di Tella.7, suerte de warholiana The Factory de Buenos Aires, en el que se formarían y deformarían varios de los artistas más under y ácidos y lisérgicos de la escena local (entre otros, Les Luthiers dieron allí sus primeros recitales junto a ya clásicas bandas rock como Manal y Almendra8) que, por supuesto, en muchos casos acabarían fichando en agencias de publicidad (muchas de ellas patrias, tan argentinas como la carne argentina) para poder pagarse vicios y virtudes y, más tarde, funcionando como suerte de auto-exilio interno durante la dictadura militar9. Ahí dentro, un santuario para novelistas, guionistas de cómic, músicos de jazz y de pop y un largo etcétera de la creatividad y de la bohemia y del forever young y del very few. Después de todo, la publicidad no es otra cosa que la glorificación y profesionalización de aquel gran impulso primitivo e infantil para iniciados: el contar mentiras. Cuentos de hadas a cargo de brujos.

En cualquier caso, pocos países tan “publicitarios” como la Argentina. Y tan mentirosos. Y tan embrujados. ¿Por qué? Tal vez —por su insularidad rara y precisamente desubicada, por su vocación europea y su realidad últimomundista— por esa necesidad de venderse ad æternum, en una sucesión de “campañas” para así intentar dotar de cierto orden y sentido a una historia siempre convulsa. En resumen: la Argentina fue y es y será un producto complicado pero interesante. Y los argentinos siempre fueron complejos y acomplejados y consumidos consumidores compulsivos. Alcance, como dato suelto pero significativo, con apuntar que uno de los programas televisivos más exitosos de la década de los 80 fue el primero llamado El Show Creativo y más tarde El Show del Clío. Ciclo cuyo planteo consistía y sigue consistiendo, siempre en la febril trasnoche de los sábados, en la emisión de avisos de todo el mundo comentados por un par de conductores con aire de playboys crepusculares10, y llegando a incluir sección de concurso en la que los participantes entonaban el inmortal jingle de las golosinas Tubby 3 y Tubby 411 con emoción y entrega perturbadoras para este espectador. Conozco a mucha gente que los sábados por la noche se drogaba para ver El Show del Clío. Algunos están muertos, algunos acabaron siendo publicistas.

Como se ve, mucho que contar y demasiados posibles héroes y heroínas a la hora del posible novelón à la Tom Wolfe. Un folletín/folleto coral pero con algún centro que funcione como núcleo o agujero negro.

Puesto a elegir uno, me quedo con el escritor Rodolfo Enrique Fogwill (1941-2010).

Danger, danger…

¿Por qué Fogwill? Para empezar porque —publicista de raza venido de la sociología y finalmente poeta y escritor clave— tuvo claro que lo primero que había que hacer era convertirse en marca. Así, casi enseguida, el tan polémico como polemista Fogwill a secas en la portada de sus libros. Fogwill y punto. Fogwill y alcanza y sobra. Fogwill y está todo dicho y escrito.

Ese Fogwill que en 1980 gana un premio literario patrocinado por la Coca-Cola con Jorge Luis Borges de jurado (“Es el que más sabe de autos y cigarrillos”, certificó el autor de “El Aleph”, relato al que Fogwill homenajearía a su manera, deformándolo, con su Help a él). Fogwill, quien enseguida lo rechaza porque las condiciones le parecen inaceptables. Y Fogwill, tantos años más tarde, en el 2002, ¿es su voz?, quien aparece recitando, convenientemente modificado para la ocasión, su poema “Llamado por los poetas malos”12, en un ya legendario spot de la gran gaseosa universal, dirigido por su hijo Andrés Fogwill13.

 

Lo anterior es, apenas, un muy brief briefing posible para apenas una de muy afiladas y agudas aristas de la saga fogwilliana y publicitaria. Saga que incluye booms y cracks de varias agencias creativas, redacción de los horóscopos que acompañaban a los chicles Bazooka, alumbramiento del slogan paradigmático “El sabor del encuentro” para la cerveza Quilmes y “Suaves pero con sabor: el equilibrio justo” para los cigarrillos Jockey Club, propagandas para un militar golpista devenido político, noches blancas de cocaína y tos de enfisema mortal, así como novelas legendarias como Los pichiciegos y cuentos perfectos como “Muchacha punk” y la celebración refleja y automática por parte de fans y fanáticos de todas y cada una de sus boutades, no siempre inspiradas o exitosas.

En la reciente “memoria coral” recopilada por Patricio Zunini14, el escritor Alan Pauls —quien recuerda haber escrito muchos guiones y “racionales” jamás publicados o producidos mientras oficiaba de traductor del francés y “resumidor número uno” de “novedades francesas de filosofía y psicoanálisis” para Fogwill— recuerda su iniciación en la agencia fogwilliana Ad Hoc:

“Ad Hoc ocupaba un semipiso inmenso en un edificio francés sobre Callao, casi Santa Fe. Se suponía que producía publicidad, pero todo era bastante disparatado […] Por lo demás, Fogwill tenía una vida muy sobresaltada, viajaba a menudo a Londres, se iba en velero a Punta del Este. En rigor, cuando él estaba en la agencia básicamente se hablaba de literatura. Salía de su oficina, llamaba a una reunión creativa como hacen los publicitarios y seguía exactamente el mismo protocolo, sólo que cuando estábamos todos reunidos se sentaba en el piso con sus papeluchos, con los dedos sucios de tabaco y restos de merca en el cuello de la camisa, y se ponía a leer los poemas que acaba de escribir. Todos, empezando por Fogwill, teníamos una distancia enorme respecto del trabajo. Nadie creía en la publicidad; él menos que nadie. La agencia era una mezcla de empresa-pantalla, taller literario, célula de conspiración infantil y comuna de estudiantes crónicos. Discutíamos las campañas con alguna seriedad, barajábamos eslóganes y presupuestos, pensábamos variantes, pero entonces, en medio de las reuniones, Fogwill se pegaba un saque, le tocaba la pija a un ejecutivo de cuentas, ponía ópera a todo lo que da. En plena dictadura militar, una época muy cándida donde todo estaba reprimido y censurado, era increíble ir todos los días a trabajar a un lugar donde tu patrón te recibía cantando a los gritos lieders de Brahms, con el pelo en llamas, merca en los bigotes y un ramillete de poemas frescos en la mano. Yo la pasaba genial, pero estaba siempre en un estado de incredulidad. ¿Cómo era posible que todo eso se sostuviera? ¿Cómo hacían para pagarme el sueldo?”.

Buenas preguntas. Preguntas de ésas que, seguro, suelen hacer los clientes de una agencia (y está claro que hay por ahí testimonios menos apasionantes que el de Pauls en lo que hace al quehacer y responsabilidad profesional de Fogwill), que son, siempre, los que sólo quieren convertirnos en clientes de ellos.

“Dejad que los niños vengan a mí”, dijo un más que hábil publicista de sí mismo resucitado en producto de éxito ininterrumpido durante los últimos más de dos mil años.

Quien firma estas líneas fue niño y se acercó —como sus contemporáneos, primera generación de la historia en hacerlo, inicios de la década del 60— al televisor en blanco y negro. Y allí aprendió slogans y jingles incorporándolos a juegos y recreos15, consciente que de que eran historias e Historia16. Y, claro, también experimentó las primeras turbaciones ante las primeras diosas publicitarias enminifaldadas como Susana Giménez o Claudia Sánchez o Liliana Caldini, que anticiparían los ceñidos traseros a todo color en el siguiente panteón de carne catódica de su adolescencia. Pero mi caso particular era particularmente privilegiado y cercano. Yo vi a buena parte de ellas en persona y en carne y hueso y de cerca.

 

Mi padre, Juan Fresán (1937-2004), era un paradigmático mad man publicitario. Un arquetípico loco lindo de agencia que nunca se sintió artista “porque no tengo nada que expresar, ni que decir, ni que opinar: yo trabajo por encargo”. No me queda hoy muy claro cuál era su cargo exacto: ¿súper-redactor?, ¿mega-director creativo?, ¿agente secreto de K.A.O.S. o de C.O.N.T.R.O.L? Pero sí lo recuerdo claramente envolviendo para regalo el edificio del Harrod’s porteño. O pergeñando un stand con forma de cigarrillo gigante (como Fogwill, que lo idolatraba como el monarca de la agresión ingeniosa, mi padre murió por fumar de más, convencido hasta el final, como los publicistas de Sterling Cooper and Partners en su momento, que “fumar es bueno para la salud”). O ensamblando laberínticos audiovisuales (el sonido de esos proyectores con carrousel cambiando de diapositiva es mi magdalena proustiana) junto a sus amigos/compañeros (de ambos sexos) de trabajo con los que se peleaba para amigarse para volver a pelearse. Las necrológicas que le dedicaron hace ya una década17 insistieron en su genialidad, su malditismo de luxe, su polimorfa perversión de todoterreno (que incluyó una campaña para un candidato —ganador— a la presidencia de Venezuela, cientos de portadas para la editorial Monte Ávila y el diseño de la Biblioteca Ayacucho, un proyecto interrumpido de periódico junto a Gabriel García Márquez y Tomás Eloy Martínez, libros sobre New York, sobre la imaginería ibérica, y deconstrucciones gráficas de los universos literarios de Julio Cortázar y Jorge Luis Borges18). Pero, curiosa o piadosamente, todas omiten su aventura más épica y catastrófica a finales de los sesenta y principios de los setenta: la filmación de un largometraje sobre la estrafalaria figura real del francés Orelié-Antoine de Tounens (1825-1878), quien, en 1860, se autodeclaró rey de la Patagonia entre aborígenes sureños. Mi padre —nacido en Viedma, Río Negro, donde comienza el fin del mundo— encontró fascinante esa figura quijotesca y armó una suerte de Armada Brancaleone/Doce del Patíbulo/X-Men, compuesta en su mayoría por hermanos de sangre publicitarios y, como Orelié-Antoine, partió al sur. La cosa —financiada con sus ahorros— se titularía La Nueva Francia, sería “una superproducción subdesarrollada” y, claro, no salió bien; pero enseguida se tradujo en el relativo consuelo de mutar en leyenda urbana/campesina. Yo me acuerdo de todo, yo tendría unos ocho años, yo estuve en ese rodaje, yo aparezco en un par de escenas de esa película sin final.

Con el tiempo, en 1986, algunos de los sobrevivientes de la empresa (primero con la anuencia de mi padre y casi enseguida con su desprecio) filmaron la película de la película a la que titularon La película del rey19. El resultado —una tragicomedia sobre el making of de su proyecto interrumpido por agotarse los fondos y las paciencias— no le causó ninguna gracia a mi padre. No le divirtió para nada (a mí me parece un excelente film, aunque me cueste un poco verlo cada vez que me lo cruzo por azar y zapping) el que otros tuviesen gran éxito de público y de crítica y que hasta ganasen premios a partir de su fracaso20. Y casi hasta el fin de su vida mi padre soñó con la idea de terminar el original, su versión de la cuestión. No pudo ser; cerca del adiós mi padre ya no conseguía trabajo (su fama de “imprevisible” más su resistencia a informatizarse y a digitalizarse lo hicieron a un lado de todas las cuentas) y no hace mucho un documental, con amor y sordidez, se dedicó a contar y recordar la quijotesca empresa21. Los últimos tramos de la vida de mi padre fueron un poco como la primera mitad de la última temporada de Mad Men: no pasaban muchas cosas, pero, como a Don Draper, a él le pasaba demasiado.

Por encima de lo familiar y más allá de lo que dijese/negase mi padre, todo lo inmediatamente anterior pone de manifiesto para mí una de las conductas más características del mad man y del loco lindo: la necesidad casi compulsiva de —además de ganar dinero y pasarla muy bien haciéndole ganar dinero a otros— ser artistas “serios”, “en serio”, “de verdad”. Ser aristócratas además de ser caballeros de fortuna. Hacer algo por amor al arte y no por amor al producto que, de algún modo, los redima en la noche oscura del alma donde siempre son las tres de la mañana y no se llega a tiempo con el story-board perfecto. Hacer y dejar algo que les permita no romper pero sí trampear el pacto mefistofélico que les robó el alma para ponerla en venta. Yo sentí enseguida algo de eso cuando —gracias a conexiones paternas— pasé un tiempo dentro de una mítica agencia de publicidad argentina como aprendiz de redactor. Y por entonces yo tenía claro que lo que me interesaba era la literatura, pero (en los últimos cuerpos-a-tierra de mi servicio militar y con un futuro profesional/económico endeble, consecuencia de un kafkiano e imposible de resolver trámite internacional e interministerial con mi legajo académico) mi futuro laboral se intuía complicado. Era y es difícil vivir de ficciones, pero resultaba menos difícil vivir de esas otras ficciones que se urdían en lo publicitario. Así que fui, probé, fui tentado y no lo hacía nada mal. Por suerte —para bien o para mal—, cuando la puerta de salida comenzaba a cerrarse, fui rescatado por el periodismo, y atrás quedaron todos esos redactores que alguna vez habían fantaseado con redactar cuentos y novelas, y por delante venían todos esos periodistas que fantaseaban con informar de cuentos y novelas. La Historia y las historias, sí: especímenes escritos que me parecían formas más nobles y piadosas de mentir.

Para comprender lo anterior —lo de los redactores que querían ser contadores— basta con recordar la envidiosa onda sísmica que, en ese episodio de Mad Men, el redactor ejecutivo Kenneth ‘Ken’ Cosgrove provoca entre sus camaradas de agencia cuando les comunica que un relato suyo ha sido publicado en The Atlantic. O ese rictus de permanente asco/regocijo enmarcado por la barba del director de arte Stan Rizzo quien, seguro, siente que está para mejores y más grandes cosas, pero que no hace nada al respecto. Y, de nuevo, aquí viene el fantasma de Fogwill, quien decidió hacerse gran escritor para, enseguida, convertirse en el mejor publicista de sí mismo y redactar cuentos formidables que arrancan, siempre, con ganchos a la mandíbula de redactor curtido y astuto. Primeras frases inolvidables, comienzos como slogans.

 

Una cosa es cierta: Fogwill & Fresán murieron marcados y bastante jóvenes. Fatiga de materiales y de pulmones, pero intacta actitud adolescente de locos y de lindos y de hombres locos.

Parece ser —si Weiner cumple con lo que dijo— que Draper los sobrevivirá. Aunque, no creo, que acabe siendo más feliz que ellos.

En los últimos tramos de la serie, Draper parece cansado, fuera de lugar, anticuado, escuchando sin entender el “Tomorrow Never Knows” de The Beatles, empeñado en ese corte de pelo y ese sombrero y ese afeitado perfecto y esa actitud de caballeroso machista mientras a su alrededor the times they are a-changin’. Poco y nada cuesta imaginarlo a Draper retirado y en las orillas de un piscina, en Miami, extranjero de un tiempo en el que el twit reemplazó al slogan que alguna vez fue aforismo y, antes, voz profunda y profética de oráculos22. Allí, con un whiskey on the rocks pegado a la mano, preguntándose qué pasó y cómo pasó y por qué pasó todo y sin ningún “racional” que le explique tanta irracionalidad. Comprendiendo de golpe que Mad Men —el producto exitoso de su serie y su vida más o menos productiva— se preocupó tanto por registrar modas y modales con obsesión arqueo-museológica que se olvidó de algo importante. Hasta la fecha, si no me equivoco y mal no recuerdo, ningún episodio de Mad Men nos mostró el impacto de jingles y slogans en el consciente inconsciente colectivo. En el público. En los consumidores o en los consumidos. En los telespectadores. Para Mad Men somos invisibles, no importamos, somos un mal producto. Tal vez, ahora que lo pienso, de eso se trata y trate. Mad Men prefiere —como los publicistas, como los empresarios— no contarnos la verdad y, por lo tanto, no contar con nosotros.

En la última escena del último episodio de la primera mitad de la última temporada de Mad Men, Don Draper —económica y provechosamente absorbido por la major McCann— tiene una visión o recibe a una aparición. Allí, sólo él lo ve y lo escucha, está el casi dickensiano espectro del recién fallecido gran jefe descalzo Bertram ‘Bert’ Cooper. Bailando y cantando —como un mad man, como un loco lindo— una canción que supieron entonar Frank Sinatra y Bing Crosby.

La canción se llama “The Best Things In Life Are Free”.

“Las mejores cosas en la vida son gratis.”

Por supuesto, Bert miente como un loco o —mejor dicho y redactado, y mucho más vendedor, hasta el año que viene y hasta los últimos siete episodios de Mad Men— Bert miente como un lindo publicista.

  • 1.  Archivar esta data: en el 2009, el portal Ask Men nombró al ficticio Don Draper como “hombre más influyente del mundo” por encima de figuras de no-ficción.
  • 2. To drape, en inglés, significa cubrir, cubrirse. Un draper sería un encubridor encubierto y, se sabe, Don Draper. El verdadero y legítimo nombre de Donald Francis Draper es Richard ‘Dick’ Whitman. Draper es un producto de Whitman, quien asumió ese nombre luego de que su dueño muriese a su lado, en combate, durante la Guerra de Corea. En resumen: Don Draper es un producto.
  • 3. Expresión ésta muy porteña y —aunque anticuada o, mejor, vintage— resulta perfecta para describir a individuos volátiles, peligrosos, decididamente peterpánicos y posiblemente geniales. Muchos de ellos surgidos durante los swinging/esmowing sixties de la escena artística-cultural-publicitaria de Buenos Aires. No agitar antes de su uso y, niños, no intentar imitarlos en casa.
  • 4. ¿Me estoy volviendo loco, se trata de una alucinación auditiva o la música en los opening credits de Mad Men tiene un inequívoco aire tanguero, eh?: https://www.youtube.com/watch?v=WcRr-Fb5xQo
  • 5. Sí se consigue, en cambio, su variante norteamericana. Hay muchas; pero aquí recomiendo una de las últimas y mejores a cargo de quien posiblemente sea el mejor escritor Made in USA de la última camada: Entonces llegamos al final (en RBA), de Joshua Ferris.
  • 6. Entre ellos, el del hoy laureado escritor Guillermo Saccomanno, quien se inició profesionalmente en la agencia J. Walter Thompson —la primera de las internacionales en instalarse en Buenos Aires— como adolescente office-boy hasta alcanzar los puestos más altos del escalafón de redactores estrella. Su título de trabajo: La educación del rapaz.
  • 7. http://es.wikipedia.org/wiki/Instituto_Di_Tella
  • 8. De paso: su hit “Muchacha ojos de papel” fue, en su momento, música de fondo para una exitosa publicidad de telas Estexa.
  • 9.  Los nombres de los participantes en esta gesta son demasiados. En la Argentina, varios publicistas llegaron a escribir grandes novelas, dirigir películas ganadoras del Óscar y colgar cuadros en museos. Otros murieron de maneras absurdas, huyendo de los paparazzi, o acabaron abrazando religiones orientales lejos del mundanal ruido. La lista de slogans inolvidables y de chicas/modelos clavados e implantadas en el inconsciente colectivo es, también, larga y sinuosa y llena de curvas. Para mayor información se recomienda la lectura de esta nota de portada del suplemento Radar del periódico argentino Página/12: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/radar/9-9817-2014-06-24.html
  • 10. Degustar aquí una pequeña muestra: https://www.youtube.com/watch?v=BTU7aPZfmDM
  • 11. Verlo y oírlo aquí: https://www.youtube.com/watch?v=a9nkd8VpGkE&feature=kp
  • 12. Leerlo completo aquí: http://www.fogwill.com.ar/llamado.html, y mirar a Fogwill recitar un fragmento aquí: http://blogs.lanacion.com.ar/gianera/bitacora/malos-poetas/
  • 13. Oírlo y verlo aquí: https://www.youtube.com/watch?v=PJF0i9hnDCs
  • 14. Aquí la reseña de Ignacio Echevarría: http://www.elcultural.es/version_papel/OPINION/27746/Fogwill, y aquí algo que escribí yo: http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-246576-2014-05-20.html
  • 15. . Por estos días, viendo televisión con mi hijo de ocho años, descubro que —para los niños— la publicidad ya no es lo que era. No les interesa demasiado. No tienen un spot favorito y, mucho menos, lo memorizan diálogo a diálogo y verso a verso. Se limitan a cambiar de canal, y es que hay tantos canales…
  • 16. Ejemplo más que ilustrativo, Wikipedia dixit: “A las 12:11 del 25 de septiembre de 1973, el grupo de Montoneros conducido por Juan Julio Roqué asesinó al dirigente sindical José Ignacio Rucci cuando éste salía de la casa de calle Avellaneda 2953 en el barrio de Flores. Posteriormente, cuando en Montoneros conocieron (por los medios de difusión) que el dirigente obrero peronista tenía 23 impactos de bala, denominaron a la operación Operativo Traviata, porque el comercial de las galletitas Traviata decía: ‘Las de los veintitrés agujeritos’”. Y, ah, cómo nos reímos cuando nos enteramos de eso.
  • 17. . Leerlas aquí: http://elpais.com/diario/2004/07/19/agenda/ 1090188010_850215.html, y aquí: http://www.pagina12.com.ar/diario/sociedad/3-38326-2004-07-18.html, y aquí: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/radar/6-1554-2004-07-25.html
  • 18. . La relación de mi padre con lo literario era más bien compleja y del tipo amor/odio. Despreciaba las novelas por ser todas iguales (“letras negras sobre fondo blanco”) y alguna vez llegó a aconsejarme que escribiese un libro de cuentos sobre la Coca-Cola “porque seguro que vende mucho”.
  • 19. . Verla aquí: https://www.youtube.com/watch?v=zctXKwS7ra0, y prestar especial atención a las escenas recuperadas allí y en las que —comisionado por mi padre— un muy joven Tomás Eloy Martínez corre por las calles de París, micrófono en mano, como un televisivo Antoine Doinel à la François Truffaut.
  • 20. . La película del rey de Carlos Sorín (director de fotografía en el film fallido de mi padre) ganó el León de Plata a la Mejor Opera Prima en el Festival de Cine de Venecia, Italia, 1986, y el Goya a la Mejor Película Extranjera de Habla Hispana en España, 1987.
  • 21. . Información y reseña aquí: http://www.filmaffinity.com/es/film574469.html, y aquí: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/espectaculos/5-23252-2011-...
  • 22. . Llegado este punto, cerca del final, se me hace inevitable mencionar y acaso compartir mi desconcierto ante buena parte de los spots que se emiten por estos días y en los que —en nombre del humor y del ingenio— se hace lucir a los potenciales destinatarios del producto como completos imbéciles. Ver, por ejemplo, buena parte de la publicidad que se dedica a exaltar las virtudes de teléfonos móviles y la taradez de sus primitivos adictos o aquellos pasajeros de Iberia que corren desesperados por varias ciudades del mundo y que no hacen otra cosa que despertar la sospecha de que, de nuevo, su avión los ha dejado varados lejos de casa.

Rodrigo Fresán

Rodrigo Fresán (Buenos Aires, 1963) es escritor y autor de Historia argentina, Vidas de santos, Trabajos manuales, Esperanto, La velocidad de las cosas, Mantra, Jardines de Kensington y El fondo del cielo. Su última novela es, por ahora, La parte inventada. Vive en Barcelona desde 1999.