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Lego

Modelo para (re)armar
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En el principio —cada vez más lejos en el tiempo, pero como si igual se lo pudiese tocar, tan cercano, con la punta de los dedos de la memoria— está no el Big Bang, aunque sí su perfecto equivalente: el Small Click.

Un sonido que es, también, algo que se toca.

Y se mira.

Y se huele.

Y se gusta, gusta mucho.

La presión justa y, sí, click.

La consoladora y satisfactoria sensación para un niño de que hay —y de que posiblemente, si todo va más o menos bien, habrá— cosas en la vida que funcionan. Cosas que encajan a la perfección. Con el más consolador y tranquilizante de los clicks.

Un instante de revelación al que yo puedo retornar ahora, varias décadas más tarde, con la sola y definitiva ayuda de dos bricks de Lego uniéndose por la presión de varios músculos de mis manos y un gran músculo en mi cabeza para que, de pronto, aquello que fue siga siendo, pero vaya de camino a ser otra cosa. Una cosa hecha con y de muchas cositas porque, sépanlo, apenas la manipulación de seis piezas surtidas de Lego permite realizar 102.981.500 combinaciones/figuras diferentes. Lo que convierte a millones de niños y no tan niños en virtuales Deus ex machina, en creadores y destructores, en Alfas y Omegas de universos alternativos, en seres que —de pronto— tienen en sus manos la decisión de seguir las órdenes de los fabricantes de Lego o rebelarse a ellas, también, con la anuencia y el estímulo de los mismos fabricantes de Lego.

Y ése es el gran dilema y la inmensa decisión que propone, día a día, armándose o desarmándose, el juguete/herramienta que más y mejor define al género humano y cuyo uso y usufructo lo coloca muy por encima del resto de las especies que pueblan este planeta.

Obedecer o no obedecer, ésa es la cuestión.

 

Estos bricks de Lego que sostengo ahora (que acabo de recoger del suelo, de bajo la cama, a donde fueron a parar cortesía de la infancia rigurosamente desordenada de mi hijo) no son los mismos ni son iguales a los Lego de mi infancia, aunque, por supuesto, mantengan en sus filas al clásico ladrillo como Piedra de Rosetta filosofal y gen básico. Son, sí, de la misma marca: lucen esa atemporal palabra mágica, LEGO, impresa en el relieve de todas y cada una de sus, llamémoslas, “protuberancias de enganche” para conectar con los correspondientes y complementarios —Yin y Yang— “orificios de acoplamiento”, ¿sí? Pero son muy diferentes a las mías, a las de entonces. Y son muchas, muchísimas más. En mi infancia, los Lego se limitaban, apenas, a varios tamaños de ladrillos y vigas y tabletas de colores primarios (con la ocasional muy contada/valiosa transparencia) y alguna mínima curva a la que se complementaba con unas pocas ruedas, alguna puertita y un motor (carísimo y codiciado) que no era otra cosa que una caja para baterías cuyos ejes permitían mínimas funciones y movimientos. Y que no se utilizaba demasiado una vez conseguido en alguna Navidad o cumpleaños; porque lo importante era que Lego era un juguete diferente, su electricidad era la energía unplugged refinada en la usina del propio cerebro. Energía mutante y mutable y que lo reinventaba todo con cada nuevo entusiasmo efímero o pasión duradera. Los Lego eran una especie de organismo que absorbía la última película o el último libro y trataban de emularlos aun sabiendo que esto era imposible. De ahí que, a continuación, la frustrada reproducción fiel diera paso a la más íntima y satisfactoria y amantísima de las infidelidades.

Ahora, en cambio, todo viene ya hecho. Ahora hay piezas y transistores y chips de Lego de todas las formas y funciones y tamaños y colores posibles que —atención, detalle clave— no tendrían ningún problema ni impedimento para unirse con mis antiguos pero no envejecidos Lego. Todo, todos, se unen y se separan y se vuelven a unir sin conflictos generacionales de ningún tipo. Pero, a diferencia de entonces, hoy Lego —que habla el esperanto funcional de su pasado y de su futuro— es una Babel de posibilidades firmemente preestablecidas por cuadernillos de instrucciones a veces tan largos y complejos como nouvelles tardías de Henry James y capaces de enloquecer a un padre que creció en un Mondo Lego donde se estimulaba más la creatividad propia que la producción (y el producto) ajeno.

Y donde Lego ocupaba el sitial más alto en la escala evolutiva/constructiva. Porque —me acuerdo, como Joe Brainard— uno empezaba con los nacionales y económicos Mis Ladrillos (de un color uniforme y marrón y consistencia gomosa y que no hacían click al unirse); luego pasaba a los Rasti (algo más sofisticados y tan masticables pero que tampoco hacían click al unirse); hasta que por fin ascendía a la élite de los Lego (duros y resistentes y a los que sólo el fuego y algún pequeño explosivo carnavalesco y/o findeañero hacía, apenas, mella). Y una vez que se arribaba a Lego y se oía ese sonido primordial, uno ya no quería seguir buscando o irse de allí. Porque Lego era un sitio —un estado mental— donde quedarse a vivir y crear y no descansar al séptimo día. Porque al séptimo día no había clase y se jugaba más y mejor que nunca.

“¡Plástico!” es el mantra/contraseña que un amigo de su padre le ofrece al confundido Benjamin Braddock en los primeros tramos de El graduado. Y el hombre no se equivoca. La clave estaba y sigue estando en el plástico: material resistente para niños irrompibles que, con la llegada de Lego a sus vidas, descubren que los juguetes, además de ser destrozados irreparablemente, pueden ser reconstruidos y reinventados y recreados con detalles que los convierten en algo particular, propio, único.

Y no deja de ser paradójico que en la génesis de Lego haya un pobre carpintero. Un tal Ole Kirk Christiansen, danés nacido en 1891 a pocos kilómetros de donde se meció la cuna de Hans Christian Andersen, y quien gustaba de repetir una y otra vez el mantra “Lo mejor nunca es lo suficientemente bueno”. Desconozco qué pensarían sus hijos de un padre con semejante nivel de exigencia. Probablemente —como Fanny y Alexander, prisioneros de ese riguroso padrastro en aquel film de Ingmar Bergman— soñasen con desarmarlo y esconder o extraviar sus piezas. Para siempre. Pero en el mundo despierto fueron realistas y optaron por sucederlo en su empresa y pasión. Paso a paso, pieza a pieza: en 1932, Christiansen creó los enseguida populares Lego de madera, y entre 1947 y 1949 comenzó a experimentar alquímicamente con plástico para pasarse por completo a ese material en 1960, cuando la fábrica que continuaba encargándose del aspecto maderil del producto ardió hasta sus cimientos. Tres años después, los ingenieros de Lego dieron con el material perfecto: el acrilonitrilo butadieno (ABS) que siguen utilizando hasta hoy y, todo parece indicarlo, para siempre.

En cualquier caso, desde su casa central en Billund, el Lego Group —ladrillo más allá de toda crisis pero parte fundamental de nuestro crecimiento— sigue obedeciendo al primer y único mandamiento implícito en su nombre. La marca ganadora propuesta por el propio Christiansen luego de llamar a concurso a sus empleados y de que ninguno estuviese a su altura: contracción del danés Leg godt, traducible como “Juega bien”, o si se prefiere lo más clásico, del latín, donde lego equivale a juntar y unir.

Y, por una vez, desde hace generaciones, los niños —y, en el directorio de la empresa, el hijo y el nieto de Christiansen, y hasta el infinito y más allá— obedecen y siguen jugando.

 

Pero hay muchas maneras de obedecer y los modales y los modelos —buenos o malos— a la hora de legolear han cambiado mucho. Y no estoy seguro de que lo hayan hecho para mejor. Me explico: en mis tiempos, las cajas de Lego eran un compendio de piezas sueltas con unas pocas sugerencias para dar los primeros pasos (simples casas y autos y aviones y barcos) para, enseguida, recibir el don divino del invento puro y duro sucumbiendo a un frenesí sin diagramas a seguir. Ahora, de unos años a esta parte, Lego se parece cada vez más a la alemana Playmobil (que nunca me interesó demasiado, que siempre fue para mí un híbrido indefinido y bipolar y psicótico) y luce más y más entregado a una suerte de compulsión disciplinaria que recuerda a los rigores del aeromodelismo o a la pintura de soldados de plomo donde ya todo viene uniforme y preestablecido. Y cada vez cuesta más buscar y encontrar esos baldes de piezas sueltas y variadas (y no en todos los países existen las tiendas llamadas Pick-A-Brick donde se permite y fomenta el libertinaje de llenar tu cesta con las piezas que necesitas, pasar por caja, pagar y volver corriendo a casa). Ya advirtió de todo esto, en 1995, Douglas “Generación X” Coupland en su novela Microsiervos: “Los niños de hoy ya no usan su imaginación para jugar con Lego”, se lamentaba uno de sus personajes.

Y algo acaso más grave y peor: los legoniños de hoy —más obedientes y orientados por lo preestablecido— tienen una voracidad coleccionista que antes no tenían. Ahora hay demasiados modelos para desear y consumir. Antes había muchos más, pero los inventaba uno.

 

Hubo un tiempo en que hundir las manos en un cajón de piezas de Lego sueltas era abrazar el caos y un infinito de posibilidades y variables. Ahora, abrir una caja de Lego (en cuyo exterior se puntualiza en números grandes el prejuicio de las edades mínimas/máximas capacitadas para afrontar el desafío preestablecido, como si Lego fuese otra de las muchas asignaturas del programa educativo) es algo así como prepararse para una dura disciplina olímpica. Y es que Lego —en una maniobra que salvó a la empresa de la casi ruina en 2003 y la convirtió en una de las más exitosas apenas un par de años después— se ha entregado y se sigue entregando a la legolización de franchises ajenas (Star Wars, Tortugas Ninja, Bob Esponja, Harry Potter, Piratas del Caribe, los universos de la DC Comics y la Marvel, Indiana Jones, Cars, Toy Story, El Señor de los Anillos, el trencito Thomas), lanzamiento de series propias (los animales antropomórficos de Chima, los guerreros marciales del best seller Ninjago, los Mixels, el boom urbanístico sin límites de Lego City, los combatidores de monstruos clásicos o sci-fi de Monster Fighters o de Alien Conquest, los aventureros de la Master Builder Academy, los sets de robots computarizados, el ensamblaje más complejo y mecanizado de Technic y Creator, y los de réplicas de edificios célebres con firma de arquitectos de prestigio), los juegos de mesa, los Figurines coleccionables (donde se busca conseguir el escaso y dorado Mr. Gold), y hasta mutaciones iniciáticas para manos pequeñas y pulgares aún no deformados por iPads, iPhones o la Xbox con video games de Lego (la primaria e iniciática Duplo), uñitas largas adictas a las tonalidades de rosa de Barbie y Hello Kitty (la femenina Friends), una línea de ropa infantil o libros especialmente pensados para adultos como Brick City: Lego for Grown Ups de Warren Elsmore y en cuya introducción el autor recapitula su vida de adicto, su primer enganche, su abandono adolescente y su recaída adulta de la que no piensa ni quiere recuperarse. Queda por ver —todo es posible— si el estreno de la versión fílmica de Cincuenta sombras de Grey permitirá la reutilización de esas esposas, látigos y cadenas que alguna vez adornaron los sets de comisarías impecables y castillos transilvanos y templos precolombinos y manicomios donde The Joker aúlla la felicidad de su próxima fuga para enseguida descubrir que algo muy raro le ha pasado a Gotham City: está toda construida en plástico.

 

Mientras tanto y hasta entonces ya se ha estrenado The Lego Movie. Algo que, en principio, podría ser un nuevo elemento de condena para el añejo y purista. Porque The Lego Movie —dirigida por Phil Lord y Christopher Miller con un amor que los delata como fans de la marca— no es otra cosa, en principio y teoría, que la glorificación y exceso digital y 3D de las humildes y artesanales brick-films. Esas películas domésticas que fans y parodistas vienen haciendo, desde 1973, en paciente stop motion, en super-8 primero y video doméstico después y en computadora ahora, para ascender a los altares de YouTube. De ahí que existiese —para mí, y estoy seguro de no ser el único— la sospecha de que todo el asunto sería una/otra nueva forma de apropiación abductiva/vampírica del independentismo de sus usuarios por una compañía que algunos han parodiado llamándola Ego o denunciando su voracidad replicante sin límites, llegando a proponer, como el artista polaco Zbigniew Libera, el humor negrísimo de un hipotético modelo de campo de concentración nazi para armar. Sí, The Lego Movie no podía ser ni más ni menos que otro gesto totalizante como el de aquellos deficitarios parques temáticos que la empresa acaba subarrendando (a cambio del 30% de la recaudación; coming soon: Legoland Dubái) al darse cuenta que ningún niño, aunque no lo pueda expresar así, tiene demasiadas ganas de sentirse pequeño como muñequito de Lego entre estructuras macroaumentadas de Lego.

Pero —sorpresa— The Lego Movie está muy pero muy bien. Es muy buena. Y funciona a la vez como despiadada crítica y rabiosa apología del blockbuster, y combina en su seno y trama el gran dilema y el inmenso privilegio que tanto acecha como consagra a la compañía. Con destellos del gran maestre persecutorio Philip K. Dick y del divinólogo Joseph Campbell, guiños a El show de Truman y Matrix, denuncias al poder y al clasismo, elucubraciones metaficcionales y físico-cuánticas, y hasta reflexiones profundas sobre el vínculo sin tiempo ni fecha de vencimiento que une a los hijos, The Lego Movie es, también, uno de los filmes religiosos más logrados y verosímiles de todos los tiempos. En The Lego Movie, Lego es la fe y el credo, pero también la sospecha de que existe algo más allá de Lego y la confirmación de que ese algo es un orden superior e insuperable. Un Más Allá donde los padres obsesivos siguen jugando con Lego y los hijos creadores buscan encontrar un nuevo orden y estética y ética que los distinga de las instrucciones de sus mayores. Pero, también, deslizando un acaso inquietante y muy productivo mensaje apenas subliminal para las más tiernas y permeables mentes: más allá de la trilogía Toy Story (transcurriendo en el mundo de los juguetes), The Lego Movie tiene lugar en un universo donde un solo juguete es el universo entero. Y ya saben cómo se llama ese juguete.

Todo esto y mucho más (con ese entusiasmo mash-up que no es otra cosa que el anárquico libre albedrío que sólo conservan los niños y que permite hacer comulgar a un Batman un tanto narcisista con Gandalf y con Cleopatra y con Shakespeare y con una infame sitcom de un solo gag y con una cancioncita terrible en su optimismo reflejo y automático) hasta alcanzar ese momento mágico en que, inesperadamente, irrumpe en la escena plástica el misterio de la carne y el hueso. Dos actores juguetones. Uno grande infantil y uno pequeño maduro, filosofando y discutiendo sobre la esencia de la condición legolística que es, también, la condición humana: ¿masa y poder o singularidad y riesgo?, ¿seguir los pasos preestablecidos o salir disparados sin mapa ni brújula y a ver con qué nos encontramos?, ¿armar o desarmar?

Y el mensaje final de The Lego Movie —en la que un hombre plástico y común y vulgar llamado Emmett se enfrenta y doblega al poder dictatorial— es transparente y sencillo y definitivo. No está mal dominar primero ciertos conceptos básicos y figurativos para luego desmelenarte en la más expresionista de las abstracciones.

Aprende a caminar primero y después corre.

Pero corre sabiendo a dónde quieres llegar.

Y cuidado con el pegamento de alta potencia: porque lo que se pega ya no se despega y queda petrificado para siempre.

Así es la vida.

 

Mientras escribo estas líneas, escucho esa canción/hit de Ed Sheeran (casi último en la línea de montaje de songwriters sensibles) llamada “Lego House” donde se canta con voz almibarada que “Voy a recoger todas las piezas y construir una casa hecha con Lego / Si la cosa va mal, podremos derribarla”. Y —libre asociación de ideas y libre fluir de consciencia y joyceana epifanía: materiales y materias grises que ponemos en marcha para legolear— me acuerdo de “Fell In Love with a Girl”, aquel lego-videoclip de The White Stripes dirigido por Michel Gondry. Y me informo acerca de la “Lego Sinfonía” compuesta por el danés Frederik Magle. Y del set de ensamblado y montaje que Lego diseñó junto a Steven Spielberg. Y googleo acerca de las trece piezas de Lego que el transbordador espacial Endeavour llevó en 2011 a la Estación Espacial Internacional para experimentar con su ensamblado en una atmósfera microgravitatoria. Y veo en el noticiero de cualquiera de estas noches a cualquiera de esos felices locos que han roto un nuevo récord de construcción con Lego a tamaño natural y escala 1:1. Y pienso en ese tipo que viene —versículo a versículo y salmo a salmo y click a click— escenificando en internet la Biblia en versión Lego. Y todavía hoy se alza, en un piso de Manhattan, aquella muy personal “Lego City of the Future” que construyó a lo largo de los años Norman Mailer y que fotografió para la portada de su Cannibals and Christians (1966) y que el siempre mesiánico escritor proponía como modelo para un nueva forma de estructurar la sociedad. Y recuerdo aquello que una vez dijo —y que yo apunté— el profesor de Ética y Sociología José Miguel Marinas: “Lego es estupendo hasta que hay que recoger las piezas. Con los videojuegos no hace falta hacerlo”. Y discrepo: a mí me gustaba guardar los Lego. Es más: me gustaba que se perdieran piezas debajo de camas y sillones y encontrarlas días después como si se tratara de un tesoro perdido o de un tiempo recuperado. Sostener un indivisible pedazo de Lego es para mí el equivalente de hundir una magdalena en una taza de té y que todo haga click. Y para qué les voy a contar lo que siento si lo muerdo.

Y en eso —en esto— estoy: con un Lego en la boca (mantenerlos alejados de los bebés, por favor) y con la voz de mi hijo en los oídos. Diciéndome que ya trabajé demasiado, pidiéndome que vea lo que acaba de armar y que alguna vez fue el Millenium Falcon de Han Solo pero que ya es otra cosa y que incluye partes del laboratorio legolistiano en el que un tal Viktor Frankenstein alguna vez ensambló a una criatura hecha de trozos sueltos de varios cuerpos.

Allá voy.

Allá vuelvo.

La aventura continúa.

 

Teniendo en cuenta todo lo anterior —y todo lo que no tengo tiempo y espacio suficiente para tomar en cuenta— cabe la paranoica posibilidad de que Lego, como la viral y devoradora Tlön de Borges, sus displays y estanterías ocupando cada vez más espacio en pequeñas jugueterías y mega-stores, sea una plácida y sin apuro y camuflada invasión extraterrestre que acabará desarmándonos para rearmarnos a su juicio y voluntad y patrones.

De ser así, no creo que haya muchas mejores maneras de extinguirnos y de desaparecer, emparedados por ladrillos, dejando para la maravilla de futuros visitantes y civilizaciones interplanetarias el rastro de ruinas que siempre podrán reconstruirse, sin problema, siguiendo primero lo que ordenen las sacras escrituras de folletos amarillentos para, enseguida, reinventarlas a su medida y voluntad.

Y divertirse con ellas y con la memoria de quienes fuimos y de cómo jugamos y de cómo ahora —como juega con palabras un personaje de The Lego Movie— we rest no in peace sino in pieces.

Del plástico venimos y al plástico volvemos.

 

Rodrigo Fresán

Rodrigo Fresán (Buenos Aires, 1963) es escritor y autor de Historia argentina, Vidas de santos, Trabajos manuales, Esperanto, La velocidad de las cosas, Mantra, Jardines de Kensington y El fondo del cielo. Su última novela es, por ahora, La parte inventada. Vive en Barcelona desde 1999.